lunes, 29 de diciembre de 2014

Añonuevos

Rumbo a la finca vio los añonuevos. Barridas, bajo un sol de justicia, alcanzó a reconocer las facciones de aserrín y marcador barato. Las patillas escurridas, las camisetas de publicidad política ya vencida, los zapatos inútiles que sostenían en el aire a esos espantapájaros festivos. Después, los nombres. A izquierda y derecha de la autopista se repetían los letreritos que nombraban a los muñecos que esa misma noche no serían más que fuegos de artificio. Araminta, Ricardo, Dolores, Juvenal, Melba. Y el último: Alfonso. Ese nombre: Alfonso. ¿Cuándo iba a olvidar ese nombre? O no, olvidarlo no, sabía que no podía, que no iba a poder olvidar ese nombre. ¿Pero al menos cuándo iba a dejar de dolerle? Sintió el impulso de frenar en seco y pedir que le vendieran a Alfonso, a condición de que se lo taquiaran de pólvora. O de dinamita. Sí, una tonelada de dinamita, eso quería. A ver si así explotaba la rejilla, el corsé invisible que hacía meses no la dejaba respirar como debía, que mantenía su vida palpitando entre un suspiro y otro. Alfonso. Si hubiera habido alguien acompañándola habría dicho que la expresión “despecho” había sido muy mal pensada, que lo que designa, en realidad, es la presencia insobornable de un dolor punzante e impreciso en el puro corazón. La rejilla, el corsé constriñendo fuerte entre las tetas y la espalda. Uno nunca siente más y peor el pecho que cuando está despechado. “Empechado”, debería decirse. Agradeció que el carro fuera vacío porque la soledad le ahorró ese patetismo. Y la lástima que hubiera producido. En cualquier caso no paró. Abrió la ventanilla y prendió un cigarrillo. 


Al llegar cumplió modélicamente con las convenciones. Saludó a la familia. Sostuvo conversaciones de cartilla con tíos y primos interesados en su futuro. Alabó el asado. Durmió a los sobrinos. Bailó con su hermano borracho. Esperó con paciencia de monja de clausura la media noche. Y nunca dejó de repetirse el nombre: Alfonso. 

Cuando tronaron las papeletas de los añonuevos y estallaron en el cielo los voladores que tiraban en las fincas cercanas, y llegaron los buenos deseos y las uvas y los abrazos, y sonaron las canciones que siempre suenan, fue hasta la alcoba que había sido suya de niña y cogió la única muñeca que conservaba. Y había conservado esa muñeca porque era la primera, su hija y su única amiga en aquellos tiempos, ya tan remotos. Después buscó en su bolso un lapicero. Le puso barba a la muñeca, le ensució los ojos con tinta negra e, inconforme con el resultado, dibujó unas gafas. Mejor, unas gafas como las de Alfonso. Como pudo la dejó calva. Tuvo cuidado de no rasgar la tela del vestido cuando escribió el nombre sobre el pecho de la muñeca. A falta de pólvora o de dinamita caminó hasta el cuarto de herramientas y bañó a la muñeca con gasolina. Salió y se aseguró de que nadie la viera. Prendió un cigarrillo. Miró a la muñeca y supo que ese juguete no tenía la culpa. Supo, también, que esa muñeca no era más un juguete. Esa muñeca ahora era Alfonso. Y él sí tenía la culpa. Dio otra calada. Sintió la rejilla, el corsé. Urticante, helado. Y maldijo. Se sentó en la hierba. Acercó el cabo del cigarrillo a la muñeca, a Alfonso que no tardó en encenderse, en derretirse con una llama pegajosa. A lo lejos seguían los fuegos de artificio y la música alegre. El plástico calcinado calentó sus manos en la oscuridad del año que nacía. No lloró.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 16 de diciembre de 2014

El peso del amor

Un encuentro imposible estremeció la adolescencia de muchos: «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico». Y sigue diciendo, el narrador, que ella, la Maga, no estaría en el puente. O sea: que perdió la ida. ¿O que la perdería? Como todo está en condicional… Eso le pasa por no poner citas precisas, escribir en papel blanco y apretar los tubos por cualquier parte. 

«¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts?», se pregunta luego, viendo que no estaba ahí la Maga, el narrador. ¡Pues qué más va a ser! ¡Nada! Estar por ahí vagando, sin ton ni son, esperando el encuentro casual. La educación sentimental de muchos empezó entonces con un desencuentro: el de un hombre buscando a una mujer que nunca se le apareció mágicamente, sin cita, por telepatía, en el Pont des Arts. Y siguió con la historia de un grupito de latinoamericanos varados en París, un niño con nombre de región de Francia y de queso de cabra, Rocamadour, y con una historia de amores truncados que se podía leer en orden o en desorden. Iluminados por esas primeras experiencias literarias, muchos encontraban a la Maga en corredores de colegios y universidades, recitaban de memoria las primeras líneas del relato, hablaban con soltura de ambas orillas del Sena y habían aprendido a decir y a repetir que el amor es un puente y que «un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado…». ¿Puentes Le Corbusier? Ni sostenidos de un sólo lado ni de los dos: no hizo ninguno. Esa referencia es la que no se sostiene. Se derrumba sola. 

Tampoco se sostienen ya los «pretiles de hierro» del Pont des Arts, por los que no se asomaría la Maga en aquél comienzo melancólico. Una noche de verano se fue al Sena un primer tramo del barandal, que cedió al peso de miles de candados que enamorados del mundo entero han ido engarzando a lado y lado de la pasarela, y cuyas llavecitas botan al río para que también, como el puente, quede contaminado de metal barato. Sellando el candado sellan un pacto, y botando las llaves se aseguran de que ninguno pueda huir de la jaula del amor. Eso dicen, palabras más, palabras menos, los que a falta de espacio en la baranda siguen poniendo sus candados sobre los candados de otros, en una mezcolanza de amor cobriza que tiene en grave riesgo de colapso a la estructura del puente. Entre eso y pasar a ver si uno se encuentra con la Maga por azar, francamente, prefiero lo segundo. De dos situaciones cursis, la menos estrepitosa. 

