lunes, 14 de noviembre de 2011

Mors principium est





La sensación era tan fuerte que tuvo que pensarlo: siento su presencia esperándome no sé en qué lugar, pero esperándome. Todos los días lo asaltaba desde el fondo de lo desconocido para advertirle sobre un mensaje. No se sabía muy bien en qué momento llegaría, pero siempre lo hacía bajo las mismas consignas.

Una pequeña decisión marcó el primer día: sorpresivamente, empezó a caminar hacia su casa; el carro puede permanecer en la empresa, pensó. Se sentía liberado de la carga que había adquirido cuando comenzó a trabajar allí. Sentía la ingravidez a la que todos nos hemos referido algún día: ahora pesaba menos.

La tranquilidad que irradiaba este acartonado no se podía desprender de lo que había pensado, es que era algo que se veía en su andar. La manera como todos convertimos el caminar en algo más que un medio, en él era entusiasmo puro, en un desborde de energía. Ni hablar de su confianza; tuvo ocasión de esbozarle una sonrisa a una mujer por la cual, en el mejor de sus días, sudaría patológicamente. Hasta se mostró temerario cuando se encontró de frente con un personaje de andar “intimidante”, aunque, por todo lo demás, seguro merecedor de una descripción más enfática.

El “materile” le duró hasta su casa. Al abrir la puerta encontró en el piso un sobre con esta inscripción: mors principium est. Para él, como para cualquier mortal, lo horroroso se escondía debajo de la superficie plástica, bella, poética: unas cuantas palabras en latín podían ser la propaganda del nuevo culto del barrio que, como el carro de Coca-cola, vende la fórmula para calmar la sed de felicidad. Puso el mensaje sobre la mesa, al lado de todos aquellos papeles destinados al olvido. Y él, tomando el papel del papel, cayó en la cama para olvidarse de sí.

Al día siguiente, sábado, las lagañas, abundantes en los párpados, no impedían la necesidad universal de percibir el mundo que hay afuera de la casa de Morfeo. De repente, había sido echado de esa morada. Aturdido por el golpe de la puerta de esa casa (y su posterior tranca) intentó los primeros movimientos del día.  Se frotó los ojos, encontrándose dispuesto a vivir sin saber todavía qué era despertar. Con los ojos cerrados aún, palpó el lugar en donde se encontraba y donde su vida comenzaba de nuevo… como todos los días. En este reconocimiento encontró un objeto que le resultó familiar: el control del televisor. Una vez que su mente pronunció esas palabras, supo qué hacer con el resto de las cosas, por eso también supo en dónde estaba power, pues su pensamiento ya se había librado de todas las lagañas.

Mientras abría los ojos, la imagen de la pantalla se iba aclarando, y mientras más se aclaraba, su alma se tornaba más inquieta, pues encontró de nuevo las letras de sentido borroso que parecían perseguirlo. Distinguía mo, ium, est. El resto lo intuyó, lo fue llenado con restos de lo que ya había vivido. Dos veces no son coincidencia, pensó para librarse de la angustia de lo azaroso y entregarse a la del sentido; pues de repente había algo en el mundo que solo le hablaba a él. Cuando pudo abrir bien los ojos vio cómo un plácido hombre recostaba la cabeza en una pradera inverosímil y que las letras perseguidoras ya habían desaparecido de la pantalla. Supo que en esa desaparición el mensaje había quedado forjado en su mente. Lo que resultaba necesario ahora era traducirlo.

Como un resorte se levantó de la cama. Se mostró afanoso pero en su rostro estaba el convencimiento de que tendría la respuesta. Así, en el mero movimiento de abrir las páginas de un libro, entró en un laberinto de significados: Mors: Muerte. Principium: Principio. Est: Es.

Pueden ustedes adivinar que sólo Ícaro se había sentido tan perdido. Pero no en el laberinto, de allí había salido airoso. Fue al recibir la luz que no iluminó sino que encegueció. En la búsqueda del sentido se encontró sobrecogido. No comprendía porqué era él el destinatario de tal mensaje. Aun cuando trató de darle coherencia al conjunto de los tres términos, se halló por fuera de él. “La Muerte Es el Principio”. ¿Qué tenía que ver eso con él?, y además, ¿por qué se sentía feliz cuando estaba perdido en el laberinto?

Ya es hora de ducharse, le dijo el reloj al mirarlo. Para evadir las subsecuentes miradas inquisidoras planeó las otras actividades que debía hacer antes de salir. Cuando se reconoció preparado, cerró la puerta; todo lo que había hecho se quedó allí, en el mismo lugar. Por fortuna conservó las llaves. El mensaje sobre la mesa no mostró ningún tipo de apuro y permaneció inmóvil el resto de la tarde.

Otro era el ritmo de nuestro hombre, ya dos cuadras abajo lo esperaban un bus y su narrador. Cuando el primero se fue acercando, el otro levantaba la mano del papel, y él, caminando en dirección contraria, deseaba acortar el tiempo subiéndose un par de metros antes. Ya adentro y sin saber adónde ir, levantó su cabeza para detectar sigilosamente un puesto que lo mereciera. Recibió la devuelta y la contó empleando un escueto reconocimiento de relieves. Se sentó torciendo su cara con expresiones ambiguas. Trataba de hablar, de dirigir sus palabras hacia afuera, pero ellas se iban hacia adentro. Sí, pensaba. Pensaba sobre todo en las palabras.

Una señora, que estorbaba sentada al lado suyo, veía la indefinición de su gesto. Interrumpió la angustia que ya era generalizada y le preguntó: ¿Le pasa a usted algo? La boca no se pudo cerrar más y soltó un puñado de preocupadas letras: alguien me quiere decir algo, dijo. La señora, que parecía entender del sufrimiento humano, sonrió como el niño al reencontrarse con su juguete preferido. Sacó de su bolso de leopardo un pequeño panfletico con el paisaje de ese pasto inverosímil y ese señor plácido, habitado por la mayor cantidad de animales, unos sonreían y el resto los hacían sonreír. Alcanzó a leer el título: Un Nuevo Día.

La conjunción de tan utópica armonía lo obligó a las arcadas. Luego le reprochó a la cazadora de almas su creencia ciega. Se levantó y antes de que la señora le diese el panfleto, hundió el timbre.

El bus se detuvo a la vista del semáforo en rojo. Señor, señor, gritaba una voz reconocida desde el bus que ya arrancaba, obedeciendo al verde. El hombre, que ya cruzaba la calle, miró hacia la ventana desde donde se proferían los alaridos: recuerde que la muerte es sólo el principio. Cuando escuchó esto su cabeza retumbó causándole mareos. Tambalearon sus pies, que no fueron capaces de sostenerlo más allá de tres pasos borrachos, provocando el estrellón. Cayó en un abismo psíquico, tan profundo como las heridas que dejó el bus en su vientre al cambio del semáforo. Las miradas lanzadas desde una iglesia de garaje mostraban satisfacción y complacencia. La señora, llevando su bolso de leopardo de gancho, cerraba los ojos y decía en voz alta: la muerte es el principio de un nuevo día.

En la empresa, el lunes, todos comentaban la muerte de Ricardo Peláez mientras tomaban agua del dispensador. Concordaban en que Peláez era un buen empleado y las flores que le echaban no dejaban de caer. Aun así, la conversación se fue degradando hasta el debate sobre las nuevas labores adquiridas por la ausencia definitiva de un compañero. Y Peláez pasó de ser un contador ejemplar al cliente que anunciaba el letrero afuera de una funeraria.

La policía llegó a su casa para afinar la investigación. Uno de los practicantes encontró un sobre encima de la mesa. Sin dejarse ver de su superior, lo abre y ve un enigmático panfletico con un paisaje exageradamente bello y unas palabras que lo arrastran por la curiosidad y el extravío: Un Nuevo Día.

