Se despertó con la resaca que fue previsible el día anterior y todavía con la angustia de no poder recordar el maldito nombre del personaje de Son de Mar. Todo empezó con una conversación banal y unos rones para lubricarla, que no fueron eficaces al cumplir su función justo en el momento en que su memoria hizo rechinar los engranajes para dejarlo ensimismado. Se atragantó su discurso, patinó inútilmente su recuerdo, perdió credibilidad, sufrió su interlocutor (cosa que no le importó), pero ante todo e increíblemente, se redujo su autoestima. ¿Cómo no podía recordar el nombre de la mujer irresistiblemente mediterránea de Ulises Adsuara, dechado implacable de erotismo, si era justamente uno de sus libros preferidos, si lo había releído, si lo había comprado y perdido y luego vuelto a comprar sólo por el temor a olvidarlo? ¿Cómo diablos se atrevía su memoria a dejar este asunto a un lado? No lo entendía, intentaba despreocuparse; dejar que por el mismo camino donde lo olvidó volviera el recuerdo a llenar el vacío. Pero era inevitable.
Ese mismo domingo no hizo nada diferente a lo que hacía los demás domingos, pero todo lo que hizo tuvo como telón de fondo el recuerdo perdido. Sería fácil detener la lectura, caminar hasta su habitación, mirar hacia ese rincón de su biblioteca -que no era pequeña-, coger el libro -sabía perfectamente donde estaba-, abrirlo en la página tres o cuatro, o quizás mirar la contraportada, echar un vistazo rápidamente hasta que lo encontrara: ¡Eureka! Pero no, no hacía ningún esfuerzo porque sabía que en cualquier momento el nombre se le dibujaría delante de los ojos sin ayuda del libro, ni de internet, ni de todas esas personas a quienes se lo había prestado, pues su cerebro trabajaba en ello aunque él no quisiese; esta actividad cerebral se había convertido en lo que decidió nombrar sin ánimo de cientificidad “un simple ejercicio de nemotecnia autómata”, que se resolvería a sí mismo. Esto lo tranquilizó. Leyó el periódico juiciosamente hasta la hora del almuerzo, de su hechura… y almorzó ojeando la revista que viene cada domingo en el periódico: leyó el horóscopo, miró los libros recomendados e hizo mentalmente una parte del pequeño crucigrama. La siesta de rigor vino acompañada de otro ejercicio de nemotecnia, este sí, un acto voluntario. Empezó por la “A”: Ana, Andrea, Amanda… luego la “B” Beatriz, Brenda, Bárbara. Se saltó algunas letras que no le decían nada y ya en su duermevela llegó a la “M”, entonces algo se iluminó. Abrió sus ojos y repasó mentalmente: Martina, Manuela, Magdalena, Margarita, pero su memoria no hacía caso a ninguno de esos nombres. Ma… me… mi, mo, mu, modulaba inconscientemente hasta que se dio cuenta de su estupidez. Sé durmió entonces arrullado por una M larga.
No supo cuánto tiempo pasó pero seguro no fue más de una hora. Lo despertó el teléfono.
-Eh, Carlos, ¿mucho guayabo?
-Qué más Jose…
-Seguro ya te acordaste del jodido nombre, ¿no?
Volvió a sentir la M larga y el deseo de que un nombre saliera naturalmente de su boca. Se demoró en contestar.
-Eh… no, no me acuerdo todavía.
-Bueno, no es grave –dijo entre risas-. Mira, justamente hoy me pidieron un artículo y se me ocurrió que de tanto parloteo de ayer podría surgir algo interesante. Pensé inmediatamente en que me podías ayudar y, a la vez, ganarte algunos pesos.
-Tranquilo, algo intentaré escribir.
-Para el miércoles es tarde.