De los que ayer se estremecían con historias de Horacio, de Wong, de Gregorovius, los que antes deliraban con la espesura de aquellos diálogos solemnes, los que buscaron emular esas veladas de jazz en sus primeras noches de conquista, de todos ellos, muchos vienen hoy en peregrinación a poner sus candaditos. Y ellos, sumados a muchos otros que jamás conocieron a Oliveira, que nunca vieron «famas» ni «cronopios» pero supieron a tiempo de la existencia del Pont des Arts, han hecho que la masa de enamorados crezca desmedidamente año tras año, y que la masa informe de metal supere ya el millón de candados cerrados. Por eso, queriendo proteger el Pont des Arts de tanto amor, la alcaldesa de París mandó a cubrir las barandas con paneles de madera. Tercos, los enamorados corrieron a tomarse el Pont de l’Archevêché, detrás de Notre-Dame. Y como también ahí los candados ya infestaron las dos balaustradas completas, muchos fueron a tomarse la Passarelle Simone de Beauvoir, llamada así en honor a la filósofa de la libertad femenina. Candados cerrados en el puente de Simone de Beauvoir, defensora del amor libre…

Del rito se dice que nació en la Hungría del siglo XIX, donde soldados en fuga les dejaban de recuerdo un candado cerrado a sus amantes. Otros afirman que el fenómeno sí nació en Hungría, pero mucho tiempo después: hace unos treinta años, cuando las rejas de la sinagoga de Pécs se fueron llenando de cerrojos. Hoy, extendidos por varios puentes del mundo (el Ponte Vecchio de Florencia, el Hohenzollernbrücke de Colonia, el Brooklyn de Nueva York), los candaditos del amor son el esfuerzo cándido de fundar certezas en una época que no da ninguna, y que ofrece en cambio más libertad por menos seguridad. O un intento de enfrentar, mediante un símbolo obvio e ingenuo, los temores inducidos por lo que un sociólogo llamó «amor líquido», es decir ajeno a la «solidez» que prometían las instituciones tradicionales. Caída en descrédito, la imagen del amor para toda la vida cede lugar a la incertidumbre, la desconfianza y el miedo, sentimientos que estremecen hoy la experiencia amorosa de muchos. Pero como todo lo que es persiste en su ser, y como todos los enamorados quieren seguir enamorados, quizás sea mejor acostumbrarse a esta inútil tentativa de apresar lo que fluye y se va, como lo dijo para siempre Apollinaire: 

Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena
y así pasan también nuestros amores.
La certeza ya nunca me será ajena: 
el gozo viene siempre tras la pena

El amor se va como el agua que fluye
El amor se va… 

Viene la noche, suena la hora
Y los días se alejan
Y aquí me dejan

Pasan días y semanas
Y ni el tiempo pasado
ni los amores regresan
Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena…

PABLO CUARTAS

martes, 9 de diciembre de 2014

Lo fácil o difícil de la decisión

El hecho de que hubieras tomado la decisión de dejar de fumar el día antes de que te dejara, aunque lo pensé, no me iba a persuadir de hacerlo. Así fue, me dijiste dejé el cigarrillo y al otro día en la banca de siempre yo te dejé a ti. Recuerdo que dijiste con orgullo que lo dejabas de la manera más efectiva, esgrimiendo la consabida razón de que dejar el vicio es tan fácil (o tan difícil –digo yo–) como tomar cualquier otra decisión en la vida. Y pues sí, de acuerdo, tan fácil (o tan difícil –repito–) como seguir aguantando tu vida fumosa estancando la mía, o tanto como haberte dicho que ya no más, dejarte ahí en esa banca con tus ganas de fumar; o tanto así, también, como que te convenzas de no comprar el paquete de cigarrillos (sé que fue difícil), porque el hecho de que te deje un novio no es razón suficiente para volverte a enganchar, pensarías, pero con muchas ansias y la mano vacía. Tan fácil como dejarte así en la banca y decidir tomar un taxi para esfumarme, o tan difícil como fue haberte dejado yéndome a pie, lentamente, y tú mirando siempre mi espalda hacerse más pequeña y más pequeña, caer en punto ciego por la cantidad de gente, por los carros o la distancia. Me fui a pie, decidido como el paso del tiempo. Así se fueron sin más seis, siete meses sin tú llamarme ni yo llamarte, porque también es una decisión tan fácil (como difícil) tomar el teléfono o no. Más que extrañarte pensaba en cada decisión que tomaba y sí, cuánta razón, puede ser tan fácil como uno se lo proponga. Comencé a fumar.

Luego comencé a fumar en serio, casi un paquete diario. Y los probé todos: light, white, gold, fresh, frozen, pure, filtered y unfiltered, todos. Cada uno a bocanadas largas, hondas y decididas, como si alguna vez hubiese decidido matarme por los pulmones sin siquiera enterarme de lo fácil o difícil de la decisión tomada. Es que a veces resulta tan fácil... Así, sin haber decidido en ningún momento olvidarte, me acostumbré a tu ausencia. Y quién lo iba a creer: solo porque empecé a fumar, de repente, te volví a ver. Fue un día en el que decidí (si me permites llamar “decidir” a esa convicción sesgada, constante y eterna de los viciosos), en vez de pedir un servicio a domicilio de miserables dos mil pesos, salir a comprar los cigarrillos. Fui a la tienda de siempre aunque pude ir a otra, fui cuando atardecía, iba por la acera del sol, que pegaba suave y me abrigaba con una calidez mermada, justa, yo ya de vuelta con el cigarrillo echando humo… Y vos venías todavía lejos, por la acera del frente, en la sombra, pálida, friolenta y agarrada a tu cigarrillo. ¿Qué tan malas decisiones tomarías que se te veía así? ¿o tan inapropiadas que justo viniste a poner tu cara pálida enfrente? Una de tus decisiones era evidente: volviste a fumar, lo sabía (o decidiste nunca dejarlo), y yo, como dije, empecé a hacerlo avorazado, pero vos no tenías ni idea. El humo de este unfiltered se hubiera enlazado en lo alto del cielo con el tuyo, con el de tu light filtered, pero sentí vergüenza de que me vieras en tu vicio, del que tanto reproché, y de mostrarme ahora tan orgulloso de mí mismo tirando humo por la boca. Lo exhalé todo y me obligó la vergüenza a dejar caer el cigarrillo. Sin que me vieras, boté medio a la calle, a que se extinguiera todo: chispa, humo y ceniza en vano. Pasaste de largo y lamenté que no me hubieras visto viéndote fumar. Lamenté sobretodo no haberme fumado el cigarrillo todo entero. 

