lunes, 14 de noviembre de 2011

Mors principium est





La sensación era tan fuerte que tuvo que pensarlo: siento su presencia esperándome no sé en qué lugar, pero esperándome. Todos los días lo asaltaba desde el fondo de lo desconocido para advertirle sobre un mensaje. No se sabía muy bien en qué momento llegaría, pero siempre lo hacía bajo las mismas consignas.

Una pequeña decisión marcó el primer día: sorpresivamente, empezó a caminar hacia su casa; el carro puede permanecer en la empresa, pensó. Se sentía liberado de la carga que había adquirido cuando comenzó a trabajar allí. Sentía la ingravidez a la que todos nos hemos referido algún día: ahora pesaba menos.

La tranquilidad que irradiaba este acartonado no se podía desprender de lo que había pensado, es que era algo que se veía en su andar. La manera como todos convertimos el caminar en algo más que un medio, en él era entusiasmo puro, en un desborde de energía. Ni hablar de su confianza; tuvo ocasión de esbozarle una sonrisa a una mujer por la cual, en el mejor de sus días, sudaría patológicamente. Hasta se mostró temerario cuando se encontró de frente con un personaje de andar “intimidante”, aunque, por todo lo demás, seguro merecedor de una descripción más enfática.

El “materile” le duró hasta su casa. Al abrir la puerta encontró en el piso un sobre con esta inscripción: mors principium est. Para él, como para cualquier mortal, lo horroroso se escondía debajo de la superficie plástica, bella, poética: unas cuantas palabras en latín podían ser la propaganda del nuevo culto del barrio que, como el carro de Coca-cola, vende la fórmula para calmar la sed de felicidad. Puso el mensaje sobre la mesa, al lado de todos aquellos papeles destinados al olvido. Y él, tomando el papel del papel, cayó en la cama para olvidarse de sí.

Al día siguiente, sábado, las lagañas, abundantes en los párpados, no impedían la necesidad universal de percibir el mundo que hay afuera de la casa de Morfeo. De repente, había sido echado de esa morada. Aturdido por el golpe de la puerta de esa casa (y su posterior tranca) intentó los primeros movimientos del día.  Se frotó los ojos, encontrándose dispuesto a vivir sin saber todavía qué era despertar. Con los ojos cerrados aún, palpó el lugar en donde se encontraba y donde su vida comenzaba de nuevo… como todos los días. En este reconocimiento encontró un objeto que le resultó familiar: el control del televisor. Una vez que su mente pronunció esas palabras, supo qué hacer con el resto de las cosas, por eso también supo en dónde estaba power, pues su pensamiento ya se había librado de todas las lagañas.

Mientras abría los ojos, la imagen de la pantalla se iba aclarando, y mientras más se aclaraba, su alma se tornaba más inquieta, pues encontró de nuevo las letras de sentido borroso que parecían perseguirlo. Distinguía mo, ium, est. El resto lo intuyó, lo fue llenado con restos de lo que ya había vivido. Dos veces no son coincidencia, pensó para librarse de la angustia de lo azaroso y entregarse a la del sentido; pues de repente había algo en el mundo que solo le hablaba a él. Cuando pudo abrir bien los ojos vio cómo un plácido hombre recostaba la cabeza en una pradera inverosímil y que las letras perseguidoras ya habían desaparecido de la pantalla. Supo que en esa desaparición el mensaje había quedado forjado en su mente. Lo que resultaba necesario ahora era traducirlo.

Como un resorte se levantó de la cama. Se mostró afanoso pero en su rostro estaba el convencimiento de que tendría la respuesta. Así, en el mero movimiento de abrir las páginas de un libro, entró en un laberinto de significados: Mors: Muerte. Principium: Principio. Est: Es.

