lunes, 25 de agosto de 2014

La crisis

Madrid, España, junio de 2013

Yo no vi la crisis. Yo vi las calles y los balcones de Lavapiés, la alegría de los mercados senegaleses y chinos, los vestidos ligeros y la belleza solar de las mujeres, la generosidad de cada tapa y un cielo azul –apenas rasgado por la cola de aviones inalcanzables, inclusive para la mirada–. Yo no tenía cómo ver la crisis. España en crisis, comparada con Colombia, sigue siendo una superpotencia de trenes y bares en cada esquina. 

En uno de esos recorridos de asombro y de contento, terminamos en un restaurante cubano –perdón, no recuerdo el nombre– sito en la calle Huertas. Nos atendió un mesero dominicano, enredado en la carta y su acento inentendible. Pablo y Diony pidieron ropa vieja, Felipe y yo pedimos moros y cristianos. Deliciosos, abundantes. Sonó una canción de los Van Van y otra de Héctor Lavoe. Hacía un calor alérgico. Terminamos ahítos y llegó la cocinera cubana –cubanísima: hermosa– que había preparado los platos. Nos preguntó cómo nos habían parecido. Nosotros nos regamos en elogios. Qué sazón, qué manos, mujer. Alguno le preguntó por alguna receta concreta –perdón, no la recuerdo: se borran las letras de los libros no se le va olvidar a uno una memoria–. Ella, agradecida, comenzó a contarnos el itenerario azoroso, el destino, el sueño de décadas que la había puesto delante nuestro, ahí, artífice de nuestra barriga llena y nuestro corazón contento. Habló de muchos países y muchos pueblos, de muchos años y muchas noches, de una resistencia a prueba de imposibilidades y tristezas. Describió un milagro. Ella era un milagro. 

Bien vistos, los caminos que nos tenían a los cuatro colombianos, reunidos y amistados, ahí, también describen la trayectoria de un milagro, de varios milagros. Tal vez más modestos pero igual de afortunados. Eso fue lo que, sin saberlo, no nos cansamos de celebrar durante tres días.

Salí antes, a pagar. Lo menos que podía hacer era invitarlos. En la barra pedí la cuenta. Atendía el dueño, un español sesentón. Pagué con un billete de cien euros. El señor se quedó mirándolo, entre enternecido y ansioso, como quien mira un tesoro, como quien mira El Dorado puesto en el centro de Madrid. Creí que me iba a decir que no tenía devuelta –como si fuera un taxista bogotano– y casi alcancé a maldecirlo. En cambio, me miró y me dijo: usted no sabe hace cuánto no veía un billete de estos. Lo metió en su bolsillo y de un cajón bajo la barra sacó el cambio. Le pregunté por la crisis. Me hizo un recuento desganado de la imposibilidad de viajar a Cuba, como era su costumbre, unas cinco veces al año. Esquivó el tema de la falta de turistas o la corruptela política, no quiso hablar de Europa. Se puso a describir a su esposa cubana y yo supe que a ese hombre nunca se le acabaría la esperanza. 

En eso estaba cuando llegaron Pablo, Diony y Felipe. Empezaron a hablar de los cuadros en las paredes: allá Benny Moré, acá Celina y Reutilio, más allá las Hermanas Márquez, más acá el Sexteto Machín. Al señor se le iban los ojos, y la vida, por los marcos de esas fotografías. Nos ofreció un bajativo, cortesía de la casa. Cómo no, aceptamos. Sirvió cinco chupitos de pacharón. Brindamos. Alguien dijo –no sé si lo recuerdo o me lo invento, cursi, pero eso no importa: uno se la pasa inventando los recuerdos–: por Cuba, por España y por Colombia. Nos despedimos del dueño sesentón como se despide uno de un parcero. Salimos a empezarla o a seguirla –perdón, no me acuerdo, pero con seguridad no me lo invento–. 