Era Jose, el que nunca parecía terminar de hablar, el mismo que ayer, tras su petición, aguantó en silencio para que se acordara del nombre, y quien escuchó con atención admirable todo su discurso inconexo sobre el erotismo, tema que últimamente había ocupado la mente de Carlos. Amigo de infancia que ahora tenía en conjunto con otros tipos una revista literaria que estaba levantando vuelo (situación envidiable en estos tiempos para cualquier intento de imprenta) y en la que Carlos ya había escrito un par de veces sin dejar de recibir algunas loas de mediana importancia. Escribiría, seguro le vendrían bien esos pesos.
Intentó dormirse de nuevo y otra vez la M prolongada, otra vez Manuela, otra vez Margarita y Magdalena… su memoria burló el ejercicio y sacó de su interior el nombre de Dolores con el mismo efecto luminoso que provocó, horas atrás, la letra M (que ahora no significaba absolutamente nada). Fue justo en ese momento cuando sintió, por primera vez, que nunca lo iba a recordar por sí mismo. Lo atormentó tanto la idea que quiso ponerse de pie, caminar hasta su habitación, mirar aquel rincón de la biblioteca, coger el libro, abrirlo por la página tres o cuatro, mirar quizás en la contraportada, echar un vistazo rápidamente y encontrarlo. Se contrarió al instante haciendo valer su esfuerzo nemotécnico de casi todo un día, y su voluntad se destinó a repasar insistentemente el ABC, pues no era razonable con sus esfuerzos una solución tan simple. Aquel nombre que le dio tanta luz se quedó justo ahí para no dejarlo dormir. Se decía: Ulises Adsuara y Dolores, Ulises Adsuara y Magdalena, Manuel Vicent, Son de mar, Ulises Adsuara y… Dolores. Se paró de un golpe, caminó hasta su habitación, miró aquel rincón y nada vio, miró los otros rincones y nada vio, repasó con el dedo uno a uno los libros y… nada vio. Turbado por la pérdida buscó durante tres horas hasta en los lugares nunca mirados de su casa, repasó sistemáticamente tres veces la biblioteca, volcó cajones y perdió la paciencia. Llamó a todas y cada una de las personas que quizás por olvido (él lo entendía bien) no se lo habían devuelto. La última llamada y quizás la más esperanzadora la tendría que hacer al otro día, pues su ex-suegra debía estar ya dormida. Como si fuera poco para su memoria tanto nombre inútil, repasó, en su cama, con el mismo esmero aunque con igual resultado, todos los posibles tenedores, repitiendo aquellos con los que ya había consultado telefónicamente. Esa noche no contó ovejas como de pequeño, sí contó y redundó en nombres y caras.
Se despertó y Dolores no dudó en volver, o quizás se quedó ahí mientras dormía. Entonces levantó el teléfono, marcó el número y Carolina contestó con voz dormida.
-¿Aló?
-Hola Caro, ¿te desperté?
-No, no… pero ¿para qué me llamas? ¿No querías pues alejarte del todo?
-Bueno… no me demoro –y en verdad solo le importaba el libro- ¿tú me tienes Son de mar?
-Te lo entregué apenas terminamos… y aunque lo tuviera no hay forma de devolvértelo; tú no me quieres volver a ver y eso complica las cosas.
-No es del todo así Caro -y ya desesperado aceleró – ¿lo tienes o no?
-Es verdad que yo ya no te importo pero también es seguro Carlos, te lo juro, que no quiero volverte a ver. Siempre fuiste así conmigo, justo cuando yo…
Cuando tenía una idea clara de que Carolina no tenía el libro o que si lo tenía no la volvería a ver, Carlos colgó dejando al otro lado de la línea las palabras quebradas por los sollozos que estaba harto de escuchar. Se le ocurrió lo que en ese momento calificó como la decisión más racional: lo compraría de nuevo; no sólo para mirar el nombre (sabía muy bien que sería exagerado), sino que pensaba en lo que debía escribir para la revista y francamente no concebía un escrito sobre el erotismo pasando por alto a Manuel Vicent y a su Dolores… o como quiera que se llamase aquella mujer. Lo compraría y lo hojearía (lo releería de cabo a rabo si alcanzaba), pasando gozoso sus ojos por aquel nombre, por cada una de sus letras, modulando impetuosamente en la “M” si era una “M” o en la “D” si así lo era, sin dejar escapar su sonoridad y redescubriéndolo cada vez que apareciera. No podía disimular su sonrisa tan solo con imaginar el momento en que se dibujara el nombre por primera vez ante sus ojos y al pensar en ello simplemente no veía otra solución más satisfactoria que ir a la librería. Sí, lo compraría hoy mismo si no fuera lunes festivo.