JUAN MANUEL GIRALDO.

domingo, 23 de octubre de 2011

Dolores de cabeza




Había pasado por todas las salas de espera de todos los hospitales, de todos los médicos. No obstante, seguía esa quietud en el sufrimiento. Esa pesadez hiriente que lo dejaba sin recuerdos y sin expectativas. Una cefalea sin origen y sin destino. El puñetero dolor de cabeza que no se le quitaba. Probó con masajes, paños, pepas, sexo, marihuana, litio. Lo probó todo, con la obediencia del condenado a muerte. Y no se le quitaba. Hasta que llegó Roque. Roque era una eminencia sin consultorio y sin títulos. Roque atendía a domicilio y llegó hasta la cama de la que hace veinte días no era capaz de levantarse. Roque llegó blanco y oliendo a limpio, cuando él ya no tenía esperanzas. Le molestó ese empecinamiento en la frustración, y la familiaridad del “doctor”, y lo gordo que era. Lo sano. Lo que más le chocó era lo sano que se veía Roque. Sin prestarle atención a sus lamentos, Roque le tocó el pelo. Sólo el pelo. Lo miró con una compasión beatífica y se fue cobrando y advirtiendo que volvería al otro día. Respire, dijo Roque en la puerta. Él respiró. Respiró. Y sucedió un milagro chueco. El dolor se retiró de la cresta sagital. Sólo de ahí. Sin embargo, era un alivio. Quiso agradecerle a Roque pero Roque ya se había ido, cobrando. De ese momento en adelante esperó a que Roque volviera. Y tal vez por eso creyó que el dolor en el frente, atrás y a los lados de la cabeza se había hecho más intenso. Insufrible. Exigió la presencia de Roque. Nadie le hizo caso. Vengándose aulló de dolor hasta que lo venció el sueño. Cuando despertó, si es que se puede despertar desde el dolor de cabeza, Roque lo estaba mirando. Sin decir nada volvió a tocarle el pelo. Respire, dijo Roque. Él respiró. Pudo sentir, pudo disfrutar que un peso arduo, humillante, se retiraba de la sutura coronal. Recordó que sabía todos esos nombres, con precisión quirúrgica, por los exámenes que le habían hecho hacerse, por los diagnósticos inciertos. Y ese era un avance: podía recordar. Esta vez sí alcanzó a agradecerle a Roque pero Roque se fue, cobrando, advirtiendo que volvería al otro día. Y al otro día Roque volvió. Él lo recibió con rabia porque sin duda el dolor se había hecho más intenso en el frontal, los parietales y el occipital, como si el mal fuera una masa que el “doctor” se conformara, mezquino, con redistribuir. Roque sonrió, tocándole el pelo. Esta vez llegó el alivio a la sutura lambdoidea. Qué nombre, pensó él, sin ganas de agradecerle a Roque que ya se iba, cobrando, diciendo mañana vuelvo. 


Roque siguió partiéndole la cabeza, retirando el tormento por líneas, cercándolo, dividiéndolo sin quitarlo. Antes él tenía un dolor, contundente, pero uno. Ahora su cabeza es un lote partido en muchos dolores, que se pueden seguir cortando ad infinitum. Que Roque sigue parcelando –también mañana– con la paciencia del verdugo, cobrando. Sano y gordo, además.


ESTEBAN GIRALDO.

lunes, 10 de octubre de 2011

Casi vale


Decía el cáustico Gide que las traducciones son como las mujeres: si son bonitas no son fieles y si son fieles no son bonitas. Sobran ejemplos para concederle toda la razón a esta boutade (¿cómo traducir bella y fielmente boutade?), aunque también tenemos todo el derecho a desconfiar de lo que Gide opine en materia de mujeres.

Lejos de este inquietante problema, el de la improbable afinidad entre belleza y fidelidad, Umberto Eco utilizó una expresión no menos ingeniosa para explicar el arte de traducir: se trata, según él, de “decir casi lo mismo”. En el adverbio está la verdad de la frase. El "casi" asume sin complejos la pérdida inevitable de un juego: el de poner un texto frente a un espejo que le devuelve una imagen imprecisa.

La traducción es un ejemplo, el mejor, de que casi sí vale.




PABLO CUARTAS.
IMAGEN: FERNANDO VICENTE.

martes, 4 de octubre de 2011

Picnic bajo techo



El día: 1 de octubre. El lugar: coliseo de la UPB en Medellín (debo aclarar que esta universidad es tal vez la que encabeza la lista de instituciones educativas que aborrezco, en todo el planeta). Como era de esperarse el lugar estaba medianamente vacío, pues apenas eran las 6 pasadas. La gente comenzó a llegar, y conforme el lugar se iba llenando, se hacía más notorio que el evento, más que un “picnic bajo techo”, era una fiesta de las facultades de diseño y arquitectura de la tan prestigiosa universidad. Identificarlo era fácil, todos tienen un-no-sé-qué-no-sé-dónde que combina muy bien con el rojo predominante de la universidad.


El evento estaba previsto para ser en el Orquideorama del Jardín Botánico de Medellín, pero al parecer, por cuestiones climáticas, prefirieron hacerlo bajo techo. El coliseo fue un problema para disfrutar el concierto, pues su reverberación eclesiástica natural nos entregaba una masa casi inentendible.


La primera banda en tocar fue Gordo´s Project  (http://www.myspace.com/gordosproject). De este grupo he hablado antes y hacía un buen rato no los escuchaba. Debo decir que me sorprendió el nivel de ensamble y musicalidad con que suenan ahora. La propuesta musical de José Villa –líder del grupo– y sus otros 8 integrantes tiene raíces en la música del Caribe, particularmente en un ritmo local: el chucu-chucu, pero se nutre con sonoridades de lo que actualmente se denomina “músicas urbanas”. Del nuevo repertorio recomiendo El llorón, tema que por la letra de la canción y la melodía principal me hizo pensar por momentos en The Cure y su Boys don´t cry. (La sola imagen mental de Robert Smith en ese paisaje gótico tropical se me hacia simplemente divertida). Gordo´s es una banda de baile y como tal es normal que el elemento principal sea una palabra bastante misteriosa para mí: groove. Siempre me gusta recordar una máquina que se llamaba el sistema G.R.O.O.V.E, que puede o no tener relación con el otro groove, esa célula o germen que te mantiene moviendo cualquier parte de cuerpo al escuchar una canción. Este elemento rítmico, bailable, está apoyado de muy buenas melodías, unas letras atrayentes por su “aparente facilismo” y una coreografía muy antioqueña, es decir, un baile insípido, insaboro, inoloro; como la “cumebia hedioneda, de Colombia para el mundo”. Gordo´s conjuga todos los elementos de la música en canciones de largo aliento, donde se puede escuchar o bailar o coquetear con cierto encanto desenvuelto.


La segunda banda fue El frente cumbiero (http://www.myspace.com/frentecumbiero), banda liderada por Mario Galeano, reconocido en ciertos círculos como un investigador serio del folclor colombiano. El frente es curioso desde su formación: batería/percusión, clarinete/saxofón, guitarra/electrónica en tiempo real, teclados/raspa/secuencias electrónicas. Su manera de concebir la estructura de sus canciones se basa en el modelo propuesto por la música de baile de origen europeo, donde se busca que el público nunca deje de moverse, utilizando dos secciones, casi siempre basadas en dos frases melódicas y pintando atmósferas, texturas y drones, que tienen una fuerte cercanía al Dub. Es válido hacer notar que El frente hizo un disco con nada más y nada menos que Mad Profesor, el mismo del documental Dub echoes, donde encontré una frase que guardaré para siempre en mi memoria: “todo objeto tiene su sombra, toda música tiene su dub, solo debes buscarlo”.


Admito, además, mi admiración musical por el guitarrista del grupo, el compositor bogotano Eblis Álvarez, también líder de los Meridian Brothers (http://www.myspace.com/meridianbrothers). Eblis logra con su guitarra y su electrónica en tiempo real (diseñada por él mismo en plataformas como Max/msp, Pure Data o Supercollider) ese tinte extraño y hermoso que refuerza un gesto musical como el que propone el Frente cumbiero. La labor de Eblis demuestra que se puede explorar de una manera seria y respetuosa la música de origen folclórico, sin utilizar fórmulas facilistas que le dan la vuelta al mundo gritando “fuego, mantenlo prendido, fuego”.


La tercera banda –y tranquilo señor lector, no desespere que esto pronto acabará– fue Systema solar (http://www.myspace.com/systemasolar). En principio debo decir que el vestuario y las imágenes proyectadas hacen de su puesta en escena un numerito que por ostentoso resulta todavía más mediocre. En menos de 30 segundos Systema solar tenía bailando a toda la muchachada. En este momento fue cuando sentí que realmente estaba en un picnic bajo techo o, mejor aún, en un zoológico liderado por John Primera, “el diablito del flow costeño e índigo”, “la voz del despegue”. Por momentos sentí que esta banda prometía un acercamiento a la verdadera música electrónica colombiana: la champeta. Pero muchas veces recurren a una fórmula que cualquiera de los lectores puede hacer en su casa. Hágalo usted mismo: 1. Descargue un editor de audio (www.audacity.com); 2. Importe un audio de música afrocaribeña colombiana; 3. Importe un audio de música electrónica de baile; 3. Superponga ambos y reprodúzcalos.