Insisto, yo no vi la crisis. No tenía cómo verla.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 19 de agosto de 2014

Chococono en bicicleta

Feliza le da la siguiente instrucción a Harvey, su hijo: “ve rápido y compra seis huevos”. Al final de la orden, viendo en la cara de Harvey la pura ilusión, accede: “muchacho, y si te sobra, te compras el Chococono, ¡pero ve rápido!”. Los huevos eran para un rollo de carne que había vendido caro a una cachaca que se estaba quedando en el hotelito donde Feliza trabajaba. El Chococono obedecía a la solicitud que Harvey había hecho en todos los tonos desde hace, al menos, una semana. Aunque el muchacho se manejara bien o se rebelera siempre repitiendo que qué tanto era pedir un Chococono, Feliza no había tenido cómo dárselo. “Eso no alimenta”, le repetía en cada negativa. Sólo hasta ese día, gracias a la venta del rollo para el que necesitaba los huevos, pudo Feliza permitirse el lujo de ofrecerle a Harvey un Chococono en vez de un sencillo plato de comida.

Se va entonces Harvey en su vieja bicicleta, tal vez muy grande para su estatura, como una exhalación para la tienda. No levanta polvo por los caminos porque va muy rápido y porque, todo hay que decirlo, ha llovido hace poco. Casi no lo ven sus amigos, que juegan pelota dándole a la fachada del abandonado centro de buceo. Él no quiere parar a saludarlos y decirles que va a comprar un Chococono porque sospecha que se le pegarían y le tocaría compartir. Además, cuando termina de pensarlo, ya va como dos cuadras más adelante. No tiene tiempo de reprocharse ese egoísmo, su mente y su cuerpo tienen como único objetivo llegar lo más rápido posible. Y, de verdad, llega lo más rápido que puede. Si existiera un récord que registrara el menor tiempo entre su casa y la tienda, él se habría convertido, en ese momento, en plusmarquista universal. En el mundo no ha habido algo más parecido a la teletransportación. Sin frenar se tira de la bicicleta, que va a dar contra un muro de la alcaldía que dice: “San Onofre. Moderna, agrícola y turística. 2008-2011”. Sudoroso, gritando, Harvey pide seis huevos y un Chococono. Arlenys, la muchachita hermosa que atiende, cuenta la plata que Feliza le ha entregado envuelta como un pequeño tamal a Harvey. Le informa que no alcanza. Harvey maldice su suerte, detesta a Arlenys, así esté vagamente enamorado de ella, y le dice: “Fíame el último huevito”. Arlenys, a pesar de su sonrisa conmovedora y de que el muchachito le cae bien, tiene que ser cortante. Regaña a Harvey recordándole que ya deben mucho y que, como han acordado, lo que compren antes de cancelar la cuenta pendiente tienen que pagarlo chan con chan. Después le propone que se lleve cinco huevos y el Chococono. Harvey acepta al tiempo que su amor por Arlenys pasa de vago a concretísimo. ¿Qué diferencia puede hacer un huevo? Además cuando llegue a la casa ya se habrá terminado el Chococono y podrá aguantar, feliz, toda la cantaleta que la histeria de Feliza sepa inventar. Arlenys procede. Cuando sale de la tienda, Harvey pone con cuidado la bolsa con huevos sobre la manilla derecha de la bicicleta, destapa el Chococono y sale comiéndoselo hábilmente mientras comienza a dar pedal. Verlo avanzar hacia su casa merece una foto, ingrávido y sagaz sobre el sillín de su cicla. Qué destreza. También sería meritoria, y triste, la foto de lo que ocurre a continuación. Harvey trata de esquivar un hueco que no advierte con anticipación. Por la humedad las llantas de la bicicleta resbalan. Harvey pierde el equilibrio y cae. Los huevos se convierten en un batido dentro de la bolsa. El Chococono vuela a la mismísima mierda. Por el golpe, la barbilla de Harvey sangra. Sin darse cuenta de eso Harvey corre hasta el Chococono, que le ha dado por aterrizar en un lodazal. Lo levanta. Pérdida total. Escurre lo que parecen aguas negras. Harvey maldice su vida por segunda vez. En todo caso limpia como puede el helado, o lo que queda de él, y recoge la bolsa con cinco huevos quebrados y la cicla. Se va caminando hacia su casa. Qué derrota. 