¡Cuánto tiempo le tomaba escribir! En la tarde, comenzó a indagar y recordar algunos datos sobre el tema. Su interés, en principio, apuntaba a los escritores contemporáneos aunque siempre creyó necesario echar mano de los clásicos para luego, en un subtítulo distinguido, terminar gloriosamente con la referencia a Son de mar. No indagó a fondo la bibliografía de Manuel Vicent por miedo de encontrarse con aquel nombre, hallarlo así sin más no tendría sentido. Cualquier otra forma de redescubrir el nombre lo dejaría con la sensación de ser derrotado por su memoria (algo le tendría que costar a esa traidora). Comenzó a tantear algunas frases y a estructurar el texto, escribía paciente y matemáticamente; cada palabra en su sitio, las ideas bien desarrolladas tomándolas una a una con el orden establecido previamente, cada intento de párrafo un sistema, y así apenas lograba avanzar, era una cuestión más de pinzas y bisturí que de bolígrafos, papeles y ordenadores. Entrada la noche encendió la lámpara y un cigarro, faltaba luz. No iba ni siquiera en la mitad y aún no se asomaba el referente principal, aunque parecía bien escrito no veía cómo llegar a buen puerto, era urgente encontrar el libro y por lo menos hojearlo (ya que no alcanzaba a releerlo), tomar nota de algunas ideas y poder entregar a tiempo. Pasada media hora más frente a la pantalla sin tocar ni una sola tecla Carlos iba a encender otro cigarro pero sonó el teléfono.
-Carlos…
-Jose, ¿cómo estás?
-Bien hombre, ¿cómo va lo nuestro, ya está listo?
-No, no. Apenas me dijiste ayer y…
-Es verdad –dijo José entre risas- pero… ¿va bien?
-He tenido ciertos problemas pero… aquí estoy trabajando.
-¿Qué tipo de problemas?
- Mh… mira –Carlos encendió el cigarrillo- no encuentro mi libro Son de mar y se me hace que es indispensable para continuar. No sé si será una obsesión que tengo con Manuel Vicent pero, como te dije el otro día, me parece que no sé escribir de erotismo sin mencionarlo –Carlos dio una calada e hizo un pausa profunda, cuando su interlocutor intentaba responder continuó-, además todavía no recuerdo el maldito nombre y eso, para decirte la verdad, no me ha ayudado mucho a estar tranquilo. Mañana, mañana salgo temprano, compro el libro, leo algunos pasajes y te envío el escrito el miércoles como habíamos quedado.
-¿Pero qué dices? ¿Mi revista tendría que esperar a que tú y tu memoria resuelvan los problemas? –y sin dejarlo responder- ¿Acaso no existe internet ni nadie que lo sepa?
-Pero no entiendes que…
-Carlos, si el miércoles antes del medio día no tengo el escrito en mi e-mail… ¿sabes lo que es un e-mail? –preguntó irónicamente sin esperar respuesta-. Si no tengo ese jodido escrito a esas horas ya no te preocupes de escribir más para nosotros. Hasta el miércoles.
Carlos dio una última y larga calada mientras ponía el teléfono sobre la base. Volvió al ordenador y releyó lo poco que había escrito. Mañana después de comprar el libro terminaría, por ahora sólo quería descansar.
Pasó en vela hasta las tres de la mañana porque su pensamiento intercalaba emes prolongadas, Dolores, incontables nombres, la pérdida del libro y la pérdida inminente de un amigo si no tenía el texto para el miércoles temprano. Logró dormirse hasta que a las siete de la mañana sonó el timbre de la puerta, que volvió a sonar con más insistencia a las siete y un minuto y que fue insoportable a las siete y cinco. Aletargado se levantó pensando en quien podría ser sin dar con una respuesta, entonces abrió para descubrir delante de sí a Carolina, su bolso y su fina figura.
