martes, 30 de septiembre de 2014

¿Última palabra?

Me aburrían tanto las preguntas fáciles y baratas que me paré de la cama y me fui. En la cocina, mientras mi cuerpo desnudo recibía el aliento frío de la nevera vacía, escuché, por fin, una pregunta interesante. ¿En qué año Muhammad Ali perdió su título mundial de boxeo contra Joe Frazer? ¿Ah? No tienes ayudas. ¿No? A. 1969. B. 1970. C. 1971. D. 1972. Al final supe que ella tenía la respuesta y yo, la verdad, no tenía ni puñetera idea. Desandando el camino hacia la habitación me dijo que era la C, 1971. Le pregunté entonces si también era amante del boxeo y me respondió que simplemente había visto la película hace poco. Por supuesto, era C, 1971. Veinte millones. La felicité quitándole la sábana y besándole el cuello mientras mi mano buscaba el rincón de su entrepierna. Me frenó y me pidió que le prestara atención al televisor donde Paulo Laserna Phillips anunciaba la próxima pregunta, por cincuenta millones. ¿Quién fue el único heredero de Carlomagno? Ni siquiera tuve que mirar las opciones. Luis el Piadoso, afirmé. ¿Última palabra? Sí, Paulo, le respondí a ella. Puse mi nuca sobre su ombligo, satisfecho, con cincuenta millones en el bolsillo. Me preguntó cómo sabía eso. Le respondí que me acordaba porque me lo había enseñado la profesora más bonita que había tenido en el colegio. Quise recordar el nombre pero no lo recordaba, no lo recordé, todavía no lo recuerdo. Vi los zapatos casi infantiles de esa profesora, las medias veladas, las piernas largas y blancas, la falda hasta la rodilla, la ceñida cohesión de la cintura, la camisa de botones apenas semiescotada, los desordenados lunares en el cuello, el rostro conmovedor, el cabello largo y rubio, esa juventud radiante e imposible para el niño que era yo entonces. Con algo de suerte, en ese momento hubiera podido recitar correctamente una línea de tiempo que comienza con la caída de Roma y llega hasta advenimiento del Sacro Imperio Romano Germánico porque se me revelaba sobre el verde de un tablero en la medida que la mano de esa profesora anónima y hermosa la escribía con tizas de colores. Contemplé la letra, cursiva, pulquérrima, de monja. No recuerdo el nombre, dije cuando ya el concursante había decidido retirarse con dignidad. Era muy joven, tendría tu edad, completé sin nada más qué decir. Ella apagó el televisor y comenzamos una faena en la que agotamos no sólo todo nuestro deseo sino el que alguna vez sentí por esa profesora inefable. Después, sobrevino el miedo. Y la culpa. Tuve la certeza desesperada de que mi cabeza atesoraba lo inútil y no lo importante. Supe que recordaría para siempre que Muhammad Ali perdió su título mundial de boxeo contra Joe Frazer en 1971 y que irremediablemente olvidaría el nombre de la mujer que tan amablemente me lo había enseñado.

ESTEBAN GIRALDO


martes, 16 de septiembre de 2014

Insomnio

Me cuenta el Mono, borracho, que su chica lo dejó por otro y que lo peor de la tristeza es que no descansa ni deja descansar. En las noches donde el despecho y el desprecio son más amargos le pasa que no puede dormir. Se le agotan las horas rumiando la impotencia y ella, la tristeza, febril, confecciona y vende todas sus celadas. El Mono ruega que caiga el sueño. Leer no le sirve. Ver cine menos. Arrullarse con el radio menos que menos. Tomar leche caliente con cilantro no le ayuda. Ha probado con pastillas pero tampoco funcionan. No tiene alientos para ponerse a hacer ejercicio hasta el desmayo. Avanza el Mono por ese animal oscuro que es la noche y ella, la noche, pasa como si fuera un perro sin olfato, anoréxico, y no se lo devora. Suplica el Mono entre ovejas y números poder descansar. O morir. Se disocia el cuerpo rendido por las horas y la mente que se enfanga destemplada, hirviente, incansable y con los ojos rojos en la malquerencia, el desconsuelo y la ineptitud. Aparece entonces el alba y el temblor de un cuerpo que agradece al menos que se haya acabado la víspera de un sueño que no llega. Se suceden, uno tras otro, más días así y el pobre Mono se la pasa rezando, pidiendo el milagro del reposo. Un día, tal vez cuando física y metafísicamente es imposible aguantar más, el Mono puede dormir. Duerme profundamente. Y sueña. Sueña con su chica, con que se reconcilian, con que tienen polvos hermosos y, finalmente, con que ella, su chica, lo vuelve a dejar por otro. Ahora el Mono tiene tanto miedo de soñar que, ya enajenado, le implora a Dios que no lo vuelva a dejar dormir nunca. Me trae el recorte de una noticia que salió hace unos días en el periódico. Dice que hay un vietnamita muy sano que no duerme hace treinta y nueve años. El Mono levanta el rostro del papel, borracho, y me cuenta que esa noticia es su única esperanza.

ESTEBAN GIRALDO