Había pasado por todas las salas de espera de todos los hospitales, de todos los médicos. No obstante, seguía esa quietud en el sufrimiento. Esa pesadez hiriente que lo dejaba sin recuerdos y sin expectativas. Una cefalea sin origen y sin destino. El puñetero dolor de cabeza que no se le quitaba. Probó con masajes, paños, pepas, sexo, marihuana, litio. Lo probó todo, con la obediencia del condenado a muerte. Y no se le quitaba. Hasta que llegó Roque. Roque era una eminencia sin consultorio y sin títulos. Roque atendía a domicilio y llegó hasta la cama de la que hace veinte días no era capaz de levantarse. Roque llegó blanco y oliendo a limpio, cuando él ya no tenía esperanzas. Le molestó ese empecinamiento en la frustración, y la familiaridad del “doctor”, y lo gordo que era. Lo sano. Lo que más le chocó era lo sano que se veía Roque. Sin prestarle atención a sus lamentos, Roque le tocó el pelo. Sólo el pelo. Lo miró con una compasión beatífica y se fue cobrando y advirtiendo que volvería al otro día. Respire, dijo Roque en la puerta. Él respiró. Respiró. Y sucedió un milagro chueco. El dolor se retiró de la cresta sagital. Sólo de ahí. Sin embargo, era un alivio. Quiso agradecerle a Roque pero Roque ya se había ido, cobrando. De ese momento en adelante esperó a que Roque volviera. Y tal vez por eso creyó que el dolor en el frente, atrás y a los lados de la cabeza se había hecho más intenso. Insufrible. Exigió la presencia de Roque. Nadie le hizo caso. Vengándose aulló de dolor hasta que lo venció el sueño. Cuando despertó, si es que se puede despertar desde el dolor de cabeza, Roque lo estaba mirando. Sin decir nada volvió a tocarle el pelo. Respire, dijo Roque. Él respiró. Pudo sentir, pudo disfrutar que un peso arduo, humillante, se retiraba de la sutura coronal. Recordó que sabía todos esos nombres, con precisión quirúrgica, por los exámenes que le habían hecho hacerse, por los diagnósticos inciertos. Y ese era un avance: podía recordar. Esta vez sí alcanzó a agradecerle a Roque pero Roque se fue, cobrando, advirtiendo que volvería al otro día. Y al otro día Roque volvió. Él lo recibió con rabia porque sin duda el dolor se había hecho más intenso en el frontal, los parietales y el occipital, como si el mal fuera una masa que el “doctor” se conformara, mezquino, con redistribuir. Roque sonrió, tocándole el pelo. Esta vez llegó el alivio a la sutura lambdoidea. Qué nombre, pensó él, sin ganas de agradecerle a Roque que ya se iba, cobrando, diciendo mañana vuelvo.
Roque siguió partiéndole la cabeza, retirando el tormento por líneas, cercándolo, dividiéndolo sin quitarlo. Antes él tenía un dolor, contundente, pero uno. Ahora su cabeza es un lote partido en muchos dolores, que se pueden seguir cortando ad infinitum. Que Roque sigue parcelando –también mañana– con la paciencia del verdugo, cobrando. Sano y gordo, además.
ESTEBAN GIRALDO.
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