domingo, 28 de febrero de 2010

FIN


La telenovela Una encrucijada en el alma ha llegado a su fin. Luego de mil días de emisión permanente, de vívido suspenso, de intrigas y artimañas, se ha anunciado que el protagonista que deshojaba margaritas, con todo su elenco en pleno, deberá buscar sitio en otra producción. Pese a que una parte sensible de los televidentes quería ejercer su derecho a la opinión (“estamos en un Estado de opinión”, gritan), contra el deseo que muchos tenían de alargar la trama y darle al protagonista una segunda-segunda oportunidad, el viernes asistimos a una ceremonia solemne en la que un magistrado tan respetable como nervioso canceló sus esperanzas para siempre. Y todo porque los patrocinadores de este melodrama salieron con una chambonada que hoy nos dividen entre la risa, el llanto y la vergüenza.

Luego del bullicio, el fallo de la Corte Constitucional nos lanza una comprobación temeraria: con el desmontaje punto por punto de un proyecto con vicios de todo, recordamos una vez más en manos de quién estamos. En su arrogancia, en su ceguera, en su ineptitud, en su sordera, los uribistas presentaron un trabajo bajado de Internet como tesis doctoral. Ahora no hay dudas de que esa horda pintoresca, llena de émulos risibles y gente peligrosa, no estuvo a la altura de las circunstancias. Asistimos al clásico asesinato del padre, pero con una connotación bastante colombiana: la pelea a muerte por su herencia.

Pero queda la esperanza de que Uribe, desde cualquier trinchera, siga gobernando “en cuerpo ajeno”. Los que como Hamlet son candidatos a ser poseídos por el espíritu del padre, los que ya empezaron a adecuar su cuerpo para darle lugar en ellos, son los hijos beneficiarios de esta defunción inesperada. Son ellos los que bailan en silencio alrededor de su cadáver. Su estrategia está entre la adulación y la deslealtad, como es propio de los hijos predilectos. Pero otra es la suerte de los hijos más fieles: los que tratando de alargarle la vida precipitaron su muerte, los que en su amor anárquico e insobornable equivocaron los caminos para eternizarlo, sienten ahora que sus esfuerzos son vanos en un país que celebra en directo que la Corte siga siendo independiente.

Mis felicitaciones para el libretista chapucero de este culebrón: Luis Guillermo Giraldo, hombre torpe y confundido si los hay.

PABLO CUARTAS.

viernes, 26 de febrero de 2010

Hacer posible la maravilla

Malditos bastardos
Quentin Tarantino, 2009

Hay directores que uno quiere. Como a los hijos bobos o a los papás alcohólicos. Tarantino es uno de esos. Y tiene tanto de hijo bobo como de papá alcohólico. Es el hijo bobo del clásico cine gringo o peor –y lo digo sin más– de toda la historia del cine. El hijo bastardo, que nacionalizó la estética del videoclip y de los video juegos en lo más puro y duro del “séptimo arte”. Y pues bueno, el papá alcohólico y divertido de la serie de realizadores que vendrán después de él. El papá inimitable. En fin, todo esto para decir que salga con lo que salga Tarantino va a ser Tarantino; y sólo por eso me gusta.

Entonces Malditos bastardos me parece una genialidad. ¿Qué más podría decir? Pues que la película trata de una segunda guerra mundial disparatada, sangrienta y no por frívola menos entretenida. Que hizo bien Tarantino en adaptar ese guión de miniserie para ésta película, pero que haría bien en hacer la bendita miniserie completa. Que los diálogos… que las actrices… que el guión con esos deux ex machina, con esos saltos mortales inconcebibles pero redondos, coherentes… que la música… que las citas… que todo tan Tarantino.

Y soy perfectamente consciente de lo chocante que puede resultar una reseña en estos términos. Pero para qué me pongo a inventar si todos-queremos-tanto-a-Tarantino. Ese director siempre tan parecido a sí mismo, tan indoblegamente el mismo, pero por temas y referencias incontenible, dispar, esquizo… No sé… en fin.