-Hola Carlos, ¿encontraste el libro?
-Pasa, pasa –dijo peinándose un poco-. ¿Qué sucede? ¿Quieres tomar algo?
-Bueno, un café. No, en realidad no sucede nada… quería simplemente saludarte –y posó su cuerpo liviano e irresistible en el sofá.
-¿Saludarme un martes a las siete de la mañana? ¿No te parece algo extraño? –con voz alta mientras servía el café-. ¿Y tu trabajo?
-¿Extraño? Fui tu novia durante seis años, me parece lógico que venga a visitarte de vez en cuando –dijo acercándose a la cocina y soltándose el cabello- ¿Quieres que me vaya?
-No, está bien –alcanzó a modular cuando Carolina tomó el azúcar de su mano para ponerlo otra vez en la pequeña mesa contra la que ya se hallaba Carlos aprisionado, y con una mano ajena debajo del pantalón de su pijama.
-Mi trabajo bien, hoy me tomé una hora para verte porque…
Se besaron a boca abierta y lengua profunda, de ahí en adelante ninguno pronunció palabra salvo cuando Carolina, con la respiración agitada, se hizo entender para que Carlos quitara el azúcar de la mesita. Cayó primero el pijama y no tuvo que esperar mucho para ver caer el vestido. Arriba, en la mesita, las manos sabían, después de seis años de aprendizaje, por donde debían tocar, los dientes sabían en donde podían morder, las lenguas donde lamer, y cada parte de su cuerpo recordaba cómo reaccionar conservando los mismos resultados de la primera vez. El supuesto lecho no fue suficiente para los cuerpos desbordados, se posaron entonces, uno sobre el otro, en las baldosas de la cocina que justo al final Carolina supo calentar con su espalda sudorosa y agotada. Pasado el sopor sin todavía pronunciar palabra Carlos se levantó y bebió un poco del tinto sin azúcar, y ofreciéndolo a Carolina rompió el silencio.
-Está frio.
-No importa –e incorporándose añadió-, ¿me prestas el azúcar?
-Debo salir a comprar el libro.
-¿Es urgente? –Carolina percibió un gesto ambiguo en Carlos-, ¿seguro que lo buscaste bien?
-Eso creo.
Carolina emprendió la búsqueda totalmente desnuda, merodeó por la sala donde no había mucho por hurgar y con Carlos detrás llegó hasta la habitación, miró en vano el rincón de la biblioteca donde solía estar y luego se dio a la tarea de mirar libro por libro.
-Ahí ya revisé –dijo Carlos.
-¿Y miraste detrás de los libros?
Cómo no se le había ocurrido, había estado durante dos días enceguecido por la obsesión. Metió la mano por encima de los libros y la pasó por detrás encontrando toda suerte de objetos: escritos adolescentes, separadores, un paquete con tres cigarros y dos libros que se habían escondido para nunca más ser leídos: Superwoobinda de Aldo Nove y Se busca una mujer de Bukowski. Al ojearlos creció su nostalgia por aquellas lecturas tempranas impregnadas de la rudeza que hace leer, si no a escondidas, por lo menos en privado. Los reubicó en su respectivo espacio, se sentó en su cama y paró de buscar. El cuerpo de Carolina seguía igual de atractivo, parecía que no quisiera ni fuera a ceder un poro de juventud, igual de tenso, la piel trigueña y suave, todo tierno y lozano sin manchas ni sombras discordantes. El cabello parecía estar a gusto en sus hombros pero aún así, ella, con un movimiento intuitivo, lo posó sobre sus orejas y desencadenó, sin saberlo, una conmoción visceral en Carlos.
-Caro, ya deja de buscar. Seguro que ahí no está.
-¿Entonces vas a comprarlo? ¿Te vas ya? –dijo acercándose con dos libros en la mano.
-Eso creo, a menos que… –Carlos tomó los libros y los puso sobre la cama.