Llegando se encuentra con sus amigos, a quienes les ofrece el Chococono y les pide que no pregunten por los huevos quebrados. Ellos, arrebatándose el helado, le piden que al menos se limpie, que viene sangrando. Harvey se toca el mentón con un dedo. Siente dolor y ve su camisilla manchada de rojo. Llega hasta la casa y le entrega a su mamá la bolsa de la que gotea tortilla cruda. Antes de que comience la reprimenda, Harvey le exige a Feliza que la próxima vez no le pida que vaya tan rápido, que por hacerle caso los seis huevos vienen así. “Y mira, hasta me reventé la cara”. Le muestra la herida y se resiente, exagerado. Feliza se traga la retahíla que tiene lista desde el principio de la humanidad y mira el interior de la bolsa. Le parece que en todo caso queda suficiente para darle consistencia al rollo de carne y cumplir con el pedido. Se promete que cuando lo cobre pagará algo de la deuda en la tienda y le dará para un Chococono a Harvey.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 11 de agosto de 2014

Pudor

París, Francia, junio de 2013

En el Museo del Louvre, en un rincón de una de las salas menos concurridas, hay una escultura a la que llamaron Aphrodite pudique. La tarjeta que la reseña dice que fue esculpida por un artista anónimo en el siglo tercero antes de Cristo, en Grecia. Aunque no se trata de una obra maestra, la misma tarjetica invita a apreciarla como “una obra de calidad, no como una de esas estatuillas de pacotilla, ejecutadas en serie por aprendices poco afortunados” (une pièce de choix, non comme une de ces figurines de pacotille produites en série pour les amateurs peu fortunés).

En ese rincón me quedé largamente, pensando en Medellín. Le di vueltas y revueltas a la “figurine” y me dije estas palabras: jueputa, acá deberían traer a los cirujanos plásticos de Medellín. Mejor, acá deberían traer a todas las muchachas de Medellín que quieren dejarse operar por ellos. Que la Alcaldía les pague el pasaje y la entrada, a ver si aprenden qué es la belleza. Lo que entendemos desde el principio —en Occidente— por belleza. Que vean esas teticas, ese abdomen de mujer que come, ese culo grande, afectado por la gravedad, esas piernas cortas que sirven para bailar y no para mostrar el larguísimo camino que conduce a la cicatera esperanza del sexo. Que los paren y las paren ahí, quince minutos, que los obliguen, que las obliguen, a ver si dejan la maricada. Que esos cirujanos sepan que no son más que esos amateurs peu fortunés. Que las mujeres a las que operan sepan que no son más que ces figurines de pacotille produites en série.

Ahora que lo escribo, sería bueno que no sólo aprecien las dimensiones de ese cuerpo de piedra. Es necesario fijarse en eso por lo que llamaron “púdica” a esa Venus. Hay que entender ese gesto, repleto de sensualidad, que trata de esconder la desnudez. Hay que entender de una vez por todas que el deseo reside en lo que se oculta, no en lo que se exhibe enfática, obscena, pornográficamente. Y esto aplica para la ciudad toda. El problema de Medellín, como el de las malas prostitutas, es que es impúdica. A cualquier gracia, por pequeña que sea, se la exhibe hasta vaciarla no sólo de encanto sino de contenido. Es tan fastidioso el mendigo que muestra su herida como la mujer que, consciente de su belleza, cifra todos sus comportamientos en la exaltación de su atractivo, o la ciudad que gasta más energía en autofelicitarse que en resolver problemas urgentes e importantes.

Algo así me había dicho Pablo —o me lo dijo después—, cuando íbamos en cicla por las calles de París, renegando de todo, felices: “hay que traer aquí a los ricos de Medellín para que se den cuenta de que no son tan ricos, y a las chimbas para que se den cuenta de que no son tan chimbas. ¡Que no jodan!”. Y es lo mismo. Nos falta pudor, ese lujo verdadero que se pueden dar sólo aquellos que se olvidan de lo que tienen. O que lo ocultan coqueta, deliberadamente. Como esa Afrodita púdica —diosa del amor, la lujuria y la belleza—, como las mujeres amables de verdad, esas cuya desnudez enaltece un misterioso esplendor que no se puede publicitar ni reproducir. Y para el que no alcanzan las palabras —acaso un suspiro largo y un agradecimiento—.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 4 de agosto de 2014

La hermosura de los perros

Desde la ventana de mi apartamento, en Bogotá, veo un perro de raza indefinible, bonito, que anda y desanda la calle con trotecito de bailarina. La primera vez que aparece me da la impresión de que lo vienen persiguiendo: mira en todas las direcciones sin dejar de avanzar, nervioso. Después me parece que está buscando algo: la nariz pegada del piso precisa un lugar al que debe llegar sin dilación. Bien visto, el gesto es el mismo: en últimas, cada huída es una forma de encontrar algo y cada búsqueda es una manera elegante de escapar. 