Es necesario mencionar de nuevo que Systema solar es una banda donde el performance es totalmente necesario y debe ser tomado como tal: un show donde la música se pierde casi por completo, o como me dijo un amigo: “marica, uno no les pide una sonatina, pero hacen falta melodías, armonías y silencios”.


John Cage siempre aseguró que cualquier cosa podía ser música, siempre y cuando esto fuera lo que el autor quisiera que pasase; lo que me lleva a una definición de ruido: ruido es todo lo que no queremos que pase en la música. El resto, es música. Y justo eso fue lo que no se presentó al final de ese picnic bajo techo. Esa contradicción en los términos. Nada de música: puro ruido bailable.


JOSÉ GALLARDO
IMAGEN: ANTOINE WATTEAU

domingo, 18 de septiembre de 2011

Adiós vida mía




Atunes en cintas. Filminuto fatal. Un rescate a cargo de Felipe Meneses. Año 2008. Agradecimientos a Yeison Zuluaga, Gabriel Mazo, Byron Vélez, José Gallardo, Maria Antonia Duque, José Miguel Escobar, Felipe Vallejo, 390 Televisión y, por supuesto, al mismísimo Meneses, que sacó del olvido esta perlita ingenua. Si no le hemos agradecido y colaboró en la gracia, haga el favor y ponga un comentario. Con gusto agradeceremos.

Pd. A Camilo Arango -Datajunkie- también debemos agradecerle mil veces (con mil guaros). A él se debe este maquillaje, esta nueva piel de atunes.

ESTEBAN GIRALDO

domingo, 21 de agosto de 2011

La voz, la enfermedad


Desde el principio de la memoria era eso: él, diciéndose que no. Sospechó, no obstante, que la voz, la enfermedad, era anterior a sus recuerdos, que tal vez ella, la voz, la enfermedad, había comparecido desde que flotaba impreciso en el vientre de la señora que ahora tenía a su merced. O desde antes. Desde el puro origen de todo. Antes, mucho antes del primer recuerdo en el que a su vez recordaba a su mamá, esa señora que en este momento lame el lubricado aliento del revólver, diciéndole que no, que no se metiera el lápiz en la boca. La voz, la enfermedad que después, tozuda, le había dicho que no tenía por qué quedarse con un juguete prestado, que no debía dejar nada en el plato, que no se orinara en la cama, que no hablara más como un niño, que su nombre no era el que él quería, sino el otro, el que le habían puesto. La voz, la enfermedad que no se había conformado con aquel rosario que ordena amar a Dios sobre todas las cosas, no pronunciar su santo nombre en vano, honrar a padre y madre, no matar, no robar, no desear a la mujer del prójimo, en fin, que lo había obligado a claudicaciones más mezquinas, más cotidianas, más difíciles: no ir a la cama sin lavarse los dientes, respetar las filas, tener siempre la camisa por dentro, callarse cuando los mayores hablaban, decir siempre la verdad, no tomar ventaja en nada, lavar los platos, ser austero, considerado. La voz, la enfermedad que tan bien se sabía la Constitución y la urbanidad de Carreño. La misma voz, la misma enfermedad que le había dicho no te acostés con ella, cuando en la adolescencia hirvió en un deseo posible, y que después le prohibió masturbarse. Y hubiera querido que se tratara de un Doctor Jekyll que amansaba al Mister Hyde que no cesaba de presentarse. Una manifestación externa, ingobernable, como el William Wilson de Poe. Pero no, hasta a esas fantasías había renunciado por la voz, por la enfermedad. Cómo iba a estudiar literatura, de qué iba vivir. Que no fuera un holgazán, un inútil, un vividor, un iluso. Su vida, bien vista, era una construcción de negativas que él mismo se imponía. Que la misma voz, la misma enfermedad imponían. La voz, la misma voz y la misma enfermedad que después del no acostumbrado, primigenio, ahora decía, y aullaba cuando el gatillo ofrecía una blanda resistencia: ¡Hágale pues, güevón!
ESTEBAN GIRALDO.

sábado, 23 de julio de 2011

Vergonzosa


Todos tus muertos
Carlos Moreno, 2011
A mí me gustaría ser alguien. A mí me gustaría ser importante y tener el poder para titular en El Tiempo, y en el tiempo. Y pondría, en la primera página: “¡VERGONZOSA!”. ¡Vergonzosa!, a propósito de esa película (?), de la que no voy a repetir el nombre.

Pero esos metros y metros de celuloide no valen una sola de las líneas de este blog. Y no es que crea que estas líneas valgan un puñetero centavo –nada de lo escrito acá va a cambiar el mundo–. Peor: ese remedo de audiovisual vale menos que nada.

Vergonzosa. No lo digo por el tratamiento frívolo e indignante que hace de un drama tan brutal como una masacre en un pueblo colombiano. Aunque también. Y ojo: porque a partir de una masacre en Colombia podría salir una comedia delirante, divertida, dura, profunda. Digo vergonzosa, sobre todo, porque ¿dónde está por lo menos el asomo de intentar contar algo de verdad? ¿Dónde está la mínima verosimilitud que le permite a alguien engancharse con un personaje? Con uno, sólo pido con uno. ¿Dónde está el humor negro del que se ufanan en la publicidad? ¿Humor negro? ¡Chistes de latonería y pintura! ¿Qué hace ahí una escena de un polvo? ¿De dos polvos? ¿Qué hacen en esa película los gallos de pelea? ¿Qué hacen en esa película metáforas tan fáciles como la del amarillo de la bandera de Colombia? ¿De dónde salieron muertos vivientes en el Valle del Cauca? ¿Salen del mismo lugar que el monstruo de los mangones de Pura Sangre? Vergonzosa. Lo digo también por la misoginia, que de eso sí hay en esta joya. El mensaje es este, señoritas: no se vayan a vivir con un campesino feo y bizco; eso las hace las más putas del pueblo, sobre todo si son bonitas. ¡Y el remate! ¡El remate! Esa cursilería: el reparto y el equipo técnico inclinándose, como en una obra de teatro… como pidiendo perdón. Y no sigo. Ya dije: no vale la pena.

Inútil buscar referencias en la historia del cine. Que no comparen eso con Río de las tumbas de Luzardo. Este pedazo de nada sólo es comparable con el peor capítulo de Sábados Felices y con la mejor película de Dago García. Y que me perdonen los señores de Sábados Felices. Y que no me perdone ese señor García, que tanto mal le ha hecho y le sigue haciendo al cine de este país.

Vendrán a decir que hacer un largometraje en Colombia ya es meritorio, por el solo hecho de hacerlo. Y a los que vengan con eso les voy a gritar que no me vengan más con estupideces. Tanto trabajo que cuesta hacer una película, tanta plata, tanta gente, y salir con una estafa. Si yo fuera el director de eso me daría vergüenza darle la cara al mundo; empezando con el protagonista, Álvaro Rodríguez, quien a pesar de su talento no pudo hacer nada para salvar lo que desde el guión no era más que naufragio; siguiendo con Edson Velandia, que va la madre si no está arrepentido por haber autorizado que esa canción suya tan bonita, La montaña, quedara ahí, cortada a las patadas en el momento menos lamentable de toda la cinta; siguiendo con Diego Jiménez, el director de fotografía, a quien se le nota oficio; y terminando por el público… casi escribo: que ojalá sea escaso; pero eso sería tan mezquino como mala la película.


Yo quisiera creer que Carlos Moreno solo ha hecho una pelicula: Perro come perro. Pero hizo esta vergüenza. Y no me lo creo.


OSCAR LACLAU

jueves, 7 de julio de 2011

Es el amor puro. Rosado.




En el primer campo, desenfocado, un antimotín en funciones parte la foto del centro hacia la derecha. Y por negro hace que lo rosado sea más rosado. Al fondo, también desenfocados, dos semáforos que indican vía libre a los policías que corren hacia la turba. Y por verdes y por policías y por turba hacen que lo rosado sea más rosado. El aire, por las luces y el gas lacrimógeno, es rosado. Y la calle, que de tan naranja se vuelve rosada. Y, por supuesto, el beso, que ya es el colmo.