Carolina se dejó llevar frágilmente hasta las piernas de Carlos, otra vez todos los sentidos se aplicarían a la tarea de recordar. Ahora más cómodos, sobre la cama de donde cayeron lejos dos libros, Carolina y Carlos empezaron a sentir la monotonía fatigante, el ritmo preciso e insoportablemente perfecto, ahora el recuerdo parecía limitarse a los últimos encuentros. Antes de detenerse Carlos pensó en volver a las baldosas frías, buscar una silla incómoda, sin espaldar, quizás un taburete; no, taburetes no tiene, volver al suelo, el baño -un clisé-, un escritorio repleto de libros; sí, el escritorio… y justo cuando sintió el impulso de desplazar a Carolina ella interrumpió.
-¿Qué te pasa? –hizo una pausa para liberarse de Carlos.
-No, no pasa nada –las diez treinta y cuatro, estaba demasiado tarde; tendría que salir ahora mismo-. Obviamente las cosas no son como antes y estos encuentros no me convienen –no eran esas las palabras que estaba buscando pero al parecer eran una buena excusa para escaquearse rápidamente y salir a buscar el libro.
-Pero si hemos estado bien, ¿no te parece?
-Vístete Caro, necesito estar sólo –ahora sí, con esta sentencia dramática sintió atinar a la excusa perfecta, y si no pues no importaba. Carolina ahora se vestía.
-A la mierda –se escuchó el grito seguido de un portazo que hizo temblar las ventanas de su cuarto mientras se ponía un jean. Diez cuarenta y tres. El desayuno, once en punto… y salió.
Regresó a la casa cerca de las tres de la tarde cargando una bolsa todavía cerrada, no fue difícil encontrar el libro y hubiese tomado menos tiempo si en vez de enrutarse por la vía regional como lo hizo, hubiera tomado la oriental; todo por evitar a todas las amigas de Carolina que solían almorzar juntas en un pequeño restaurante justo al lado del semáforo y al frente de la oficina, hablando más que comiendo, y sin obviar ni un solo detalle de todo aquel que pasara. Entonces tomó la regional norte-sur para ir primero a la librería Real donde no quedaba ni un solo ejemplar de Son de mar, aunque “el sistema” decía que había uno, y como “el sistema” no miente lo buscaron durante media hora o cuarenta minutos, libro por libro, iban y volvían de los estantes al ordenador, hurgaban otras secciones: literatura infantil, volvían frustrados. Carlos dijo que buscaran detrás de los libros pues muchas veces se escondían ahí (lo que le pareció brillantisimo al muchacho de la librería) pero tampoco estaba, y al final, todas las caras en una mezcla de vergüenza y asombro reconocieron que “el sistema” se había equivocado y tendrían que llamar al técnico urgente. Con un mal presagio se devolvió hacia el centro por la Oriental, a la librería Última Página donde debió haber ido directamente. Entró, pidió el libro, buscaron en el sistema, luego en los estantes, pagó sesenta y ocho mil pesos y se lo entregaron dentro de una bolsa grapada junto con el recibo de caja. Le devolvieron treinta y dos mil y le agradecieron por la compra. No abrió la bolsa durante el trayecto, pasó por la oficina de Carolina con la certeza de que el almuerzo ya había pasado.
En su casa, sin descargar las llaves, abrió la bolsa y sacó el libro, ni un nombre en la contraportada. Comenzó la lectura: “El cuerpo de Ulises Adsuara apareció flotando en la bahía un domingo de agosto a las dos de la tarde cuando la playa estaba llena de gente”. Continuó, todavía de pie. Cuan agradable era leer Son de mar, no sintió ningún afán de buscar el nombre y encontrarlo de golpe, en verdad disfrutaba la lectura como la primera vez, las páginas pasaban con natural fluidez, una tras otra como olas de mar… y en la número doce apareció el nombre, satisfecho releyó en voz alta, para nadie, para él: “Mientras Ulises naufragaba Martina estaba friendo aquel domingo aciago esas patatas que tanto gustaban a su marido…”. Martina, repitió. ¿Acaso no había recorrido todos los nombres por la M? Sí, claro, quizás el nombre había aparecido en la lista pero no le dijo absolutamente nada, o quizás se le había escapado, ¿y Dolores? ¿De dónde salió? Esbozó una sonrisa, cuál Dolores… Ahora no importaba, ya estaba tranquilo, nunca más se le olvidaría, nunca.