Pueden ustedes adivinar que sólo Ícaro se había sentido tan perdido. Pero no en el laberinto, de allí había salido airoso. Fue al recibir la luz que no iluminó sino que encegueció. En la búsqueda del sentido se encontró sobrecogido. No comprendía porqué era él el destinatario de tal mensaje. Aun cuando trató de darle coherencia al conjunto de los tres términos, se halló por fuera de él. “La Muerte Es el Principio”. ¿Qué tenía que ver eso con él?, y además, ¿por qué se sentía feliz cuando estaba perdido en el laberinto?

Ya es hora de ducharse, le dijo el reloj al mirarlo. Para evadir las subsecuentes miradas inquisidoras planeó las otras actividades que debía hacer antes de salir. Cuando se reconoció preparado, cerró la puerta; todo lo que había hecho se quedó allí, en el mismo lugar. Por fortuna conservó las llaves. El mensaje sobre la mesa no mostró ningún tipo de apuro y permaneció inmóvil el resto de la tarde.

Otro era el ritmo de nuestro hombre, ya dos cuadras abajo lo esperaban un bus y su narrador. Cuando el primero se fue acercando, el otro levantaba la mano del papel, y él, caminando en dirección contraria, deseaba acortar el tiempo subiéndose un par de metros antes. Ya adentro y sin saber adónde ir, levantó su cabeza para detectar sigilosamente un puesto que lo mereciera. Recibió la devuelta y la contó empleando un escueto reconocimiento de relieves. Se sentó torciendo su cara con expresiones ambiguas. Trataba de hablar, de dirigir sus palabras hacia afuera, pero ellas se iban hacia adentro. Sí, pensaba. Pensaba sobre todo en las palabras.

Una señora, que estorbaba sentada al lado suyo, veía la indefinición de su gesto. Interrumpió la angustia que ya era generalizada y le preguntó: ¿Le pasa a usted algo? La boca no se pudo cerrar más y soltó un puñado de preocupadas letras: alguien me quiere decir algo, dijo. La señora, que parecía entender del sufrimiento humano, sonrió como el niño al reencontrarse con su juguete preferido. Sacó de su bolso de leopardo un pequeño panfletico con el paisaje de ese pasto inverosímil y ese señor plácido, habitado por la mayor cantidad de animales, unos sonreían y el resto los hacían sonreír. Alcanzó a leer el título: Un Nuevo Día.

La conjunción de tan utópica armonía lo obligó a las arcadas. Luego le reprochó a la cazadora de almas su creencia ciega. Se levantó y antes de que la señora le diese el panfleto, hundió el timbre.

El bus se detuvo a la vista del semáforo en rojo. Señor, señor, gritaba una voz reconocida desde el bus que ya arrancaba, obedeciendo al verde. El hombre, que ya cruzaba la calle, miró hacia la ventana desde donde se proferían los alaridos: recuerde que la muerte es sólo el principio. Cuando escuchó esto su cabeza retumbó causándole mareos. Tambalearon sus pies, que no fueron capaces de sostenerlo más allá de tres pasos borrachos, provocando el estrellón. Cayó en un abismo psíquico, tan profundo como las heridas que dejó el bus en su vientre al cambio del semáforo. Las miradas lanzadas desde una iglesia de garaje mostraban satisfacción y complacencia. La señora, llevando su bolso de leopardo de gancho, cerraba los ojos y decía en voz alta: la muerte es el principio de un nuevo día.

En la empresa, el lunes, todos comentaban la muerte de Ricardo Peláez mientras tomaban agua del dispensador. Concordaban en que Peláez era un buen empleado y las flores que le echaban no dejaban de caer. Aun así, la conversación se fue degradando hasta el debate sobre las nuevas labores adquiridas por la ausencia definitiva de un compañero. Y Peláez pasó de ser un contador ejemplar al cliente que anunciaba el letrero afuera de una funeraria.

La policía llegó a su casa para afinar la investigación. Uno de los practicantes encontró un sobre encima de la mesa. Sin dejarse ver de su superior, lo abre y ve un enigmático panfletico con un paisaje exageradamente bello y unas palabras que lo arrastran por la curiosidad y el extravío: Un Nuevo Día.

JUAN MANUEL GIRALDO.

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