Con tanta decisión e indecisión implicada, lo que sucediera era inevitable y tan cierto como la certeza de que todas las aguas también van a encontrarse, allá en el mar; como la certeza de que todo se va al carajo y allí se encuentra inevitablemente todo con todo en un caos resultante de millones y millones de caos tan plurales como singulares y tan pequeños como inconmensurables. Era inevitable porque era la banca de siempre, pero evitable porque hace cuánto había dejado de serlo y era día tras día la banca de hace ya un tiempo. Tanto así que ni desde tu espera en la esquina mirabas a ver si estaba yo ahí sentado. Te vi desde lejos nuevamente, pero ahora no ibas de paso sino que esperabas con la paciencia que te daba aquel cigarrillo que habías acabado de comprar. Yo fumaba y te miraba, exhalaba señales de humo que no veías y que no podías entender pero que decían aquí estoy y mírame, mírame que te quiero saludar, y luego se perdían en arabescos temblorosos e ilegibles, para mezclarse con las tuyas en lo alto sin dar razón del uno o del otro, sin dar razón de nuestras ganas de vernos. Era entonces mi decisión de llenar o no esa espera que a la distancia se veía que era para mí, o la tuya de pensar o no, en ese momento, en que yo podía estar ahí en la banca, y mirar, decidirte a mirar. Era entonces nada más que te acordaras de nuestra banca y vinieras hasta aquí; que me arriesgara, por fácil o difícil que fuera, a ir hasta donde estabas… que nos tomáramos un tinto en aquella cafetería y desde allí ver cómo un tipo espera en una esquina a una mujer indecisa que no va a llegar, luego irnos de besos y bocanadas, servirnos del mismo cenicero, y no dejar que nuestros dos hilos indecisos de humo salgan de la habitación, hacer que se mezclen a la fuerza y para siempre. O tomarme el tinto solo, o quedarme en la banca de ya hace un tiempo viendo cómo el tipo te saluda y se va contigo, te lleva de la mano a un punto ciego entre la gente, entre el smog de los carros y el humo de este unfiltered, mezclándose todo con este aire que me intoxica inevitablemente.

CAMILO GIRALDO

lunes, 10 de noviembre de 2014

Desaparecido

Lucila Perea quiso escribir toda la historia en el cartel, pero no tenía las palabras. En el computador de un café internet escribió: “Juan González. Desaparecido”. Pidió que le ayudaran a poner la última foto que tenía de él en el centro de la página. Abajo puso un número de celular. Quiso poder escribir “Recompensa” pero no tenía el dinero para respaldar esa súplica. Con plata prestada imprimió todas las copias posibles y salió a pegarlas en todos los postes que pudo, hasta que ella misma comenzó a sentirse perdida, desaparecida.

Días después Juan González se vio en uno de esos carteles y, agradeciendo que Lucila Perea no tuviera palabras para escribir toda la historia, lo despegó del poste. Desde ese momento se vio en todos los postes y de todos los postes quitó los carteles. Siguiendo su rostro repitió el trayecto que ella había recorrido perdiéndose. Cuando sospechó que Lucila Perea había llorado poniendo los avisos que él quitaba, Juan González lloró. Lloró hasta que no quedaron más postes. 

Lucila Perea se dio cuenta de que los carteles ya no estaban. Con otra plata que no era de ella sacó más copias y las puso en los mismos postes. Juan González volvió a quitarlos. 

De ahí en más Lucila Perea no tuvo más oficio que poner esos avisos. Reiterar patológicamente esa, su última esperanza. De ahí en más Juan González no tuvo más oficio que quitarlos. Reiterar patológicamente esa, su última culpa. Repetir la historia en los mismos postes que, en la noche, por defecto, mal alumbraban esas tristezas incontables. E incontable es la última palabra en la que puede pensarse antes de detenerse enfrente de la evidencia indiscutible de la vergüenza. Y el dolor. 

Un día, mientras pega carteles Lucila Parea ve a Juan González quitándolos. Ambos están concentrados en los mismos postes. En todos esos postes. Sin que le importe, ella sigue pegándolos. Juan González la ve cinco, seis postes más adelante. Sin que le importe, él sigue quitándolos. Y así siguen todos los días, todas las noches, todos los meses, aplazando el encuentro, perdidos, desaparecido uno del otro porque atrás, y adelante, sigue toda esa historia que ninguno de los dos tiene palabras para contar. Menos reconstruir.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 20 de octubre de 2014

Domingo

Por el barrio La Soledad, en Bogotá, merodea una pandilla de travestis que atraca a los transeúntes. Le dicen a sus víctimas que si no entregan todo lo que llevan encima los contagian de sida con una jeringa. Si no fuera por el grotesco maquillaje y las pelucas pulguientas pasarían como desechables ejemplares, de cartilla. Gente temible y desagradable los integrantes de esta banda. En la mañana se concentran en la esquina de una pequeña clínica militar cercana a la calle 45. No sabría decir si esa ubicación obedece a que sus labores matutinas consisten en consolar a soldaditos convalecientes pero el caso es que por ahí se reúnen. Ya en la tarde se dispersan y hacen su trabajo más famoso. El modus operandi es bastante conocido. Se acercan al que tenga la mala fortuna de pasar por la acera por la que ellos pasan y le piden una moneda. En ese momento calculan cuánto miedo le producen al incauto y deciden si tendrá lugar el asalto. Si sí, se van detrás, sacan la jeringa, amenazan al temeroso y se le llevan todas las cositas. Las mujeres, jóvenes y asustadizas, son sus víctimas predilectas. Por una de ellas entiendo, de primera mano, que esta historia sórdida no obedece a la homofobia, porque bien se sabe que la diferencia causa miedo y el miedo genera exabruptos, sino a que se trata de ladrones a cabalidad, en efecto.

El domingo, a eso de las cinco de la tarde, a esa hora yerma en la que a todos nos dan ganas de no vivir más, de no querer enfrentarnos otra vez con una semana cuesta arriba, de suicidarnos sin dolor y sin escándalo, iba caminando yo por el Parkway. Encima nadie me esperaba en casa. Venía pensando en que tal vez nunca nadie volvería a esperarme en casa. En que la soledad no es un estado sino una condición. En que existe una relación directa, proporcional, entre la belleza, la amabilidad y la bondad de las mujeres, y la dificultad de gustarles. Y en que eso es apenas justo. Bobadas así venía diciéndome cuando vi que, desfilando por el sendero, venían dos comadres de la pandilla. El encuentro era inevitable y la pregunta no se hizo esperar. ¿Nos da una moneda?, dijeron en coro, forzando un tono femenino en la voz. Monedas no tenía, apenas unos billeticos baratos y raídos. ¿Cómo no va a tener?, dijo una de ellas, ya con voz de hombre. Quise decirles que siempre le había tenido mucho miedo a las jeringas, que no me hicieran nada, que se llevaran lo que quisieran. En cambio, mientras apretaba el paso, hice un gesto que indicaba que no, y que lamentaba mucho no tener monedas. Esperé que me cerraran el paso. Que llegara la amenaza. Que se consumara el atraco. Supe que accedería a lo que ellos me pidieran porque a esa hora bien poco me importaba todo. Me dejaron seguir mientras me miraban. Cuando casi no los veía escuché que uno de ellos me dijo usted-es-muy-bonito. Lo pronunció delicado y sin morbo, o quisiera recordarlo así. Después me mandó un beso sonoro. Sonreí. Me fui sintiendo que quizás valdría la pena una semana más. Y una tristeza infinita.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 30 de septiembre de 2014

¿Última palabra?