Pensándolo mejor –es decir: echando todo lo dicho en la papelera de reciclaje– debería decir otra cosa. Lo mejor de Tarantino –y no es que esté reinventando la Coca-Cola– es que no se toma en serio la historia del cine. Le vale un bledo. Pero nadie mejor que él para ponerla en escena, para mostrar las costuras y los artificios. Para volver a hacer posible la maravilla (y enseñar en qué consiste la vaina).

ÓSCAR LACLAU

domingo, 21 de febrero de 2010

Biografías interesantes

Dice Richard Ford –uno de los padres del llamado “realismo sucio”– que Roberto Bolaño le parece un escritor sobrevalorado; que su auge obedece a que se trata de un escritor con una biografía interesante y a que, por supuesto, está muerto. Y que quede claro que no quiero y no me corresponde hacer una apología de ese capo ambiguo. ¿Pero qué escritor importante no ha tenido una “biografía interesante”? Y ni siquiera sería necesario hablar de escritores o de artistas: ¿qué famoso–pero famoso de verdad– ha carecidode una “biografía interesante”? Que alguien tire la primera piedra.

En serio, por más que busco, no encuentro.

Y no es que crea que una “biografía interesante” sea prerrequisito para decir o hacer cuatro, tres, dos, o bueno, una cosa que sea importante para el resto de los mortales. Creo que la vaina es al vesre (la expresión es de Cortázar). El destino de un hombre se convierte en una “biografía interesante” porque ha escrito Hamlet, En busca del tiempo perdido, Trilce o–ya puestos–El río del tiempo. O porque se inventó la teoría de la relatividad, o porque intentó y casi logra conquistar el mundo (y no hablo de Hitler, hablo de Jesús y su iglesia), o porque le salió bien un experimento que hoy llamamos cine. ¿Qué sería de un señor Samuel Langhorne Clemens, nacido en 1835, si no hubiera escrito la obra completa de Mark Twain? ¿Quién hablaría hoy de un burócrata llamado Franz Kafka si no fuera por Max Brod, su albacea? ¿Qué sería de Cristo sin el alcahueta de Pablo y el crédulo de Constantino? ¿Quiénes serían los hermanos Orvile y Wilbur Wright si se les hubiera caído el bicho todas las veces?

El punto es el siguiente: no todas las biografías son interesantesper se, pero pueden llegar a serlo. Imagínese usted, hasta Charles Manson o Garavito tienen una “biografía interesante”. Esto no quiere decir, obvio, que sólo los famosos tienen una “biografía interesante”, ni riesgos. Ahí está el ejemplo que da otro grande; las primeras palabras del dircurso con el que Saramago recibió el Premio Nobel fueron –si la memoria no me falla–: “El hombre más sabio que he conocido no sabía ni leer ni escribir”. Era su abuelo, y era sabio porque en invierno se acostaba con sus gallinas, para que no se le murieran de frío. El hombre en vida nunca fue famoso, ni ahora, pero solo ese detalle hace de su destino algo entrañable.

Ahora, si uno es famoso, por obligación, tiene una “biografía interesante”. Mucho más cuando es escritor. Retrospectivamente todos los destinos de todos los escritores importantes o famosos son materia de literatura. ¿O de cuál no? Veo a García Márquez aguantando hambre y esperando su chequecito de El Espectador en París, veo a Cervantes manco y en una celda, veo a Santa Teresa en su orgasmo con “una lanza de plata” que le atrevesaba el alma, veo a Conrad traficando armas y cagándose en todo, veo a Virginia Wolf casada y feminista y suicida, veo a Poe huérfano y alcoholizado, veo a Beckett como secretario de Joyce y como hampón después de haber tenido una cátedra en el Trinity College,veo a Germán Espinosa y paro la lista porque. Lo importante no es la vida tal y como fue, sino la mirada con la que es contada (la expresión casi es de García Márquez).

Querido Richard Ford, no descalifiqués la suerte que corre ese famoso escritor chileno tan en boga por por estos días (¿por esta década, por este siglo?), tu biografía, como la de tu amigo Carver y la de Shakira, es una “biografía interesante”, y por eso nadie tendrá derecho a descalificar cuentos tuyos como Bajo el radar, aunque te falte el moño que sin duda te pondrá la muerte (que será anunciada con pesar por todos los suplementos culturales de Estados Unidos y de Europa, lejano esté el día). Salí del engaño: “una biografía interesante” no esun punto salida –para el arte o para lo que sea–, se trata de un punto de llegada del que escapa el protagonista.

