La sensación era tan fuerte que tuvo que pensarlo: siento su presencia esperándome no sé en qué lugar, pero esperándome. Todos los días lo asaltaba desde el fondo de lo desconocido para advertirle sobre un mensaje. No se sabía muy bien en qué momento llegaría, pero siempre lo hacía bajo las mismas consignas.
Una pequeña decisión marcó el
primer día: sorpresivamente, empezó a caminar hacia su casa; el carro puede
permanecer en la empresa, pensó. Se sentía liberado de la carga que había
adquirido cuando comenzó a trabajar allí. Sentía la ingravidez a la que todos
nos hemos referido algún día: ahora pesaba menos.
La tranquilidad que irradiaba
este acartonado no se podía desprender de lo que había pensado, es que era algo
que se veía en su andar. La manera como todos convertimos el caminar en algo
más que un medio, en él era entusiasmo puro, en un desborde de energía. Ni
hablar de su confianza; tuvo ocasión de esbozarle una sonrisa a una mujer por
la cual, en el mejor de sus días, sudaría patológicamente. Hasta se mostró
temerario cuando se encontró de frente con un personaje de andar “intimidante”,
aunque, por todo lo demás, seguro merecedor de una descripción más enfática.
El “materile” le duró hasta su
casa. Al abrir la puerta encontró en el piso un sobre con esta inscripción: mors principium est. Para él, como para
cualquier mortal, lo horroroso se escondía debajo de la superficie plástica,
bella, poética: unas cuantas palabras en latín podían ser la propaganda del
nuevo culto del barrio que, como el carro de Coca-cola, vende la fórmula para
calmar la sed de felicidad. Puso el mensaje sobre la mesa, al lado de todos
aquellos papeles destinados al olvido. Y él, tomando el papel del papel, cayó
en la cama para olvidarse de sí.
Al día siguiente, sábado, las
lagañas, abundantes en los párpados, no impedían la necesidad universal de
percibir el mundo que hay afuera de la casa de Morfeo. De repente, había sido
echado de esa morada. Aturdido por el golpe de la puerta de esa casa (y su
posterior tranca) intentó los primeros movimientos del día. Se frotó los ojos, encontrándose dispuesto a
vivir sin saber todavía qué era despertar. Con los ojos cerrados aún, palpó el
lugar en donde se encontraba y donde su vida comenzaba de nuevo… como todos los
días. En este reconocimiento encontró un objeto que le resultó familiar: el control
del televisor. Una vez que su mente pronunció esas palabras, supo qué hacer con
el resto de las cosas, por eso también supo en dónde estaba power, pues su pensamiento ya se había
librado de todas las lagañas.
Mientras abría los ojos, la
imagen de la pantalla se iba aclarando, y mientras más se aclaraba, su alma se
tornaba más inquieta, pues encontró de nuevo las letras de sentido borroso que
parecían perseguirlo. Distinguía mo, ium, est. El resto lo intuyó, lo fue
llenado con restos de lo que ya había vivido. Dos veces no son coincidencia,
pensó para librarse de la angustia de lo azaroso y entregarse a la del sentido;
pues de repente había algo en el mundo que solo le hablaba a él. Cuando pudo
abrir bien los ojos vio cómo un plácido hombre recostaba la cabeza en una
pradera inverosímil y que las letras perseguidoras ya habían desaparecido de la
pantalla. Supo que en esa desaparición el mensaje había quedado forjado en su
mente. Lo que resultaba necesario ahora era traducirlo.
Como un resorte se levantó de la
cama. Se mostró afanoso pero en su rostro estaba el convencimiento de que
tendría la respuesta. Así, en el mero movimiento de abrir las páginas de un
libro, entró en un laberinto de significados: Mors: Muerte. Principium:
Principio. Est: Es.
Pueden ustedes adivinar que sólo
Ícaro se había sentido tan perdido. Pero no en el laberinto, de allí había
salido airoso. Fue al recibir la luz que no iluminó sino que encegueció. En la
búsqueda del sentido se encontró sobrecogido. No comprendía porqué era él el
destinatario de tal mensaje. Aun cuando trató de darle coherencia al conjunto
de los tres términos, se halló por fuera de él. “La Muerte Es el Principio”.