Me aburrían tanto las preguntas fáciles y baratas que me paré de la cama y me fui. En la cocina, mientras mi cuerpo desnudo recibía el aliento frío de la nevera vacía, escuché, por fin, una pregunta interesante. ¿En qué año Muhammad Ali perdió su título mundial de boxeo contra Joe Frazer? ¿Ah? No tienes ayudas. ¿No? A. 1969. B. 1970. C. 1971. D. 1972. Al final supe que ella tenía la respuesta y yo, la verdad, no tenía ni puñetera idea. Desandando el camino hacia la habitación me dijo que era la C, 1971. Le pregunté entonces si también era amante del boxeo y me respondió que simplemente había visto la película hace poco. Por supuesto, era C, 1971. Veinte millones. La felicité quitándole la sábana y besándole el cuello mientras mi mano buscaba el rincón de su entrepierna. Me frenó y me pidió que le prestara atención al televisor donde Paulo Laserna Phillips anunciaba la próxima pregunta, por cincuenta millones. ¿Quién fue el único heredero de Carlomagno? Ni siquiera tuve que mirar las opciones. Luis el Piadoso, afirmé. ¿Última palabra? Sí, Paulo, le respondí a ella. Puse mi nuca sobre su ombligo, satisfecho, con cincuenta millones en el bolsillo. Me preguntó cómo sabía eso. Le respondí que me acordaba porque me lo había enseñado la profesora más bonita que había tenido en el colegio. Quise recordar el nombre pero no lo recordaba, no lo recordé, todavía no lo recuerdo. Vi los zapatos casi infantiles de esa profesora, las medias veladas, las piernas largas y blancas, la falda hasta la rodilla, la ceñida cohesión de la cintura, la camisa de botones apenas semiescotada, los desordenados lunares en el cuello, el rostro conmovedor, el cabello largo y rubio, esa juventud radiante e imposible para el niño que era yo entonces. Con algo de suerte, en ese momento hubiera podido recitar correctamente una línea de tiempo que comienza con la caída de Roma y llega hasta advenimiento del Sacro Imperio Romano Germánico porque se me revelaba sobre el verde de un tablero en la medida que la mano de esa profesora anónima y hermosa la escribía con tizas de colores. Contemplé la letra, cursiva, pulquérrima, de monja. No recuerdo el nombre, dije cuando ya el concursante había decidido retirarse con dignidad. Era muy joven, tendría tu edad, completé sin nada más qué decir. Ella apagó el televisor y comenzamos una faena en la que agotamos no sólo todo nuestro deseo sino el que alguna vez sentí por esa profesora inefable. Después, sobrevino el miedo. Y la culpa. Tuve la certeza desesperada de que mi cabeza atesoraba lo inútil y no lo importante. Supe que recordaría para siempre que Muhammad Ali perdió su título mundial de boxeo contra Joe Frazer en 1971 y que irremediablemente olvidaría el nombre de la mujer que tan amablemente me lo había enseñado.

ESTEBAN GIRALDO


martes, 16 de septiembre de 2014

Insomnio

Me cuenta el Mono, borracho, que su chica lo dejó por otro y que lo peor de la tristeza es que no descansa ni deja descansar. En las noches donde el despecho y el desprecio son más amargos le pasa que no puede dormir. Se le agotan las horas rumiando la impotencia y ella, la tristeza, febril, confecciona y vende todas sus celadas. El Mono ruega que caiga el sueño. Leer no le sirve. Ver cine menos. Arrullarse con el radio menos que menos. Tomar leche caliente con cilantro no le ayuda. Ha probado con pastillas pero tampoco funcionan. No tiene alientos para ponerse a hacer ejercicio hasta el desmayo. Avanza el Mono por ese animal oscuro que es la noche y ella, la noche, pasa como si fuera un perro sin olfato, anoréxico, y no se lo devora. Suplica el Mono entre ovejas y números poder descansar. O morir. Se disocia el cuerpo rendido por las horas y la mente que se enfanga destemplada, hirviente, incansable y con los ojos rojos en la malquerencia, el desconsuelo y la ineptitud. Aparece entonces el alba y el temblor de un cuerpo que agradece al menos que se haya acabado la víspera de un sueño que no llega. Se suceden, uno tras otro, más días así y el pobre Mono se la pasa rezando, pidiendo el milagro del reposo. Un día, tal vez cuando física y metafísicamente es imposible aguantar más, el Mono puede dormir. Duerme profundamente. Y sueña. Sueña con su chica, con que se reconcilian, con que tienen polvos hermosos y, finalmente, con que ella, su chica, lo vuelve a dejar por otro. Ahora el Mono tiene tanto miedo de soñar que, ya enajenado, le implora a Dios que no lo vuelva a dejar dormir nunca. Me trae el recorte de una noticia que salió hace unos días en el periódico. Dice que hay un vietnamita muy sano que no duerme hace treinta y nueve años. El Mono levanta el rostro del papel, borracho, y me cuenta que esa noticia es su única esperanza.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 25 de agosto de 2014

La crisis

Madrid, España, junio de 2013

Yo no vi la crisis. Yo vi las calles y los balcones de Lavapiés, la alegría de los mercados senegaleses y chinos, los vestidos ligeros y la belleza solar de las mujeres, la generosidad de cada tapa y un cielo azul –apenas rasgado por la cola de aviones inalcanzables, inclusive para la mirada–. Yo no tenía cómo ver la crisis. España en crisis, comparada con Colombia, sigue siendo una superpotencia de trenes y bares en cada esquina. 

En uno de esos recorridos de asombro y de contento, terminamos en un restaurante cubano –perdón, no recuerdo el nombre– sito en la calle Huertas. Nos atendió un mesero dominicano, enredado en la carta y su acento inentendible. Pablo y Diony pidieron ropa vieja, Felipe y yo pedimos moros y cristianos. Deliciosos, abundantes. Sonó una canción de los Van Van y otra de Héctor Lavoe. Hacía un calor alérgico. Terminamos ahítos y llegó la cocinera cubana –cubanísima: hermosa– que había preparado los platos. Nos preguntó cómo nos habían parecido. Nosotros nos regamos en elogios. Qué sazón, qué manos, mujer. Alguno le preguntó por alguna receta concreta –perdón, no la recuerdo: se borran las letras de los libros no se le va olvidar a uno una memoria–. Ella, agradecida, comenzó a contarnos el itenerario azoroso, el destino, el sueño de décadas que la había puesto delante nuestro, ahí, artífice de nuestra barriga llena y nuestro corazón contento. Habló de muchos países y muchos pueblos, de muchos años y muchas noches, de una resistencia a prueba de imposibilidades y tristezas. Describió un milagro. Ella era un milagro. 