Ah, y por lo demás, tenés razón: tal vez Bolaño esté sobrevalorado.


Medellín, noviembre 24 de 2009.

ESTEBAN GIRALDO.

IMAGEN: FERNANDO VICENTE.

jueves, 18 de febrero de 2010

Palabras


En un libro simplemente bonito Erik Orsenna da cuenta de una enfermedad en las palabras; el uso y abuso del “te amo” desgasta la expresión hasta volverla un velo frio, escaso, diáfano, que no alcanza a abarcar lo que pretende nombrar. Entonces el enamorado, ya sin argumentos, cuelga su sentimiento de esas dos palabras que fatalmente anhelan en vano unos oídos crédulos.

La justicia dicta que el vástago de mi presidente se siente amenazado por una expresión en facebook que tontea entre miles (una hoja se cae en la selva y el rey león se mosquea). Al grupo creado por Nicolás Castro lo desaparecieron diligentemente a los 15 minutos de ser creado y en ese instante ya contaba con 15 miembros, un agente jurídico del FBI trabajando en su contra, y, posteriormente, con todo el andamiaje de los medios informando oportuno (por el triste lado contrario, un blog que ha derrochado palabras durante casi un año no logra que lo comenten… para bien o para mal). Miles de náufragos de la web intentan llamar la atención y afianzar su participación “democrática” vituperando y amenazando a diestra y siniestra, contra Berlusconi, contra Chávez, Contra Obama. Muchos de esos internautas se ahogan sin pena ni gloria porque lo que prolifera se devalúa, y otros son rescatados siendo la excepción que confirma la regla, derecho a la cárcel.

***

En contravía de la eterna preocupación sobre el fin del mundo, haciendo caso omiso de los cálculos científicos (y sabedor de mi ignorancia), sordo a las trompetas del apocalipsis, ciego a la destrucción inminente, indiferente e incólume a las producciones hollywoodenses, así, y en estos tiempos, me preocupa más la facilidad con que se usan las palabras que la llegada destructora o purificadora del fin. Asunto manido si se quiere, y preocupación tardía quizás.

CAMILO GIRALDO.

IMAGEN: FERNANDO VICENTE.

domingo, 14 de febrero de 2010

Serenata para dos incautos


Si todo iba bien esa noche nos tocaría en platea, lo bastante cerca como para distinguir los gestos ora concentrados ora distendidos de los músicos, y lo bastante lejos como para que las notas alcanzaran a solazarse en su individualidad de capricho exacto. Si todo iba bien esa noche besaría por primera vez a Adelaida; y por tanto mi soledad de perro ciego encontraría, nuevamente, un refugio que yo de entrada sabía esquivo, vacío. El teatro Metropolitano lleno de oídos y de señores gordos con tirantes que no veían nada pero que no se cansaban de manosear el programa; el lamentable programa que alguna señorita inútil había digitado como se escribe una receta de cocina, con errores tan inocentes como garrafales, haciendo de Beethoven un romántico improvisado y de la Academy Saint Martin in the Fields, la Academia San Martín de los Campos; nada raro en últimas.

Se desdice mucho de los diletantes que van a este tipo de eventos: gentes distrayendo su quejumbre en cosas que no entienden; y bien hecho. Adelaida y yo –sobre todo yo– éramos de esos. ¡Ay Adelaida, usted tan Piazzolla y yo tan María Dolores Pradera! Yo sólo quería besarla. Y entonces era grato saberme como un príncipe luego de la invitación no ya a la tumultuosa oscuridad de un cine, que igual me servía para sentir la tibieza de sus manos, tarántulas cojas, sino a la placidez roja y ladrillo de una audición con intermedio de vino caliente y, si todo iba bien –como no iba ir–, aplausos y ovaciones al final.