Resulta fácil comparar esta imagen con otros dos besos famosos, con otras dos fotos famosas: Beso de despedida a la guerra y El beso del Hotel de Ville. En la primera, tomada el 15 de agosto de 1945 en Times Square, Victor Morgensen, un oficial de la naval gringa, apresó para siempre el frenesí de alegría que se vivió al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Y de paso capturó el amor. El amor puro. Una enfermera sale a la calle donde pasa un marino sobreviviente. Él la besa. Ella se deja besar porque él-se-lo-merece. Él sigue, triunfal; ella siente que ha cumplido un deber patriótico. Y no es más. Pero ahí está la foto, repitiéndoles todos los días que son una de las parejas más famosas del siglo XX. En la segunda, un par de aspirantes a actores posan para la cámara de Robert Doisneau, el fotógrafo de Vogue que la revista America`s Life había contratado en 1950 para retratar el amor en París. Parecen desprevenidos, parece que acabaran de encontrarse y que fuera inminente la separación; el hotel en el fondo, la gente barrida y los carros pasando son una evidencia más de lo espontáneo y de lo pasajero de ese beso. Y del amor. Aunque sea París, aunque esa imagen sea el equivalente fotográfico de la Marsellesa.

Ambas imágenes muestran más lo que se escamotea que lo que está en la foto. Lo que queremos ver es el amor, no la pareja. La verdad de esas fotografías se funda en nuestra mirada, no en la verdad objetiva de las imágenes. Queremos ver rosado, siempre, aunque sea a blanco y negro, o sepia.

Así que no se entiende toda la tramoya mediática que se armó indagando por la veracidad del beso en Vancouver. ¡Qué importa si esos dos muchachos tirados en el piso –en el rosado– eran novios! ¡Qué importa si se estaban besando en un rapto sensual a lo David Cronenberg, en medio de unos disturbios absurdos, o si simplemente era “respiración boca a boca”! ¡Qué importa si eran apenas unos desconocidos o si el fotógrafo les estaba pagando unos cuantos centavos!

Lo que debería preocuparnos es lo enfático de lo rosado. Lo recargado de la foto en Vancouver. La violencia en el primer plano, el exhibicionismo involuntario de la mujer tirada en el piso, el descontrolado discurrir de la fuerza en el fondo. Comparado con los otros, este amor 2011 es excesivamente barroco, violento, porno.


ESTEBAN GIRALDO
FOTO: RICK LAM, GETTY IMAGES

lunes, 9 de mayo de 2011

Dejarlo todo

Juan es el que va a irse; Juliana la que debe quedarse. 


Lo que para Juan es claro desde un comienzo a Juliana se le presenta como una novedad intempestiva. Aunque ahora reconoce que sí, que siempre lo supo, pero por qué tan pronto… Justo cuando parecía que la casa que arrendaron juntos confirmaba lo que quería con Juan, lo que ha querido desde que lo vio. Ahora a Juan esto se le presenta como una novedad intempestiva –a juzgar por la cara que pone–, aunque podría decirse que ya lo sospechaba, que lo veía venir, porque a él siempre le sucede; siempre las enamora a todas. Juliana le dice que por qué se asombra si ella siempre se lo había dicho: quería pasar con él el resto de su vida, no importa que sea en arriendo, pero juntos, pagar energía, agua, teléfono juntos, tener un hijo –nunca lo había mencionado, pero lo incluye en su discurso húmedo, de mocos y lágrimas, a ver si cala–, y hasta le dice que podían ir a esa misión juntos, que ella también puede ser buena voluntaria, útil, que puede dejarlo todo. Así como él. Juan no dice nada, no refuta lo de la misión, ni lo del hijo, no está para decir nada porque en este mismo instante hace la maleta con todo lo que no va a necesitar hasta que se vaya, pues él es el que debe irse; ella, quedarse.

Hoy Juan no está en la casa, y Juliana llora y llora de rabia cuando ve las maletas puestas cerca de la puerta. En realidad no ha parado de llorar desde que Juan comenzó a hacer la primera maleta. Solloza cuando Juan duerme a su lado, sin que la oiga; y cuando se despierta, al otro día, Juliana ya ha llorado dos o tres veces. Haciendo el desayuno, llora; en la ducha, llora… También llora cuando Juan no duerme; le llora de frente y le suplica a veces que no se vaya, que la lleve con él. Juan repite que las cosas estaban claras desde el comienzo, por eso Juliana llora de rabia y piensa en no quedarse.

Juan abre la puerta de la casa y Juliana no está; ha decidido no quedarse según lee en la hojita que dejó sobre la mesa. Ni un rastro de Juliana. Nada en el clóset. Nada en el baño. La casa sola produce angustia, como si al irse fuera a dejarlo todo y, absurdamente, ni siquiera haya alguien a quien dejar. Desesperado sale a buscarla. Piensa en la casa arrendada: ¿con quién irá a pagar la energía, el agua y el teléfono? Piensa en Juliana: ¿con quién irá a tener un hijo? Piensa en dejarlo todo pero la necesita para dejarla. Juliana no sabe que la están buscando y Juan ni sospecha que nunca la va a encontrar.

CAMILO GIRALDO

domingo, 17 de abril de 2011

Las fronteras invisibles


Sólo sería una bella frase literaria si no designara el horror, la vergüenza, el matadero absurdo que es hoy Medellín. Veinte asesinados en un fin de semana y quinientos en lo que va del año, muchos de ellos por cruzar las fronteras invisibles, nos devuelven a una guerra fratricida que no por tenebrosa es menos estúpida. Definitivamente la bancarrota no respeta la historia, ni las costumbres, ni la fama, ni nada. Ya ni siquiera estamos en manos de un criminal de verdad, capaz de exigir una reforma constitucional, de truncar aspiraciones presidenciales, de construir y administrar su propia cárcel, de ofrecerse a pagar la deuda externa. Lejos está la caricatura ridícula y sangrienta del tal «microtráfico de drogas», las pírricas «guerras entre combos», las «vacunas» de los pobres a los pobres. Dizque disputas por el territorio y por las «plazas de vicio». Dizque «boleteo a los comerciantes del sector». Dizque «corredores estratégicos». ¿Cuáles territorios? ¿Barrios pobres? ¿Cuáles comerciantes? ¿Tenderos de barrios pobres? ¿Cuáles corredores estratégicos? ¿Tugurios? ¡Qué decadencia! A ver si por lo menos aprendemos a soñar en grande, a respetar la tradición…

Los administradores públicos, es decir, los administradores públicos del miedo, hacen como pueden su parte: distribuyen bien las dosis de pavor, ni mucho ni muy poco: «Son hechos de lamentar porque se perdieron vidas, veníamos de una semana con reducción de muertes que se alteró por estos casos que tuvieron mucha resonancia. Pero la disminución no se alteró y este año tenemos 38 homicidios menos, en comparación con 2010». Ay, y el pasquincito lamentable que tenemos por periódico, que se arroga ambicioso el gentilicio del país, como queriendo seguir colonizando, con sus tristes bienpensantes a sueldo, haciendo siempre como las malas sirvientas: limpiando sólo por donde pasa la patrona. Escondiendo, desviando, mintiendo, con una frivolidad que lo vuelve cómplice de la barbarie, atropellando la inteligencia de los lectores y la lengua castellana, el remedo de diario que nos cupo en suerte viene a sumarse al desastre de una ciudad que parece condenada al desbarrancadero. A él le debemos en buena parte la ignorancia generalizada, la cerrazón de espíritu y la mezquindad de oportunidades que nos obligaron a muchos a cruzar las fronteras de verdad. Los que se quedaron disputándose las migajas de una herencia criminal, ambicionando miserias, trazando y violando las fronteras invisibles, nos hicieron la vida insufrible. Y arruinaron para siempre, llenándola de contenidos siniestros, una bella frase literaria.

PABLO CUARTAS.

IMAGEN: LA MUERTE DE PABLO ESCOBAR, BOTERO.

domingo, 10 de abril de 2011

Sobre todo


El cuerpo ya no se mecía. La soga casi no soportaba el peso muerto. El rigor mortis se había convertido hace días en paisaje, fotografía.

La nota en el escritorio decía: “No se culpe a nadie. Sobre todo no se culpe a Juliana Jaramillo”.