Bien vistos, los caminos que nos tenían a los cuatro colombianos, reunidos y amistados, ahí, también describen la trayectoria de un milagro, de varios milagros. Tal vez más modestos pero igual de afortunados. Eso fue lo que, sin saberlo, no nos cansamos de celebrar durante tres días.

Salí antes, a pagar. Lo menos que podía hacer era invitarlos. En la barra pedí la cuenta. Atendía el dueño, un español sesentón. Pagué con un billete de cien euros. El señor se quedó mirándolo, entre enternecido y ansioso, como quien mira un tesoro, como quien mira El Dorado puesto en el centro de Madrid. Creí que me iba a decir que no tenía devuelta –como si fuera un taxista bogotano– y casi alcancé a maldecirlo. En cambio, me miró y me dijo: usted no sabe hace cuánto no veía un billete de estos. Lo metió en su bolsillo y de un cajón bajo la barra sacó el cambio. Le pregunté por la crisis. Me hizo un recuento desganado de la imposibilidad de viajar a Cuba, como era su costumbre, unas cinco veces al año. Esquivó el tema de la falta de turistas o la corruptela política, no quiso hablar de Europa. Se puso a describir a su esposa cubana y yo supe que a ese hombre nunca se le acabaría la esperanza. 

En eso estaba cuando llegaron Pablo, Diony y Felipe. Empezaron a hablar de los cuadros en las paredes: allá Benny Moré, acá Celina y Reutilio, más allá las Hermanas Márquez, más acá el Sexteto Machín. Al señor se le iban los ojos, y la vida, por los marcos de esas fotografías. Nos ofreció un bajativo, cortesía de la casa. Cómo no, aceptamos. Sirvió cinco chupitos de pacharón. Brindamos. Alguien dijo –no sé si lo recuerdo o me lo invento, cursi, pero eso no importa: uno se la pasa inventando los recuerdos–: por Cuba, por España y por Colombia. Nos despedimos del dueño sesentón como se despide uno de un parcero. Salimos a empezarla o a seguirla –perdón, no me acuerdo, pero con seguridad no me lo invento–. 

Insisto, yo no vi la crisis. No tenía cómo verla.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 19 de agosto de 2014

Chococono en bicicleta

Feliza le da la siguiente instrucción a Harvey, su hijo: “ve rápido y compra seis huevos”. Al final de la orden, viendo en la cara de Harvey la pura ilusión, accede: “muchacho, y si te sobra, te compras el Chococono, ¡pero ve rápido!”. Los huevos eran para un rollo de carne que había vendido caro a una cachaca que se estaba quedando en el hotelito donde Feliza trabajaba. El Chococono obedecía a la solicitud que Harvey había hecho en todos los tonos desde hace, al menos, una semana. Aunque el muchacho se manejara bien o se rebelera siempre repitiendo que qué tanto era pedir un Chococono, Feliza no había tenido cómo dárselo. “Eso no alimenta”, le repetía en cada negativa. Sólo hasta ese día, gracias a la venta del rollo para el que necesitaba los huevos, pudo Feliza permitirse el lujo de ofrecerle a Harvey un Chococono en vez de un sencillo plato de comida.

Se va entonces Harvey en su vieja bicicleta, tal vez muy grande para su estatura, como una exhalación para la tienda. No levanta polvo por los caminos porque va muy rápido y porque, todo hay que decirlo, ha llovido hace poco. Casi no lo ven sus amigos, que juegan pelota dándole a la fachada del abandonado centro de buceo. Él no quiere parar a saludarlos y decirles que va a comprar un Chococono porque sospecha que se le pegarían y le tocaría compartir. Además, cuando termina de pensarlo, ya va como dos cuadras más adelante. No tiene tiempo de reprocharse ese egoísmo, su mente y su cuerpo tienen como único objetivo llegar lo más rápido posible. Y, de verdad, llega lo más rápido que puede. Si existiera un récord que registrara el menor tiempo entre su casa y la tienda, él se habría convertido, en ese momento, en plusmarquista universal. En el mundo no ha habido algo más parecido a la teletransportación. Sin frenar se tira de la bicicleta, que va a dar contra un muro de la alcaldía que dice: “San Onofre. Moderna, agrícola y turística. 2008-2011”. Sudoroso, gritando, Harvey pide seis huevos y un Chococono. Arlenys, la muchachita hermosa que atiende, cuenta la plata que Feliza le ha entregado envuelta como un pequeño tamal a Harvey. Le informa que no alcanza. Harvey maldice su suerte, detesta a Arlenys, así esté vagamente enamorado de ella, y le dice: “Fíame el último huevito”. Arlenys, a pesar de su sonrisa conmovedora y de que el muchachito le cae bien, tiene que ser cortante. Regaña a Harvey recordándole que ya deben mucho y que, como han acordado, lo que compren antes de cancelar la cuenta pendiente tienen que pagarlo chan con chan. Después le propone que se lleve cinco huevos y el Chococono. Harvey acepta al tiempo que su amor por Arlenys pasa de vago a concretísimo. ¿Qué diferencia puede hacer un huevo? Además cuando llegue a la casa ya se habrá terminado el Chococono y podrá aguantar, feliz, toda la cantaleta que la histeria de Feliza sepa inventar. Arlenys procede. Cuando sale de la tienda, Harvey pone con cuidado la bolsa con huevos sobre la manilla derecha de la bicicleta, destapa el Chococono y sale comiéndoselo hábilmente mientras comienza a dar pedal. Verlo avanzar hacia su casa merece una foto, ingrávido y sagaz sobre el sillín de su cicla. Qué destreza. También sería meritoria, y triste, la foto de lo que ocurre a continuación. Harvey trata de esquivar un hueco que no advierte con anticipación. Por la humedad las llantas de la bicicleta resbalan. Harvey pierde el equilibrio y cae. Los huevos se convierten en un batido dentro de la bolsa. El Chococono vuela a la mismísima mierda. Por el golpe, la barbilla de Harvey sangra. Sin darse cuenta de eso Harvey corre hasta el Chococono, que le ha dado por aterrizar en un lodazal. Lo levanta. Pérdida total. Escurre lo que parecen aguas negras. Harvey maldice su vida por segunda vez. En todo caso limpia como puede el helado, o lo que queda de él, y recoge la bolsa con cinco huevos quebrados y la cicla. Se va caminando hacia su casa. Qué derrota. 