Revisó lo que llevaba, en realidad no había escrito mucho pero por lo menos ahora podía concentrarse sólo en ello. Extrajo algunos párrafos del libro, los leía con atención, los señalaba, los separaba de modo que cuando los fuera a utilizar los pudiera encontrar fácilmente, pero esta tarea le tomó mucho más tiempo del previsto y le dieron las ocho de la noche sin todavía añadir una línea al texto. La entrega era al otro día y tenía sueño. Recordó que no había dormido sino cuatro horas y que lo que había comido se limitaba a lo que logró prepararse antes de salir, pero no tenía hambre. Se armó de tinto y cigarrillo para volver a escribir, concluir con la idea aún vaga de los clásicos y los demás para llegar, quizás en un subtítulo inmenso, a Ulises Adsuara y Martina. Tecleaba sin cesar, no pensaba en absoluto, veía los caracteres que iban apareciendo uno a uno sobre la pantalla sin tener voluntad alguna sobre ellos, sin entenderlos. Un par de horas más tarde el cuello perdió fuerza y dejó caer la cabeza hacia delante. El movimiento brusco lo despertó y se incorporó, mojó su cara con agua fría y volvió. De nada valió, su cabeza cayó hacia atrás sobre la silla y se ahogó en un sueño profundo. Sólo la luz del sol logró despertarlo.
Dos malditos párrafos mal redactados, sólo dos párrafos después del subtítulo implacable que con tanto esmero formuló; redacción sin pies ni cabeza, no lograba entenderlos, reacomodó algunas comas por no borrarlos, podía jurar que él no los había escrito y a la vez, viendo lo mal que estaban, cualquiera podría creerlo. Escribía ahora sin parpadear, haciendo caso omiso de los errores y lagunas del texto, martillando el teclado mientras su cabeza dictaba. Su escrito era horrible y aun así seguía en la tarea, debía entregar a medio día. Aludía al texto de la manera más vulgar: Ulises, referido sólo en cinco líneas, resultaba un personaje simplón, y de lo erótico de Martina se podía ver sólo un trazo confuso. Releyó pero casi le daba asco su escrito, faltaban diez minutos, corregía y aparecían más errores, miraba las notas, pasaba el tiempo… encendió un cigarrillo y se quedó mirando la pantalla sin escribir, ni leer. No podía más.
Terminó el cigarrillo y borró todo lo escrito, entró al correo y con la fecha del lunes un mensaje de Jose en su pantalla:
Asunto: Carlos, esto es un e-mail.
Y al leerlo quiso modular impetuosamente en la M para dejar desgarrar de su boca el resto del nombre que nunca más iba a olvidar.
CAMILO GIRALDO.
IMAGEN: MARTINA, EN LA PELÍCULA DE BIGAS LUNA.
Magistral Cañas, sencillamente magistral, necesitamos más de estos para la revista jejjee
ResponderBorrarGallardo,
ResponderBorrar¿No ves la pelotera de allí abajo por estar echando flores?
Digamos mentiras. Que es feo, soso, mal escrito. Y no jodamos más con esto.
Un abrazo.
milin, me gustó mucho este texto. Específicamente, por su relación con el recuerdo y todo lo que este tema dice para mí.
ResponderBorrar"ahora el recuerdo parecía limitarse a los últimos encuentros"...
Leido en tres etapas un jueves perdido en el calendario, resulto un muy buen experimento para simplemente dejarse llevar, disfrutar y al final descubrir que no se es más culto cuando se lee :)
ResponderBorrarFelicitations! tu n'a pas rien a envier a l'auteur tu m´a dit l´autre jour...j´ai oublié son nome!!!