domingo, 22 de noviembre de 2009

Avanzar hacia atrás.

http://www.youtube.com/watch?v=j0T1xPnJIyY

El oxímoron es un recurso vilipendiado por los amantes de la lógica, pero amado por los que sabemos que este mundo vilipendiado hace mucho que no es lógico.

Basta con pensar en la reacción de la FIFA ante la legítima petición de Irlanda de repetir el juego que perdió ante Francia gracias a un gol ilegítimo de Gallas, a pase de Henry, que había controlado el balón con la mano justo en la raya final. Me cuentan que hubo disturbios a la salida del Stade de France. Los irlandeses, que desde temprano deambulaban por el Barrio Latino con inmensos vasos de cerveza, debían tener la sangre caliente cuando se produjo la jugada que hoy divide a Francia entre la vergüenza y el escepticismo.

“Es un escándalo, una vergüenza con mayúsculas”, dijo indignado Thierry Roland, uno de los relatores de fútbol más conocidos en Francia. Pero esta señal de sensatez y justeza no es la pauta general en el país de los Derechos del Hombre. El propio Henry resolvió el dilema ético con un recurso de bandolero: “Fue mano, pero yo no soy el árbitro”. En caliente, la estrella del Arsenal y del Barcelona había celebrado el gol a rabiar, corriendo por todo el campo de juego, sumándole ridiculez a la estafa. Parecía un escolar celebrando a fin de año el fraude que le permitía pasar al grado siguiente. Y lo peor: se sienten genios haciendo trampa.

La cosa está de moda, y en todas las latitudes. En un país suramericano, esta actitud ha sido asumida por militares condecorados que hablan de su compromiso con la seguridad de los ciudadanos. Luego, como hacen las cámaras con Henry, se descubre que los enemigos que habían abatido eran civiles que desaparecían en sus lugares de origen y resultaban enterrados al otro lado del país como “muertos en combate”. Ya que hablamos de manos, cuentan que a uno de estos casos lo encontraron con un fusil en la mano derecha y sus familiares aseguraron que era zurdo. Y que tenía, además, Síndrome de Down. Y lo peor: se sienten genios haciendo trampa.

En fin, el que sí puso la mano que era fue Henry. Puso la izquierda, porque la derecha habría evidenciado el fraude. Y así pasó, para mi sorpresa, al día siguiente de la patética clasificación de los bleu: “El dirigente de derecha Philippe de Villiers pidió a Domenech (técnico de Francia) que manifieste ‘públicamente’ su pesar ante Irlanda”. La izquierda no entiende por qué, si finalmente se logró la clasificación, hay tanto escándalo: “Somos un país extraño donde inclusive cuando nos hemos calificado, debatimos y estamos tristes”, estimó el socialista Manuel Valls.

Las declaraciones oficiales de la FIFA, decía, son tal vez lo más vergonzoso del insuceso del miércoles pasado. A Irlanda le respondieron con una leguleyada que nada tiene que ver con el espíritu deportivo y que insulta la inteligencia de quienes vimos, en todo el planeta, la fraudulenta mano de Henry. “El resultado del partido no puede ser cambiado y el partido no puede volver a jugarse. Como se menciona claramente en las reglas del Juego, durante los partidos las decisiones son adoptadas por el árbitro y esas decisiones son definitivas”. Toda la tecnología, las cámaras de Alta Definición, los siete ángulos que se conocen de la jugada, no valen un centavo ante el pensamiento salvaje de artículos e incisos que esgrimen los ancianos de la FIFA. Si el fútbol es un espejo del mundo, no es extraño que esta utilización de las normas en favor del tramposo le procure condecoraciones a nuestros mandos militares. También en ese caso se conoce la verdad, pero se prefiere avanzar hacia atrás.

PABLO CUARTAS.


jueves, 19 de noviembre de 2009

El otro, el orejón.

Entre el arquero con cola, el recurrente gigante y el caricaturesco acéfalo, destaco este ser que con sus grandes orejas se provee de lecho y cobija. Los cronistas lo habrán visto pasearse por los libros de caballería y luego, con la imaginación que hace falta para llenar un nuevo mundo, se pudo avistar, tal cual, entre los extraños habitantes de América. Por optimista me quedaría entonces con el homo fanesius auritus, el orejón (sin armas, ni tamaño excesivo, de figura inofensiva y simpática), pero no se trata de ser optimista, simplemente ante la idea del desconocido, la imaginación de un hombre, atizada por sus prejuicios, se inclina a lo monstruoso, a lo grotesco.

No albergamos la idea del otro y lo poco que conozcamos está mucho más cerca de este ser desconocido que somos que de ese ser desconocido que es. No entiendo, con semejante tipo de premisa, cómo se sostienen las relaciones humanas. En el fondo somos abismos semejantes por lo complejos, pero inconciliables el uno con el otro. Intentar conocerlo es un caso perdido y no intentarlo es imposible. Al final, aunque el del frente es un ser esquivo, se hace necesario contemplarlo, ver cómo muta, considerarlo, reconocernos en el supuesto punto de semejanza que nos hace humanos, es decir, saber simplemente que existe otro abismo.