Por supuesto, nadie conocía a Juliana Jaramillo, pero por lo menos había que buscarla.

ESTEBAN GIRALDO.

domingo, 27 de marzo de 2011

Necesaria

Los Colores de la Montaña

Carlos César Arbeláez, 2011


Esta historia no es sobre la amistad de tres niños. No es sobre un balón en un potrero minado. No trata de la muerte de un padre ni de la frustración de una profesora tan ingenua como bien intencionada. Por supuesto, todo eso está en la película, pero esta historia trata esencialmente de la debilidad, la injusta debilidad de lo humano ante la violencia. De la ceguera insufrible de la guerra.

Lejos del panfleto, se ancla en el destino de un muchacho de 9 años que aparentemente ajeno padece los rigores del conflicto colombiano. Manuel es su nombre, y suya es la perspectiva de la narración y del director. Desgarradoramente encantador –sí, lo digo así, sin pudor-, él sufrirá la caída del mundo, de-su-mundo, y tendrá el suficiente corazón para no negarnos la generosidad de una esperanza infantil, vital. Julián y Genaro “Poca Luz” lo acompañan, hasta donde les es posible, en su trayectoria de niños, construyendo una relación francamente entrañable. Sus familiares, sus vecinos y su profesora –muertos, desplazados– son un contrapunto determinante. Por ellos, quienes sufren la violencia física de los victimarios, entenderemos la vulnerabilidad de lo humano, la imposibilidad del heroísmo.

Nada de esto sería posible sin la discreción y la sensibilidad de un guionista y director que, aunque primerizo, ha demostrado solvencia ante una historia que exige respeto con sus personajes y con el público. Con Los colores de la montaña –me parece, y más allá de los premios–, ha nacido un director de verdad.

A algunos les parecerá artificiosa, manipuladora, trillada, y comenzarán a citar referentes, vacíos en el guión, defectos en las actuaciones, diálogos forzados, y parecerán complacidos por su buen gusto. Renegarán del tema y del drama –colombianísimos–. Ay, y tendrán parte de razón, pero se habrán perdido la profundidad de la primera película de Carlos César Arbeláez. Una película imperfecta –como todas– pero necesaria y bella –como muy pocas–.

ÓSCAR LACLAU

domingo, 13 de marzo de 2011

Sobre Contrapunto en Medellín


Nunca me han solicitado hacer el comentario de un disco. Tengo pocos amigos músicos, y pocos saben de mis vicios musicales. Vicios para mí solo. Vicios que comparto cuando me preguntan por algo, o cuando sé que a alguien puede gustarle algo que he oído. No me gustan las conversaciones sobre conocimiento musical, historia, bandas o nombres. Mucho menos compartir opiniones musicales o críticas técnicas sobre los últimos discos en el mercado comercial o en el mercado de las rarezas. La razón es simple, yo no sé nada de música. Para mí es tan compleja como el universo, donde solo queda contemplar, mirar “pal cielo”. Y creer.

Hace rato ya, un año o más, José me regaló el DUB? Su-más-reciente-producción-musical, que ya no es tan reciente. Muchas cosas han pasado desde ese día en el parque del poblado hasta hoy: el comentario al DUB? no se ha hecho.

No creo que con esto salde la deuda que tengo con el DUB?, ya que este es un comentario espontáneo y necesario de mi parte. Hablo del track de un disco del cual no se me pidió que dijera nada: MUIN VOL. 2.

Una oficina azul pálido, de un solo espacio, con escritorios formados en U, con viejas maquinas MAC convertidas a PC. El inicio de un verano. El cliqueo de más de 20 “mouses” al mismo tiempo, el tecleo de Escape y Control + Z corrigiendo errores. El ritmo imparable de un plotter. Yo en mi pc-mac mirando una pantalla a reventar de abstractas líneas multicolor, dibujadas en AUTOCAD, enchufado a un Ipod al ritmo de un random inadvertido.

Lo emocionante del random y de mi vicio es que cuando parece que ya todo se ha escuchado, aparece algo que vuelve a dar sentido a todo y volvés a entender por qué lo hacés: Todo se detuvo. Entro en cámara lenta y cada expresión de los personajes en la oficina se vuelve más dramática, cada gesto, cada clic. La música que sonaba en el ipod en ese momento reveló lo que no se veía, congeló por un instante todo y desvistió lo dramático de la escena de esa tarde: lo triste de la vida standard. Cuando logré mirar el nombre del track que salía en la pantalla del reproductor decía: “Contrapunto en Medellín”, Música Inmobiliaria. Volví a mirar y la escena se mantenía.

No sé cómo José construyó el disco, ni qué instrumentos utilizó, ni qué lo influenció. Hablo del disco como experiencia, que es hasta donde llego yo.

JAIME ALEJANDRO CARDONA MÚNERA.

IMAGEN: NOMÁS

domingo, 6 de marzo de 2011

Parque del poblado, un libro de Joni B


Es grato leer textos de lugares a los que uno suele ir. Sí, yo soy un habitante más del Parque del Poblado. Allí (casi siempre entre semana, martes o miércoles o jueves) me entretengo tratando de no pensar en nada, tomándome una cerveza (Costeña), fumándome un cigarrillo (Marlboro rojo).

El autor del libro Parque del poblado tiene un apellido muy difícil de pronunciar y hábitos parecidos a los míos (él prefiere la cerveza Póker o Águila y fuma Royal, pues es un producto nacional, así la Philliph Morris haya comprado a Coltabaco). Además habla con una “r” muy afrancesada, pero nunca ha estado en territorio francés. No le interesa viajar. Como dice en una canción de la banda de punk donde tocamos, Alopecia, cree que el mundo se acabará prontamente y en su afán apocalíptico promulga un planeta regido por la correcta anarquía.

Por eso, y parafraseando a American Splendor (la peli sobre el comic de Harvey Pekar & Joyce Brabner, en la que el personaje principal es también un artista del cómic), cuando conocí a Joni B pensaba que era un chico que odiaba el mundo; la verdad es que un tipo al cual el mundo le importa mucho: es un melancólico. Como en Vallejo, la provocación, el desencanto, la rabia, el humor corrosivo, en Joni B son amor. Así sin más, amor puro. En el Parque del Poblado y en El Parque del Poblado existe una certeza paradójica: recordar la belleza vivida ahí –una chica, unos amigos, un par de borracheras infinitas– y la esperanza de que sí, de que volverá a ocurrir. A propósito, que valga esta perla: “Es un pueblo pequeño güevón, ya me he metido con casi todas las mujeres de mi generación que no se casaron o se largaron de este roto… La probabilidad de conocer a alguien nuevo de nuestra edad es casi nula…” Claro Joni, la frase es doblemente cierta porque se trata de Medellín, y porque ya estás viejo. Siendo consecuente con el viejo Vallejo después de los veinte todo se viene abajo y entrás en la puta vejez.

Tal vez el lector debe estar pensando que esta reseña es una alabanza más al ego de Joni B. Y sí. El libro me gusta. Y advierto que solo doy estos detalles casi minúsculos y de poca importancia, porque el joven Benjumenea basa sus escritos y dibujos en el día a día, en su mirada contemplativa, en sus “salidas de campo”, en sus recorridos como transeúnte de este pueblo chiquito donde habitamos, Medellín. Un pueblito que no crece, no olvida y que puede estar resumido porque tiene de todo en lugares como el Parque del Poblado. Un pueblito que Joni conoce, que siente, que dibuja.

El texto lo pueden conseguir directamente con el autor, en su blog http://podriaserquesi.blogspot.com. Además, allí publica constantemente adelantos y series de cómics.

Brindo por El Parque del Poblado (con una Costeña y un Marlboro rojo).

JOSÉ GALLARDO A.

domingo, 27 de febrero de 2011

El abuelo



I

Con su mano izquierda sostiene el radio. El volumen es alto. En la derecha un cigarrillo envenena su cuerpo maltrecho, estimulando el cáncer que lo acompaña desde hace algunos meses. Mira por la ventana: autos, personas que pasan con sus mascotas. La vida se le va en un sillón de la sala, esperando, tranquilo, gustoso de saludar. Cómo estás. Ahí, bien. Sonríe.