Llegando se encuentra con sus amigos, a quienes les ofrece el Chococono y les pide que no pregunten por los huevos quebrados. Ellos, arrebatándose el helado, le piden que al menos se limpie, que viene sangrando. Harvey se toca el mentón con un dedo. Siente dolor y ve su camisilla manchada de rojo. Llega hasta la casa y le entrega a su mamá la bolsa de la que gotea tortilla cruda. Antes de que comience la reprimenda, Harvey le exige a Feliza que la próxima vez no le pida que vaya tan rápido, que por hacerle caso los seis huevos vienen así. “Y mira, hasta me reventé la cara”. Le muestra la herida y se resiente, exagerado. Feliza se traga la retahíla que tiene lista desde el principio de la humanidad y mira el interior de la bolsa. Le parece que en todo caso queda suficiente para darle consistencia al rollo de carne y cumplir con el pedido. Se promete que cuando lo cobre pagará algo de la deuda en la tienda y le dará para un Chococono a Harvey.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 11 de agosto de 2014

Pudor

París, Francia, junio de 2013

En el Museo del Louvre, en un rincón de una de las salas menos concurridas, hay una escultura a la que llamaron Aphrodite pudique. La tarjeta que la reseña dice que fue esculpida por un artista anónimo en el siglo tercero antes de Cristo, en Grecia. Aunque no se trata de una obra maestra, la misma tarjetica invita a apreciarla como “una obra de calidad, no como una de esas estatuillas de pacotilla, ejecutadas en serie por aprendices poco afortunados” (une pièce de choix, non comme une de ces figurines de pacotille produites en série pour les amateurs peu fortunés).

En ese rincón me quedé largamente, pensando en Medellín. Le di vueltas y revueltas a la “figurine” y me dije estas palabras: jueputa, acá deberían traer a los cirujanos plásticos de Medellín. Mejor, acá deberían traer a todas las muchachas de Medellín que quieren dejarse operar por ellos. Que la Alcaldía les pague el pasaje y la entrada, a ver si aprenden qué es la belleza. Lo que entendemos desde el principio —en Occidente— por belleza. Que vean esas teticas, ese abdomen de mujer que come, ese culo grande, afectado por la gravedad, esas piernas cortas que sirven para bailar y no para mostrar el larguísimo camino que conduce a la cicatera esperanza del sexo. Que los paren y las paren ahí, quince minutos, que los obliguen, que las obliguen, a ver si dejan la maricada. Que esos cirujanos sepan que no son más que esos amateurs peu fortunés. Que las mujeres a las que operan sepan que no son más que ces figurines de pacotille produites en série.

Ahora que lo escribo, sería bueno que no sólo aprecien las dimensiones de ese cuerpo de piedra. Es necesario fijarse en eso por lo que llamaron “púdica” a esa Venus. Hay que entender ese gesto, repleto de sensualidad, que trata de esconder la desnudez. Hay que entender de una vez por todas que el deseo reside en lo que se oculta, no en lo que se exhibe enfática, obscena, pornográficamente. Y esto aplica para la ciudad toda. El problema de Medellín, como el de las malas prostitutas, es que es impúdica. A cualquier gracia, por pequeña que sea, se la exhibe hasta vaciarla no sólo de encanto sino de contenido. Es tan fastidioso el mendigo que muestra su herida como la mujer que, consciente de su belleza, cifra todos sus comportamientos en la exaltación de su atractivo, o la ciudad que gasta más energía en autofelicitarse que en resolver problemas urgentes e importantes.

Algo así me había dicho Pablo —o me lo dijo después—, cuando íbamos en cicla por las calles de París, renegando de todo, felices: “hay que traer aquí a los ricos de Medellín para que se den cuenta de que no son tan ricos, y a las chimbas para que se den cuenta de que no son tan chimbas. ¡Que no jodan!”. Y es lo mismo. Nos falta pudor, ese lujo verdadero que se pueden dar sólo aquellos que se olvidan de lo que tienen. O que lo ocultan coqueta, deliberadamente. Como esa Afrodita púdica —diosa del amor, la lujuria y la belleza—, como las mujeres amables de verdad, esas cuya desnudez enaltece un misterioso esplendor que no se puede publicitar ni reproducir. Y para el que no alcanzan las palabras —acaso un suspiro largo y un agradecimiento—.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 4 de agosto de 2014

La hermosura de los perros

Desde la ventana de mi apartamento, en Bogotá, veo un perro de raza indefinible, bonito, que anda y desanda la calle con trotecito de bailarina. La primera vez que aparece me da la impresión de que lo vienen persiguiendo: mira en todas las direcciones sin dejar de avanzar, nervioso. Después me parece que está buscando algo: la nariz pegada del piso precisa un lugar al que debe llegar sin dilación. Bien visto, el gesto es el mismo: en últimas, cada huída es una forma de encontrar algo y cada búsqueda es una manera elegante de escapar. 