¿Qué tenía que ver eso con él?, y además, ¿por qué se sentía feliz cuando
estaba perdido en el laberinto?
Ya es hora de ducharse, le dijo
el reloj al mirarlo. Para evadir las subsecuentes miradas inquisidoras planeó las
otras actividades que debía hacer antes de salir. Cuando se reconoció preparado,
cerró la puerta; todo lo que había hecho se quedó allí, en el mismo lugar. Por
fortuna conservó las llaves. El mensaje sobre la mesa no mostró ningún tipo de
apuro y permaneció inmóvil el resto de la tarde.
Otro era el ritmo de nuestro
hombre, ya dos cuadras abajo lo esperaban un bus y su narrador. Cuando el
primero se fue acercando, el otro levantaba la mano del papel, y él, caminando
en dirección contraria, deseaba acortar el tiempo subiéndose un par de metros
antes. Ya adentro y sin saber adónde ir, levantó su cabeza para detectar
sigilosamente un puesto que lo mereciera. Recibió la devuelta y la contó
empleando un escueto reconocimiento de relieves. Se sentó torciendo su cara con
expresiones ambiguas. Trataba de hablar, de dirigir sus palabras hacia afuera,
pero ellas se iban hacia adentro. Sí, pensaba. Pensaba sobre todo en las
palabras.
Una señora, que estorbaba sentada
al lado suyo, veía la indefinición de su gesto. Interrumpió la angustia que ya
era generalizada y le preguntó: ¿Le pasa a usted algo? La boca no se pudo
cerrar más y soltó un puñado de preocupadas letras: alguien me quiere decir
algo, dijo. La señora, que parecía entender del sufrimiento humano, sonrió como
el niño al reencontrarse con su juguete preferido. Sacó de su bolso de leopardo
un pequeño panfletico con el paisaje de ese pasto inverosímil y ese señor
plácido, habitado por la mayor cantidad de animales, unos sonreían y el resto
los hacían sonreír. Alcanzó a leer el título: Un Nuevo Día.
La conjunción de tan utópica
armonía lo obligó a las arcadas. Luego le reprochó a la cazadora de almas su
creencia ciega. Se levantó y antes de que la señora le diese el panfleto,
hundió el timbre.
El bus se detuvo a la vista del
semáforo en rojo. Señor, señor, gritaba una voz reconocida desde el bus que ya
arrancaba, obedeciendo al verde. El hombre, que ya cruzaba la calle, miró hacia
la ventana desde donde se proferían los alaridos: recuerde que la muerte es
sólo el principio. Cuando escuchó esto su cabeza retumbó causándole mareos. Tambalearon
sus pies, que no fueron capaces de sostenerlo más allá de tres pasos borrachos,
provocando el estrellón. Cayó en un abismo psíquico, tan profundo como las
heridas que dejó el bus en su vientre al cambio del semáforo. Las miradas
lanzadas desde una iglesia de garaje mostraban satisfacción y complacencia. La
señora, llevando su bolso de leopardo de gancho, cerraba los ojos y decía en
voz alta: la muerte es el principio de un nuevo día.
En la empresa, el lunes, todos
comentaban la muerte de Ricardo Peláez mientras tomaban agua del dispensador. Concordaban
en que Peláez era un buen empleado y las flores que le echaban no dejaban de
caer. Aun así, la conversación se fue degradando hasta el debate sobre las nuevas
labores adquiridas por la ausencia definitiva de un compañero. Y Peláez pasó de
ser un contador ejemplar al cliente que anunciaba el letrero afuera de una
funeraria.
La policía llegó a su casa para
afinar la investigación. Uno de los practicantes encontró un sobre encima de la
mesa. Sin dejarse ver de su superior, lo abre y ve un enigmático panfletico con
un paisaje exageradamente bello y unas palabras que lo arrastran por la
curiosidad y el extravío: Un Nuevo Día.
JUAN MANUEL GIRALDO.
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