II

El abuelo cada día se encuentra más cansado. La hora del almuerzo. Una de sus hijas lo llama para que se acerque a la mesa. Un poco de arroz, carne de res y leche. Arrastrando sus pasos se dirige a su puesto. Se sienta. Coge la cuchara con la mano izquierda, prueba el arroz, se come la carne, se toma el vaso de leche. Sobre la mesa hay una bolsa con granadillas. Mira la bolsa, intenta meter la mano. Se detiene. Lo vuelve a intentar. Nuevamente no logra alcanzar una granadilla. Lo intenta nuevamente. Saca la granadilla, la mira y la vuelve a dejar en la bolsa. He terminado mi almuerzo. Él no acaba el suyo. Recojo los platos, los vasos y los cubiertos.

III: En el cielo

“Estoy en el cielo”, fue la frase que le soltó el abuelo a una de sus hijas cuando ella le preguntó por el lugar donde se encontraba. En realidad estaba en su pieza, pero muchos de sus recuerdos se han marchitado y no reconoce el lugar donde vive. No recuerda a sus nietos. Su mente se encuentra atrapada en otra época. Físicamente la situación no es mejor: transfusiones de sangre cada 6 días… Para ir al baño, para ir a la sala o regresar a su pieza necesita de alguien que empuje su silla de ruedas. Lo único que ignoran el médico y su familia es por qué se aferra a la vida…

IV: La silla-la cama

Ya no es un hombre. De la cama a la silla de ruedas, de la silla de ruedas a un mueble… de nuevo a la silla de ruedas y de regreso a la cama. Llama a sus hijas para levantarse, para que lo lleven al baño, para comer, para ir a la sala, para volver a la cama. En las madrugadas grita llamando a una de sus hijas. A veces pregunta qué debe hacer; le dicen que duerma. A veces asiente cuando le preguntan si está nervioso y la hija reza a su lado. En las mañanas lo bañan, lo dejan en la sala y casi todo el tiempo duerme. Al mirarlo a la cara se puede ver una inquietud, una preocupación, una pregunta.

1:30 a.m. “¡Nena, nena, nena, Luz Elena!”. “Hola papá, ¿qué quiere?”. “¿Qué hago?”


FEDERICO MURO

domingo, 13 de febrero de 2011

M



Se despertó con la resaca que fue previsible el día anterior y todavía con la angustia de no poder recordar el maldito nombre del personaje de Son de Mar. Todo empezó con una conversación banal y unos rones para lubricarla, que no fueron eficaces al cumplir su función justo en el momento en que su memoria hizo rechinar los engranajes para dejarlo ensimismado. Se atragantó su discurso, patinó inútilmente su recuerdo, perdió credibilidad, sufrió su interlocutor (cosa que no le importó), pero ante todo e increíblemente, se redujo su autoestima. ¿Cómo no podía recordar el nombre de la mujer irresistiblemente mediterránea de Ulises Adsuara, dechado implacable de erotismo, si era justamente uno de sus libros preferidos, si lo había releído, si lo había comprado y perdido y luego vuelto a comprar sólo por el temor a olvidarlo? ¿Cómo diablos se atrevía su memoria a dejar este asunto a un lado? No lo entendía, intentaba despreocuparse; dejar que por el mismo camino donde lo olvidó volviera el recuerdo a llenar el vacío. Pero era inevitable.

Ese mismo domingo no hizo nada diferente a lo que hacía los demás domingos, pero todo lo que hizo tuvo como telón de fondo el recuerdo perdido. Sería fácil detener la lectura, caminar hasta su habitación, mirar hacia ese rincón de su biblioteca -que no era pequeña-, coger el libro -sabía perfectamente donde estaba-, abrirlo en la página tres o cuatro, o quizás mirar la contraportada, echar un vistazo rápidamente hasta que lo encontrara: ¡Eureka! Pero no, no hacía ningún esfuerzo porque sabía que en cualquier momento el nombre se le dibujaría delante de los ojos sin ayuda del libro, ni de internet, ni de todas esas personas a quienes se lo había prestado, pues su cerebro trabajaba en ello aunque él no quisiese; esta actividad cerebral se había convertido en lo que decidió nombrar sin ánimo de cientificidad “un simple ejercicio de nemotecnia autómata”, que se resolvería a sí mismo. Esto lo tranquilizó. Leyó el periódico juiciosamente hasta la hora del almuerzo, de su hechura… y almorzó ojeando la revista que viene cada domingo en el periódico: leyó el horóscopo, miró los libros recomendados e hizo mentalmente una parte del pequeño crucigrama. La siesta de rigor vino acompañada de otro ejercicio de nemotecnia, este sí, un acto voluntario. Empezó por la “A”: Ana, Andrea, Amanda… luego la “B” Beatriz, Brenda, Bárbara. Se saltó algunas letras que no le decían nada y ya en su duermevela llegó a la “M”, entonces algo se iluminó. Abrió sus ojos y repasó mentalmente: Martina, Manuela, Magdalena, Margarita, pero su memoria no hacía caso a ninguno de esos nombres. Ma… me… mi, mo, mu, modulaba inconscientemente hasta que se dio cuenta de su estupidez. Sé durmió entonces arrullado por una M larga.

No supo cuánto tiempo pasó pero seguro no fue más de una hora. Lo despertó el teléfono.

-Eh, Carlos, ¿mucho guayabo?

-Qué más Jose…

-Seguro ya te acordaste del jodido nombre, ¿no?

Volvió a sentir la M larga y el deseo de que un nombre saliera naturalmente de su boca. Se demoró en contestar.

-Eh… no, no me acuerdo todavía.

-Bueno, no es grave –dijo entre risas-. Mira, justamente hoy me pidieron un artículo y se me ocurrió que de tanto parloteo de ayer podría surgir algo interesante. Pensé inmediatamente en que me podías ayudar y, a la vez, ganarte algunos pesos.

-Tranquilo, algo intentaré escribir.

-Para el miércoles es tarde.

Era Jose, el que nunca parecía terminar de hablar, el mismo que ayer, tras su petición, aguantó en silencio para que se acordara del nombre, y quien escuchó con atención admirable todo su discurso inconexo sobre el erotismo, tema que últimamente había ocupado la mente de Carlos. Amigo de infancia que ahora tenía en conjunto con otros tipos una revista literaria que estaba levantando vuelo (situación envidiable en estos tiempos para cualquier intento de imprenta) y en la que Carlos ya había escrito un par de veces sin dejar de recibir algunas loas de mediana importancia. Escribiría, seguro le vendrían bien esos pesos.

Intentó dormirse de nuevo y otra vez la M prolongada, otra vez Manuela, otra vez Margarita y Magdalena… su memoria burló el ejercicio y sacó de su interior el nombre de Dolores con el mismo efecto luminoso que provocó, horas atrás, la letra M (que ahora no significaba absolutamente nada). Fue justo en ese momento cuando sintió, por primera vez, que nunca lo iba a recordar por sí mismo. Lo atormentó tanto la idea que quiso ponerse de pie, caminar hasta su habitación, mirar aquel rincón de la biblioteca, coger el libro, abrirlo por la página tres o cuatro, mirar quizás en la contraportada, echar un vistazo rápidamente y encontrarlo. Se contrarió al instante haciendo valer su esfuerzo nemotécnico de casi todo un día, y su voluntad se destinó a repasar insistentemente el ABC, pues no era razonable con sus esfuerzos una solución tan simple. Aquel nombre que le dio tanta luz se quedó justo ahí para no dejarlo dormir. Se decía: Ulises Adsuara y Dolores, Ulises Adsuara y Magdalena, Manuel Vicent, Son de mar, Ulises Adsuara y… Dolores. Se paró de un golpe, caminó hasta su habitación, miró aquel rincón y nada vio, miró los otros rincones y nada vio, repasó con el dedo uno a uno los libros y… nada vio. Turbado por la pérdida buscó durante tres horas hasta en los lugares nunca mirados de su casa, repasó sistemáticamente tres veces la biblioteca, volcó cajones y perdió la paciencia. Llamó a todas y cada una de las personas que quizás por olvido (él lo entendía bien) no se lo habían devuelto. La última llamada y quizás la más esperanzadora la tendría que hacer al otro día, pues su ex-suegra debía estar ya dormida. Como si fuera poco para su memoria tanto nombre inútil, repasó, en su cama, con el mismo esmero aunque con igual resultado, todos los posibles tenedores, repitiendo aquellos con los que ya había consultado telefónicamente. Esa noche no contó ovejas como de pequeño, sí contó y redundó en nombres y caras.