El caso es que cada que veo un perro por ahí, solo, me acuerdo de una historia que no sé si leí o me contaron, que no sé si es verdad o ficción, que no sé si es chistosa o legendaria. Y puede que la recuerde mal, pero no importa, ahí está ese cuzco pasando y repasando la calle de mi casa, y me la repito. Había una vez un dueño de un perro y tenía que deshacerse de él. No importan las razones por las que este tipo decide eso, no importan la raza ni el sexo ni la condición social —del perro y del tipo—, no importan ni el país ni la época —solamente que sea en el campo—, no importa si este par se entienden o no, si son buena gente o no, menos sus nombres o su apariencia. El tipo tiene que salir del perro. Y punto. Así que un día —es mejor no especular si esto le causa tristeza a alguno de los dos— el tipo se va con el perro a unos kilómetros de su casa, le tira un palo muy lejos y antes de que el perro llegue para entregárselo y seguir con juego el tipo ya se ha ido. Esa noche, mientras el tipo ve una telenovela o se come una arepa o acaba de salir del baño, el perro llega a la casa, con el palo en la boca, meneándole la cola. Compadecido, el tipo le abre la puerta y le da agua. Al otro día vuelve y sale con el perro. Esta vez se distancia mucho más y deja al perro botado, confiando en que la lejanía lo haga perder el rastro que le sirve para regresar. El perro, no obstante, regresa. En los días siguientes el tipo se va más lejos y más lejos y deja al perro, queriendo no verlo más, olvidarse de él. El perro, no obstante, siempre regresa a la casa. Cansado, ya su corazón de materia inerte, endurecido porque él tiene que deshacerse del perro y el perro hace sino volver —esa ternura de retornar mil veces a casa—, el tipo decide irse tan lejos como pueda y dejar bien amarrado al perro en un árbol muy fuerte. Se consigue un guayacán al lado de un camino perdido en la mitad de la nada y ahí deja al perro, firmemente atado. El problema es que como se ha ido tan lejos, el tipo ya no se acuerda de cómo volver a su casa y se pierde. Cuando cae la noche y se siente irremediablemente extraviado, el tipo encuentra que la única forma de volver a casa es devolverse por el perro y que el perro lo guíe. Piensa que la razón para deshacerse del perro —por más fuerte que sea— no supera la necesidad de volver a casa. Y por eso se arrepiente y se dice que nunca, nunca va abandonar al perro. Nunca más. Con mucho esfuerzo encuentra el guayacán, que por fortuna refulge amarillo en la oscuridad de la noche. Llega y ve la correa del perro mordida, unida al árbol. Del perro no hay rastro alguno. El tipo se imagina que ya debe estar el perro en la casa, rasguñando la puerta, ladrando para que le abra, desfalleciente de sed. Y siente tristeza y rabia e impotencia. Duerme así, tumbado por la infelicidad. Al otro día comienza a caminar con la certidumbre de que cada paso es un despiste, una pérdida que lo aleja todavía más del lugar en el que quiere estar. Vencido por el cansancio, el hambre y el frío, el tipo desiste y se deja morir ahí, donde está, en cualquier parte. Pero tampoco logra eso porque al ratico llega el perro y lo saluda y lo lame y le salta encima de alegría. El perro guía al tipo, que apenas puede caminar, hasta la casa. Desde ese momento jamás se separan. Y esa es la historia que recuerdo cada que veo a un perro solo, por ahí. 

Ahora este gozque tan bonito sigue con su trotecito de ida y de venida por la calle a la que da mi ventana. Ruego que encuentre a su dueño para que ambos, reconciliados, puedan volver a casa.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 28 de julio de 2014

El sueño de las ballenas

Puerto López, Ecuador, julio de 2013

Mientras caminaban por la playa un niño les dijo que allá, a los lejos, había un montón de ballenas. Se concentraron, cerraron un poquito los ojos —que es como uno ve mejor— y las vieron. Las ballenas no se contentaban con mostrar las jorobas por las que les pusieron el nombre —un nombre injusto, despectivo, ridículo—, sino que, además, hacían grandes fuentes de agua en cada respiración y —el colmo de la felicidad para el turista— saltaban y saltaban sobre el agua en su ballet de aletas y chapoteos colosales. 

Nada de eso pude verlo, trataba de recuperarme de un malestar denso y pegajoso, como un chicle, en el hotel. Cuando Isaya llegó me hizo el recuento pormenorizado del prodigio que me había perdido y prometimos hacer al día siguiente —no importaba cómo siguiera mi salud, que seguro iba a ir bien— el avistamiento de ballenas como debía ser: lo más cerca que pudiéramos, en lancha, con los teles de las cámaras puestos y los oídos bien atentos. Después, cuando ya habíamos puesto el mosquitero y habíamos apagado las luces, en ese momento en el que uno ya se ha deseado las buenas noches y sólo queda dormir —si uno puede, y yo casi no podía—, Isaya dijo, como preguntándose a ella misma, pero preguntándome a mí: ¿será que las ballenas duermen?

Me gano la vida trabajando en una editorial universitaria, de ciencias humanas, para más señas. No soy de esos turistas que leen el Lonely Planet dedicado al país que van a visitar, tampoco he sido fanático de los documentales de National Geographic ni recuerdo alguna tarea escolar sobre los cetáceos. Por lo tanto, debo decir que no tenía ni puñetera idea acerca del sueño de las ballenas. Me imagino que sí, ¿cómo no?, le respondí a Isaya, pero mi tono fue la pura incertidumbre. Divagamos un rato sobre el asunto, pero a cada respuesta afirmativa le correspondía una duda razonable —¿cómo hacen para no ahogarse?—, y a cada respuesta negativa le correspondía una imposibilidad física y psicológica —en caso de que pueda hablarse, en sentido estricto, de una psicología de las ballenas—. Lo cierto es que nosotros, los humanos, sí necesitábamos dormir. Y dormimos —por fortuna— hasta el día siguiente.

En la mañana, lo más cerca que podíamos, en lancha, con los teles de las cámaras puestos y los oídos bien atentos, las vimos y las escuchamos. Esta lentitud gigantesca, esta fluidez de toneladas, esta pereza deliciosa, este ritmo de dieciséis metros de largo. Este sobrecogimiento de un azul eléctrico bajo el agua salada, cruzando, rodeando la quilla de un barco que es apenas un mosquito si se les compara. Y saber que esa lentitud las trae desde el mismísimo fin del mundo hasta el ecuador. Y pensar que esa proeza la hacen por amor —copular y parir—. Y comprender que somos tan poquita cosa —como un mosquito, como un barco— si nos medimos. Ya lo sabía Michel Serres: “Aun estando embriagados por un loco amor, ¿cuántos de nuestros semejantes nadarían desde el Polo hasta aguas cálidas, como las ballenas de ambos sexos, atraídas por un medio propicio para su prole? Quisera reiterar que, tal como dicen otros, en el amor nos conducimos como animales, pero si es así, nos veo tímidos y pacatos, prudentes, rígidos, prosaicos y grises, privados del heroísmo que manda el instinto”.

El sueño de las ballenas es ese: estar en esas aguas. Eso es lo que me hubiera gustado responderle a Isaya, aun cuando eso no contestara su pregunta. Además, ahora sé que sí, que sí duermen —duermen nadando, seminconscientes, cerca de la superficie, emergiendo cada que necesitan aire—. Y digo que, justo por ese sueño heroíco, y a pesar de nuestra novelería turística, las ballenas merecen que las dejen en paz.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 21 de julio de 2014

Si alguien conoce a Sindi dígale que Flores la está esperando

La letra era infantil y masculina. El letrero ocupaba horizontalmente una página tamaño carta y no era más que una fotocopia negra sobre blanco, como el desamparo. 

Lo primero que leí fue: “Encontré los documentos de Sindi Paola Barrios”. Escrita así, esa frase no exhibía un nombre sino en un error. Una tragedia. Me pareció entonces que era apenas natural que alguien que se llamara así quisiera perder sus documentos —la evidencia de una equivocación, el lastre ortográfico que tendría que cargar toda la vida—. Sindi Paola, qué nombre.