El caso es que cada que veo un perro por ahí, solo, me acuerdo de una historia que no sé si leí o me contaron, que no sé si es verdad o ficción, que no sé si es chistosa o legendaria. Y puede que la recuerde mal, pero no importa, ahí está ese cuzco pasando y repasando la calle de mi casa, y me la repito. Había una vez un dueño de un perro y tenía que deshacerse de él. No importan las razones por las que este tipo decide eso, no importan la raza ni el sexo ni la condición social —del perro y del tipo—, no importan ni el país ni la época —solamente que sea en el campo—, no importa si este par se entienden o no, si son buena gente o no, menos sus nombres o su apariencia. El tipo tiene que salir del perro. Y punto. Así que un día —es mejor no especular si esto le causa tristeza a alguno de los dos— el tipo se va con el perro a unos kilómetros de su casa, le tira un palo muy lejos y antes de que el perro llegue para entregárselo y seguir con juego el tipo ya se ha ido. Esa noche, mientras el tipo ve una telenovela o se come una arepa o acaba de salir del baño, el perro llega a la casa, con el palo en la boca, meneándole la cola. Compadecido, el tipo le abre la puerta y le da agua. Al otro día vuelve y sale con el perro. Esta vez se distancia mucho más y deja al perro botado, confiando en que la lejanía lo haga perder el rastro que le sirve para regresar. El perro, no obstante, regresa. En los días siguientes el tipo se va más lejos y más lejos y deja al perro, queriendo no verlo más, olvidarse de él. El perro, no obstante, siempre regresa a la casa. Cansado, ya su corazón de materia inerte, endurecido porque él tiene que deshacerse del perro y el perro hace sino volver —esa ternura de retornar mil veces a casa—, el tipo decide irse tan lejos como pueda y dejar bien amarrado al perro en un árbol muy fuerte. Se consigue un guayacán al lado de un camino perdido en la mitad de la nada y ahí deja al perro, firmemente atado. El problema es que como se ha ido tan lejos, el tipo ya no se acuerda de cómo volver a su casa y se pierde. Cuando cae la noche y se siente irremediablemente extraviado, el tipo encuentra que la única forma de volver a casa es devolverse por el perro y que el perro lo guíe. Piensa que la razón para deshacerse del perro —por más fuerte que sea— no supera la necesidad de volver a casa. Y por eso se arrepiente y se dice que nunca, nunca va abandonar al perro. Nunca más. Con mucho esfuerzo encuentra el guayacán, que por fortuna refulge amarillo en la oscuridad de la noche. Llega y ve la correa del perro mordida, unida al árbol. Del perro no hay rastro alguno. El tipo se imagina que ya debe estar el perro en la casa, rasguñando la puerta, ladrando para que le abra, desfalleciente de sed. Y siente tristeza y rabia e impotencia. Duerme así, tumbado por la infelicidad. Al otro día comienza a caminar con la certidumbre de que cada paso es un despiste, una pérdida que lo aleja todavía más del lugar en el que quiere estar. Vencido por el cansancio, el hambre y el frío, el tipo desiste y se deja morir ahí, donde está, en cualquier parte. Pero tampoco logra eso porque al ratico llega el perro y lo saluda y lo lame y le salta encima de alegría. El perro guía al tipo, que apenas puede caminar, hasta la casa. Desde ese momento jamás se separan. Y esa es la historia que recuerdo cada que veo a un perro solo, por ahí. 

Ahora este gozque tan bonito sigue con su trotecito de ida y de venida por la calle a la que da mi ventana. Ruego que encuentre a su dueño para que ambos, reconciliados, puedan volver a casa.

ESTEBAN GIRALDO