Se despertó y Dolores no dudó en volver, o quizás se quedó ahí mientras dormía. Entonces levantó el teléfono, marcó el número y Carolina contestó con voz dormida.

-¿Aló?

-Hola Caro, ¿te desperté?

-No, no… pero ¿para qué me llamas? ¿No querías pues alejarte del todo?

-Bueno… no me demoro –y en verdad solo le importaba el libro- ¿tú me tienes Son de mar?

-Te lo entregué apenas terminamos… y aunque lo tuviera no hay forma de devolvértelo; tú no me quieres volver a ver y eso complica las cosas.

-No es del todo así Caro -y ya desesperado aceleró – ¿lo tienes o no?

-Es verdad que yo ya no te importo pero también es seguro Carlos, te lo juro, que no quiero volverte a ver. Siempre fuiste así conmigo, justo cuando yo…

Cuando tenía una idea clara de que Carolina no tenía el libro o que si lo tenía no la volvería a ver, Carlos colgó dejando al otro lado de la línea las palabras quebradas por los sollozos que estaba harto de escuchar. Se le ocurrió lo que en ese momento calificó como la decisión más racional: lo compraría de nuevo; no sólo para mirar el nombre (sabía muy bien que sería exagerado), sino que pensaba en lo que debía escribir para la revista y francamente no concebía un escrito sobre el erotismo pasando por alto a Manuel Vicent y a su Dolores… o como quiera que se llamase aquella mujer. Lo compraría y lo hojearía (lo releería de cabo a rabo si alcanzaba), pasando gozoso sus ojos por aquel nombre, por cada una de sus letras, modulando impetuosamente en la “M” si era una “M” o en la “D” si así lo era, sin dejar escapar su sonoridad y redescubriéndolo cada vez que apareciera. No podía disimular su sonrisa tan solo con imaginar el momento en que se dibujara el nombre por primera vez ante sus ojos y al pensar en ello simplemente no veía otra solución más satisfactoria que ir a la librería. Sí, lo compraría hoy mismo si no fuera lunes festivo.

¡Cuánto tiempo le tomaba escribir! En la tarde, comenzó a indagar y recordar algunos datos sobre el tema. Su interés, en principio, apuntaba a los escritores contemporáneos aunque siempre creyó necesario echar mano de los clásicos para luego, en un subtítulo distinguido, terminar gloriosamente con la referencia a Son de mar. No indagó a fondo la bibliografía de Manuel Vicent por miedo de encontrarse con aquel nombre, hallarlo así sin más no tendría sentido. Cualquier otra forma de redescubrir el nombre lo dejaría con la sensación de ser derrotado por su memoria (algo le tendría que costar a esa traidora). Comenzó a tantear algunas frases y a estructurar el texto, escribía paciente y matemáticamente; cada palabra en su sitio, las ideas bien desarrolladas tomándolas una a una con el orden establecido previamente, cada intento de párrafo un sistema, y así apenas lograba avanzar, era una cuestión más de pinzas y bisturí que de bolígrafos, papeles y ordenadores. Entrada la noche encendió la lámpara y un cigarro, faltaba luz. No iba ni siquiera en la mitad y aún no se asomaba el referente principal, aunque parecía bien escrito no veía cómo llegar a buen puerto, era urgente encontrar el libro y por lo menos hojearlo (ya que no alcanzaba a releerlo), tomar nota de algunas ideas y poder entregar a tiempo. Pasada media hora más frente a la pantalla sin tocar ni una sola tecla Carlos iba a encender otro cigarro pero sonó el teléfono.

-Carlos…

-Jose, ¿cómo estás?

-Bien hombre, ¿cómo va lo nuestro, ya está listo?

-No, no. Apenas me dijiste ayer y…

-Es verdad –dijo José entre risas- pero… ¿va bien?

-He tenido ciertos problemas pero… aquí estoy trabajando.

-¿Qué tipo de problemas?

- Mh… mira –Carlos encendió el cigarrillo- no encuentro mi libro Son de mar y se me hace que es indispensable para continuar. No sé si será una obsesión que tengo con Manuel Vicent pero, como te dije el otro día, me parece que no sé escribir de erotismo sin mencionarlo –Carlos dio una calada e hizo un pausa profunda, cuando su interlocutor intentaba responder continuó-, además todavía no recuerdo el maldito nombre y eso, para decirte la verdad, no me ha ayudado mucho a estar tranquilo. Mañana, mañana salgo temprano, compro el libro, leo algunos pasajes y te envío el escrito el miércoles como habíamos quedado.

-¿Pero qué dices? ¿Mi revista tendría que esperar a que tú y tu memoria resuelvan los problemas? –y sin dejarlo responder- ¿Acaso no existe internet ni nadie que lo sepa?

-Pero no entiendes que…

-Carlos, si el miércoles antes del medio día no tengo el escrito en mi e-mail… ¿sabes lo que es un e-mail? –preguntó irónicamente sin esperar respuesta-. Si no tengo ese jodido escrito a esas horas ya no te preocupes de escribir más para nosotros. Hasta el miércoles.

Carlos dio una última y larga calada mientras ponía el teléfono sobre la base. Volvió al ordenador y releyó lo poco que había escrito. Mañana después de comprar el libro terminaría, por ahora sólo quería descansar.

Pasó en vela hasta las tres de la mañana porque su pensamiento intercalaba emes prolongadas, Dolores, incontables nombres, la pérdida del libro y la pérdida inminente de un amigo si no tenía el texto para el miércoles temprano. Logró dormirse hasta que a las siete de la mañana sonó el timbre de la puerta, que volvió a sonar con más insistencia a las siete y un minuto y que fue insoportable a las siete y cinco. Aletargado se levantó pensando en quien podría ser sin dar con una respuesta, entonces abrió para descubrir delante de sí a Carolina, su bolso y su fina figura.

-Hola Carlos, ¿encontraste el libro?

-Pasa, pasa –dijo peinándose un poco-. ¿Qué sucede? ¿Quieres tomar algo?

-Bueno, un café. No, en realidad no sucede nada… quería simplemente saludarte –y posó su cuerpo liviano e irresistible en el sofá.

-¿Saludarme un martes a las siete de la mañana? ¿No te parece algo extraño? –con voz alta mientras servía el café-. ¿Y tu trabajo?

-¿Extraño? Fui tu novia durante seis años, me parece lógico que venga a visitarte de vez en cuando –dijo acercándose a la cocina y soltándose el cabello- ¿Quieres que me vaya?

-No, está bien –alcanzó a modular cuando Carolina tomó el azúcar de su mano para ponerlo otra vez en la pequeña mesa contra la que ya se hallaba Carlos aprisionado, y con una mano ajena debajo del pantalón de su pijama.

-Mi trabajo bien, hoy me tomé una hora para verte porque…

Se besaron a boca abierta y lengua profunda, de ahí en adelante ninguno pronunció palabra salvo cuando Carolina, con la respiración agitada, se hizo entender para que Carlos quitara el azúcar de la mesita. Cayó primero el pijama y no tuvo que esperar mucho para ver caer el vestido. Arriba, en la mesita, las manos sabían, después de seis años de aprendizaje, por donde debían tocar, los dientes sabían en donde podían morder, las lenguas donde lamer, y cada parte de su cuerpo recordaba cómo reaccionar conservando los mismos resultados de la primera vez. El supuesto lecho no fue suficiente para los cuerpos desbordados, se posaron entonces, uno sobre el otro, en las baldosas de la cocina que justo al final Carolina supo calentar con su espalda sudorosa y agotada. Pasado el sopor sin todavía pronunciar palabra Carlos se levantó y bebió un poco del tinto sin azúcar, y ofreciéndolo a Carolina rompió el silencio.

-Está frio.

-No importa –e incorporándose añadió-, ¿me prestas el azúcar?

-Debo salir a comprar el libro.

-¿Es urgente? –Carolina percibió un gesto ambiguo en Carlos-, ¿seguro que lo buscaste bien?

-Eso creo.

Carolina emprendió la búsqueda totalmente desnuda, merodeó por la sala donde no había mucho por hurgar y con Carlos detrás llegó hasta la habitación, miró en vano el rincón de la biblioteca donde solía estar y luego se dio a la tarea de mirar libro por libro.

-Ahí ya revisé –dijo Carlos.

-¿Y miraste detrás de los libros?