No había fumado de puro miedo. Bastante sé del mal aliento y de cierta adolescencia empedernida. Indiqué los asientos, esperé a que Adelaida pasara, casi tocándome, y casi pude olerla viendo la cadenita plateada con la que jugueteaban el pecho y los dedos. Luego me atreví a mirarla, sin pudor, y tuve muchas ganas de fumar. Pero nada. Sacos pasando y manos intentando abrirse paso hasta una butaca nunca cierta. Esperé un desespero de luces que no se apagaban y de señoras desubicadas, pero los dedos de Adelaida me enredaban en un tejido de piel y bisutería. Al fin fue la oscuridad y de inmediato la conciencia de que el aire acondicionado haría un contrapunto insufrible al programa que iba de Bach hasta Shostakovich. Me recosté en el hombro de Adelaida, en un acto de atrevimiento en los límites del lugar común y cierta tierna torpeza. Ella se acomodó, acoplando su hombro a mi oreja.

Cerré los ojos imaginando barbaridades hasta que comenzó la Suite en Do menor de Bach. Ese silencio y la respiración asmática del aire acondicionado y yo sin cigarrillos. El primer violín. Ruido de suelas, de dedos de los pies aprisionados en medias oscuras, de dientes aferrados con las uñas a un paladar cualquiera. Luego el chelo y la fiesta. Una risotada del piano. Los ojos brillantes de Adelaida. La concentración. El tiempo. El final. El aplauso al filo de derrapar en ovación. La certidumbre de estarse bien así, sin más. El golpe de hoja enfilando El archiduque. La viola y el segundo violín marchándose entre bravos. El primer estornudo, como un estornudo indistinto, dándole espacio a otra contracción de pulmón endeble. Y luego otro estornudo. Y luego otro más enfático, pidiendo silencio; que cesen los aplausos. Luego una suerte de ronquido desgranado. Luego otro estornudo, un conjunto de estornudos. Luego una risa. Y luego otro estornudo y otro y otro. Y luego otro. Y ya estábamos en pleno sabotaje de gargantas molestas. Concilio atrabiliario. Hasta los músicos comenzaron a toser, esperando que la flemática canción del público fuera rematada por una sonrisa y un nuevo aplauso y ahora sí Beethoven. Pero no; todo el mundo en apogeo alérgico. Todos menos Adelaida y yo. Ella me miró, risueña, y yo ya no escuchaba el siseo de los ductos de la ventilación. Adelaida alcanzó a reírse en silencio mientras yo bajaba la mirada, avergonzado por no sé cuál culpa. La caterva de tosedores alcanzaba ya una consistencia que parecía ensayada. Los músicos ya habían dejado, espantados, las tablas vacías. Cogí la mano de Adelaida en la carrera hacia la salida, ofendido por la respiración averiada de los asistentes. Ella no se resistió. Hasta la acomodadora que nos franqueó la salida estornudaba. No estamos huyendo, Adelaida, estamos curándonos en salud, le dije derrotado, sin saber qué más decir, bajando las escaleras que daban a la calle.

Abordamos un taxi. Dos cuadras adelante le pedí al taxista que parara: necesitaba comprar un cigarrillo. Me bajé, cerré la puerta y el taxi arrancó, a traición, mientras yo caminaba en dirección a una tienda. Alcancé a ver, al final, que Adelaida jugaba con su cadenita de plata.

ESTEBAN GIRALDO.

viernes, 12 de febrero de 2010

Moleskine | Idomeneo

Palais Garnier. Mercredi 20.01.2010. 19h30. Idomeneo. 2èmes loges de coté 13. Chaise – Visibilité réduite.

He corrido en vano. La acomodadora me conduce a mi lugar advirtiéndome que Idomeneo empezó hace dos minutos. La puerta del palco tiene un círculo de vidrio a la altura de nuestros ojos por el cual me indica la silla que me corresponde. Desde afuera sólo se ven las siluetas de espaldas de los que están adentro. Al fondo, iluminados por una luz cobriza, los balcones colmados de los palcos del lado contrario del teatro.