Podría entonces pasarse por alto la cuestión y en efecto no valer de nada este escrito, y cada nuevo día despertarnos al lado de ojalá una figura simpática y monstruosa, desabrigarnos todavía somnolientos de su oreja calurosa, sin hacerle daño, curiosear un poco en ella, acariciarla mientras despierta, decirle muy buenos días, darle un beso, caminar hacia el baño y ver al frente, en el espejo, el Gregor Samsa de turno.

CAMILO GIRALDO.

jueves, 12 de noviembre de 2009

V.

Medellín es un valle.

Un valle es una uvé. “V”. La misma letra con la que empieza la palabra “valle”.

En el vértice un río. En los costados “faldas”, como le decimos en Medellín a las lomas que con dolor en las pantorrillas sufre el que quiere subirlas.

La ciudad nace en el justo centro del río. Nacimiento inundado de sangre y de mierda que la corriente no termina nunca de llevarse hasta el mar.

Y mientras más lejos estés del río más lejos estás de la verdadera ciudad. Y más cerca de la guerra. La guerra –eso creía– viene de la parte de arriba de las montañas. De las comunas. Como el agua que corre después de la lluvia.

Nosotros vivíamos en un barrio cerca al río, cerca del mundo, a distancia prudente de la guerra. Sin embargo, a pocas cuadras, subiendo las faldas, comenzaban a verse los graffitis. “Milicias”. “Fuera sapos”. Siglas que ya no recuerdo. Lejos, muy lejos de mis pasos de niño.

Recuerdo, con terror, cuando los graffitis comenzaron a estar cada vez más cerca. La guerra se despeñaba por las laderas. Recuerdo las amenazas. Las letras “Milicias Urbanas” sobre el blanco de la esquina de mi casa. Y en las noticias bombas. Y en la noche el toque de queda. El desolado habitar de nuestro valle.

La noche que vi el letrero no pude dormir. Sentía botas que recorrían mi calle, mi casa, que llegaban a mi puerta. El eco traía hasta mis oídos ruido de ráfagas. Recuerdo que llovió. Llovió toda la noche. El agua corrió falda abajo.

Al final, y lo peor es que uno termina acostumbrándose, la violencia terminó por arrinconarnos a todos en el vértice, en el río, donde llega todo cuando llueve para ser arrojado a la nada del abandono y el olvido.

El vértice donde nace la uvé con la que comienza la palabra “violencia”, y que está en medio de la “M” de Medellín.

ESTEBAN GIRALDO.
FOTO: EL ESPECTADOR (LUIS BENAVIDES)

viernes, 6 de noviembre de 2009

El barrote.

No debió haber escuchado a Marcos con tanta atención, pero al advertir que le podría pasar lo mismo quiso adelantarse a los hechos.

- Se siente como si alguien te enterrara un barrote justo aquí –Marcos clavó un par de dedos en la boca de su estómago -, pero no termina, te atraviesa al otro lado, por la espalda, y se queda meses, años quizá.

Le pareció curiosa, tal vez chistosa, la descripción de su amigo, pero toda la noche sintió los dedos punzantes.

Llegó el día. Se negó a llevarla al aeropuerto; sólo fue a su casa y con un beso húmedo dio fin a la despedida. Caminó para disipar la amargura. Cuando volvió la cabeza por última vez sintió, muy agudos, los dos dedos. Se pasó la mano con miedo de tocar la zona afectada, se acercó lentamente a ella hasta que le pareció ridículo. Siguió hacia el paradero de buses; quería llegar a casa. No sólo la idea del barrote se hizo patente a pocos metros del bus, el dolor cruzaba ahora su espina dorsal y caminaba un poco inclinado, con esfuerzo. La gente lo miraba aterrorizada y se preguntó si sería conveniente subirse al bus cuando podría escandalizar al conglomerado con semejante herida, chuzar los niños con el barrote, golpear las viejas, atascarse en la máquina registradora. Un taxista paró sin que él hiciera señales, se sentó de medio lado en el carro con la idea de no estropear el espaldar.

Llegó a su casa. Viendo la lividez de su hijo y conociendo las razones, doña Doris preparó un suculento consomé de pollo. Lo encontró retorciéndose en su cama, sujetándose el estómago y el alma con los ojos cerrados, le ofreció el plato que fue rechazado… entonces lo dejó en el escritorio como un consuelo. Él estaba en posición fetal, de modo que el barrote no tocara la cama para evitar que la herida se abriera más o se lastimara. Miró inapetente el consomé. Cómo se le ocurría darle de comer siendo evidentes las circunstancias: ¡el hierro justo por donde pasaba la comida! Volvió para azuzarlo: que se comiera el consomé, que se iba a enfriar y que dejara la bobada –acariciando al joven herido con la mano que olía a pollo-. Comió en el borde de la cama, la primera cucharada tibia la sintió ardiente al pasar por el barrote, la segunda se le atoró antes de llegar pero logró digerirla embocando la tercera. Terminando el consomé ocurrió lo temido: con una mano en el barrote, sosteniéndolo; y la otra en la boca, conteniéndola, intentó inútilmente atinar en el retrete. Luego durmió.

Lo despertó la sangre a la altura del pecho y ni así pudo sobresaltarse. Se dirigía al baño con el amargo de la bilis todavía en la boca y un coágulo que rodeaba el hierro. Encontró la nota con la que constató que su vida no había terminado, que la vida continuaba: Hijo, tuve que salir. Limpias el retrete y las sabanas ensangrentadas.