Cómo no se le había ocurrido, había estado durante dos días enceguecido por la obsesión. Metió la mano por encima de los libros y la pasó por detrás encontrando toda suerte de objetos: escritos adolescentes, separadores, un paquete con tres cigarros y dos libros que se habían escondido para nunca más ser leídos: Superwoobinda de Aldo Nove y Se busca una mujer de Bukowski. Al ojearlos creció su nostalgia por aquellas lecturas tempranas impregnadas de la rudeza que hace leer, si no a escondidas, por lo menos en privado. Los reubicó en su respectivo espacio, se sentó en su cama y paró de buscar. El cuerpo de Carolina seguía igual de atractivo, parecía que no quisiera ni fuera a ceder un poro de juventud, igual de tenso, la piel trigueña y suave, todo tierno y lozano sin manchas ni sombras discordantes. El cabello parecía estar a gusto en sus hombros pero aún así, ella, con un movimiento intuitivo, lo posó sobre sus orejas y desencadenó, sin saberlo, una conmoción visceral en Carlos.

-Caro, ya deja de buscar. Seguro que ahí no está.

-¿Entonces vas a comprarlo? ¿Te vas ya? –dijo acercándose con dos libros en la mano.

-Eso creo, a menos que… –Carlos tomó los libros y los puso sobre la cama.

Carolina se dejó llevar frágilmente hasta las piernas de Carlos, otra vez todos los sentidos se aplicarían a la tarea de recordar. Ahora más cómodos, sobre la cama de donde cayeron lejos dos libros, Carolina y Carlos empezaron a sentir la monotonía fatigante, el ritmo preciso e insoportablemente perfecto, ahora el recuerdo parecía limitarse a los últimos encuentros. Antes de detenerse Carlos pensó en volver a las baldosas frías, buscar una silla incómoda, sin espaldar, quizás un taburete; no, taburetes no tiene, volver al suelo, el baño -un clisé-, un escritorio repleto de libros; sí, el escritorio… y justo cuando sintió el impulso de desplazar a Carolina ella interrumpió.

-¿Qué te pasa? –hizo una pausa para liberarse de Carlos.

-No, no pasa nada –las diez treinta y cuatro, estaba demasiado tarde; tendría que salir ahora mismo-. Obviamente las cosas no son como antes y estos encuentros no me convienen –no eran esas las palabras que estaba buscando pero al parecer eran una buena excusa para escaquearse rápidamente y salir a buscar el libro.

-Pero si hemos estado bien, ¿no te parece?

-Vístete Caro, necesito estar sólo –ahora sí, con esta sentencia dramática sintió atinar a la excusa perfecta, y si no pues no importaba. Carolina ahora se vestía.

-A la mierda –se escuchó el grito seguido de un portazo que hizo temblar las ventanas de su cuarto mientras se ponía un jean. Diez cuarenta y tres. El desayuno, once en punto… y salió.

Regresó a la casa cerca de las tres de la tarde cargando una bolsa todavía cerrada, no fue difícil encontrar el libro y hubiese tomado menos tiempo si en vez de enrutarse por la vía regional como lo hizo, hubiera tomado la oriental; todo por evitar a todas las amigas de Carolina que solían almorzar juntas en un pequeño restaurante justo al lado del semáforo y al frente de la oficina, hablando más que comiendo, y sin obviar ni un solo detalle de todo aquel que pasara. Entonces tomó la regional norte-sur para ir primero a la librería Real donde no quedaba ni un solo ejemplar de Son de mar, aunque “el sistema” decía que había uno, y como “el sistema” no miente lo buscaron durante media hora o cuarenta minutos, libro por libro, iban y volvían de los estantes al ordenador, hurgaban otras secciones: literatura infantil, volvían frustrados. Carlos dijo que buscaran detrás de los libros pues muchas veces se escondían ahí (lo que le pareció brillantisimo al muchacho de la librería) pero tampoco estaba, y al final, todas las caras en una mezcla de vergüenza y asombro reconocieron que “el sistema” se había equivocado y tendrían que llamar al técnico urgente. Con un mal presagio se devolvió hacia el centro por la Oriental, a la librería Última Página donde debió haber ido directamente. Entró, pidió el libro, buscaron en el sistema, luego en los estantes, pagó sesenta y ocho mil pesos y se lo entregaron dentro de una bolsa grapada junto con el recibo de caja. Le devolvieron treinta y dos mil y le agradecieron por la compra. No abrió la bolsa durante el trayecto, pasó por la oficina de Carolina con la certeza de que el almuerzo ya había pasado.

En su casa, sin descargar las llaves, abrió la bolsa y sacó el libro, ni un nombre en la contraportada. Comenzó la lectura: El cuerpo de Ulises Adsuara apareció flotando en la bahía un domingo de agosto a las dos de la tarde cuando la playa estaba llena de gente”. Continuó, todavía de pie. Cuan agradable era leer Son de mar, no sintió ningún afán de buscar el nombre y encontrarlo de golpe, en verdad disfrutaba la lectura como la primera vez, las páginas pasaban con natural fluidez, una tras otra como olas de mar… y en la número doce apareció el nombre, satisfecho releyó en voz alta, para nadie, para él: Mientras Ulises naufragaba Martina estaba friendo aquel domingo aciago esas patatas que tanto gustaban a su marido…”. Martina, repitió. ¿Acaso no había recorrido todos los nombres por la M? Sí, claro, quizás el nombre había aparecido en la lista pero no le dijo absolutamente nada, o quizás se le había escapado, ¿y Dolores? ¿De dónde salió? Esbozó una sonrisa, cuál Dolores… Ahora no importaba, ya estaba tranquilo, nunca más se le olvidaría, nunca.

Revisó lo que llevaba, en realidad no había escrito mucho pero por lo menos ahora podía concentrarse sólo en ello. Extrajo algunos párrafos del libro, los leía con atención, los señalaba, los separaba de modo que cuando los fuera a utilizar los pudiera encontrar fácilmente, pero esta tarea le tomó mucho más tiempo del previsto y le dieron las ocho de la noche sin todavía añadir una línea al texto. La entrega era al otro día y tenía sueño. Recordó que no había dormido sino cuatro horas y que lo que había comido se limitaba a lo que logró prepararse antes de salir, pero no tenía hambre. Se armó de tinto y cigarrillo para volver a escribir, concluir con la idea aún vaga de los clásicos y los demás para llegar, quizás en un subtítulo inmenso, a Ulises Adsuara y Martina. Tecleaba sin cesar, no pensaba en absoluto, veía los caracteres que iban apareciendo uno a uno sobre la pantalla sin tener voluntad alguna sobre ellos, sin entenderlos. Un par de horas más tarde el cuello perdió fuerza y dejó caer la cabeza hacia delante. El movimiento brusco lo despertó y se incorporó, mojó su cara con agua fría y volvió. De nada valió, su cabeza cayó hacia atrás sobre la silla y se ahogó en un sueño profundo. Sólo la luz del sol logró despertarlo.

Dos malditos párrafos mal redactados, sólo dos párrafos después del subtítulo implacable que con tanto esmero formuló; redacción sin pies ni cabeza, no lograba entenderlos, reacomodó algunas comas por no borrarlos, podía jurar que él no los había escrito y a la vez, viendo lo mal que estaban, cualquiera podría creerlo. Escribía ahora sin parpadear, haciendo caso omiso de los errores y lagunas del texto, martillando el teclado mientras su cabeza dictaba. Su escrito era horrible y aun así seguía en la tarea, debía entregar a medio día. Aludía al texto de la manera más vulgar: Ulises, referido sólo en cinco líneas, resultaba un personaje simplón, y de lo erótico de Martina se podía ver sólo un trazo confuso. Releyó pero casi le daba asco su escrito, faltaban diez minutos, corregía y aparecían más errores, miraba las notas, pasaba el tiempo… encendió un cigarrillo y se quedó mirando la pantalla sin escribir, ni leer. No podía más.

Terminó el cigarrillo y borró todo lo escrito, entró al correo y con la fecha del lunes un mensaje de Jose en su pantalla:

Asunto: Carlos, esto es un e-mail.

Y al leerlo quiso modular impetuosamente en la M para dejar desgarrar de su boca el resto del nombre que nunca más iba a olvidar.

CAMILO GIRALDO.

IMAGEN: MARTINA, EN LA PELÍCULA DE BIGAS LUNA.