Entro. Estoy en una celda en penumbra. El escenario está dos pisos abajo, a la izquierda, y es su luz la que me permite reconocer un espejo y un perchero que interrumpen el terciopelo que cubre las paredes. Me quito el abrigo sofocado por el calor artificial de los espacios interiores en invierno, reconcentrado en esta celda que medirá un metro y medio de ancho por los seis o siete que hay entre la puerta y el balcón. Aunque ya sé cuál es mi lugar, permanezco de pie para ver la totalidad del escenario a mis pies: Ilia, princesa de Troya, canta recostada sobre la playa: Mi corazón esta dividido entre el miedo y el amor.

Tomo asiento. Delante de mí hay dos mujeres que se hablan al oído cada vez que Ilia canta un lamento nuevo. Han dispuesto sus sillas de manera que puedan acercarse libremente, de manera que puedan encontrarse en este rincón del Palacio Garnier. Una de ellas está al alcance de mi mano. Cuando se inclina hacia adelante para lograr entregar su secreto, el movimiento le descubre la parte baja de la espalda. Tiene el pelo rubio y rizado y mal atado con un palito chino que deja al desnudo su cuello perfecto. Las dos son emisarias de un mensaje que yo, desde atrás, al tanto de sus juegos, quisiera compartir con ellas. A veces, cuando se han dicho todo lo que se iban a decir por culpa de Ilia o de Idomeneo o de Electra, se muerden suavemente la oreja o pasan la lengua cerca del lugar donde el cuello se confunde con el pelo. Las manos hacen lo suyo clandestinamente mientras Idomeneo se pregunta si debe liberar a los prisioneros que tiene bajo su custodia. Juegos de manos en las cercanías de la cintura, en las rodillas, en los muslos, en el cuello. El destino de Creta se resuelve justo en el momento en que el secreto de estas dos mujeres ya no se sostiene más, en el que las promesas ya no dan espera, en el que los griegos de la antigüedad no alcanzarían a imaginar lo lejos que dos mujeres pueden llevar la ars erotica que ellos creyeron confiscar para siempre. En las proximidades del pecho, ya sin nada que perder, una mano atraviesa de lado a lado el cuerpo de la rubia. La caricia se traduce en un gemido leve que adivino en sus labios de perfil. La voz de la soprano clama cuando veo que sus manos se cruzan y sus bocas se encuentran a contraluz: ¿Cuánto me costará este silencio?

El calor aumenta en los estertores. El placer de estas dos mujeres se entremezcla con la música, con el lugar, con la escasa luz, con el universo entero. Abajo brama Neptuno mientras Ilia pide ser sacrificada. Las mujeres se siguen diciendo al oído cosas que a estas alturas ya no son promesas. Ni secretos. Desde este lugar mi visibilidad era reducida, como bien dice la boleta, pero suficiente para haber visto mi propio Idomeneo. Telón.

PABLO CUARTAS

jueves, 4 de febrero de 2010

Aburridos aplausos

Los abrazos rotos
Pedro Almodóvar, 2009

La verdad verdad escribo estas líneas porque debería tener algo que decir sobre esta película, por tratarse de una película de Almodóvar. Pero no se me ocurre nada. Serio.

Es como si desde La mala educación Almodóvar ya no fuera capaz de impresionar a nadie. Ni por bueno ni por malo. Es una marca registrada y ya está. Pero interés sumo no me parece que tenga mucho de aquí en más. Por supuesto, no lo digo con soberbia sino con tristeza, porque, claro, el manchego es buenísimo, pero ya aburre. Y porque, claro, un genio tendrá una o dos cosas importantes que decir, y cuando ya las ha dicho no le queda más que repetirse y repetirse. Porque sí, eso es Almodóvar, un genio al que por genio le sobrarán muchas películas. Y mientras más le sobren mejor, creo: va y le sale otra joya de las que es capaz y vea usted lo equivocados que estábamos.

Y Penélope… se hablará de Penélope Cruz. De lo bella, de lo deslumbrante, de lo buena actriz que ya no necesita demostrar que es. Lo mismo de siempre. Aplausos para Penélope.

La verdad verdad éstas son cosas requetesabidas. Y mejor no las digo, porque como dije al principio no tengo nada que decir. No se me ocurre nada. Serio.

OSCAR LACLAU