Después leí las detalladas indicaciones para que ella pudiera recuperar sus papeles. Debía llamar a un número celular que estaba repetido, en letra muy grande, tres veces a lo largo del letrero —314 209 85 34—. Se le pedía llamar solamente de siete a nueve de la noche. Y debía, por último, “por favor, preguntar x Flores”. Escrito así: con equis, como si fuera un tachón.

Después me di cuenta de que el cartel se repetía en todas las entradas de la universidad. Además podía verse, resistiendo la lluvia, en la cartelera más inescrutable o en la pared más perdida. Había uno de ellos en las tribunas del estadio. Otro en una caneca verde de basura —la de deshechos ordinarios—. En el espejo del baño de hombres del edificio de Sociología había otro. En cada árbol del Jardín de Freud persistía la invitación para que Sindi recuperara sus documentos.

Qué generosidad la de este Flores. Qué despliegue de recursos para hacer un favor. Qué soledad tan infinita para invertir tanto tiempo en encontrar a una desconocida. A estas alturas me imagino a Flores enamorándose de la fotografía en la cédula de Sindi, diciéndose que a la belleza se le perdona hasta el nombre, hasta los errores en el nombre porque la belleza, como el amor, es trágico: te va cayendo como se pierde algo, sin darse cuenta uno del desastre o del milagro.

Ahora que van siendo las siete de la noche me imagino a Flores esperando que Sindi lo llame y puedan cuadrar su primera cita. Él le dirá que la ha estado esperando y ella tendrá una razón verdadera para agradecerle. Me imagino que ese nombre, Sindi, le suena a Flores como a dulzura y a futuro —y no a sindicato o sindicada—.

Por eso yo quisiera que algún día Sindi llame a Flores. Si alguien la conoce dígale que él la está esperando y que todavía tiene los documentos, que los guarda como se guarda una última esperanza. Dígale —así no importe— que sería justo que ellos fueran novios, se casaran y fueran felices para siempre porque desde ya, sin conocerse, tienen una bonita historia de amor que contar.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 5 de mayo de 2014

Guernica vs. Alka-Seltzer

Madrid, España, junio de 2013



Entrando por la Calle Dr. Drumen vi que la fachada del Museo Reina Sofía exhibía un pendón que anunciaba, gigantesco, “Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas” de Dalí. La imagen que acompañaba el texto era, si no recuerdo mal, el Rostro del gran masturbador. Había separado aquella tarde, la única que me quedaba disponible, no para entrar en ese museo; la había separado para ver el Guernica. Entrar al museo era un medio, no un fin; una necesidad y no un destino. Ya si me quedaba tiempo, pasaría a ver la colección fotográfica –con un montón de Brassaï– y, si tenía suerte, me toparía con algo de Tàpies y de Bacon –que con toda seguridad había–. Ahora, advertido por esa pancarta, y sólo en último lugar, iría a esa gran retrospectiva del cadaquense. Pero, insisto, yo iba en principio única y exclusivamente por el Guernica.


Me había visto muchas veces en mi vida parado en frente de esa tela de casi tres y medio por ocho metros. Gris. Animal y humana. Medio vísceras, medio obra maestra. La barbarie y el arte siendo una y la misma cosa. Y yo ahí, nacido en Bello, Antioquia, quietecito, sobrecogido por el milagro de un dios que se llama –se llamó– Don Pablo Ruiz y Picasso.

El funcionario de la taquilla me preguntó –sin saber que me estaba halagando– si yo era estudiante. Le dije que no, que era profesor, medio mintiéndole. Me miró extrañado y me pidió que le mostrara un documento que me acreditara como tal. Saqué el carnet de la Nacional –donde daba clases en un curso de extensión– y se lo entregué. El funcionario lo revisó con cuidado. Vaya, se sorprendió. Después me preguntó qué quería ver. Le dije que la colección permanente –donde estaba el Guernica– y lo de Dalí. Digitó cuatro cosas en su computador y de una impresora diminuta salió el pase. Le pregunté cuánto le debía y me dijo que, como yo era profesor, nada. Me pidió que lo disculpara por haberme confundido con un estudiante. Remató diciendo: profesor, siga usted rápidamente por las escaleras a la derecha que está a punto de comenzar el último recorrido de Dalí. Yo, injusta y doblemente halagado, feliz, pues le hice caso. La luz que entraba desde el patio, morosa, me hizo creer que tenía tiempo de sobra.

Recuerdo que lo primero que me maravilló fue La miel es más dulce que la sangre, y creo que fue, más que todo, por el título. Recuerdo, además, la Ascensión de Cristo y el Retrato de mi hermano muerto. Recuerdo que vi Un perro andaluz por enésima vez –primera con buena calidad–. No recuerdo ni la Muchacha en la ventana, ni lo que hizo con Hitchcock, ni el masturbador ya citado. La verdad, no recuerdo nada más. Y lo vi todo. Lo juro. Vi más de lo que debí haber visto. La verdad es que me perdí entre todas esas exhibicionistas sugestiones plásticas y todas esas malogradas posibilidades poéticas.

Riéndome del comercial de televisión en el que Dalí explica que Alka-Seltzer es una obra de arte excepcional, como él, sonaron los parlantes diciendo que el museo había cerrado y que, por tanto, los visitantes debían salir. ¿Qué? ¿Cómo? Si yo vine a ver el Guernica y no a este pendejo en túnica de lentejuelas brillantes. Por esa luz de infamia parecían las tres de la tarde. Pero no, no, esto no es zona tórrida, provinciano, es Europa en verano y son las nueve de la noche. Desaloje. Corrí hasta un ascensor, donde había una guardia y le rogué que me dejara ver el Guernica, que yo era un turista pobre, nacido en Bello, Antioquia, muy lejos, que no sabía nada, que estaba allá sólo por verlo y que me había perdido en lo de Dalí. Supliqué. Imploré. Nada. Ella me dijo, con razón, y de verdad lamentándolo mucho, que nada se podía hacer, que volviera mañana. Y yo mañana no podía. Me dijo que a la salida había una tienda donde podía comprar una postal o un afiche. Me indicó por dónde era y me llevó hasta la salida. 

Bajé las escaleras. Salí, abatido, por la Calle Santa Isabel. Con ese sol nocturno picándome en la cara tuve la incertidumbre desesperada de no saber si alguna vez en la vida podría regresar. Y tal vez no. Detesto a Salvador Dalí.

ESTEBAN GIRALDO.

sábado, 22 de marzo de 2014

Despertarse en otro sueño


A.,


Estaba dormido. Sabía que debía levantarme. Soñaba no recuerdo con qué. Con esfuerzo, me desperté. A mi lado, una mujer de gracia petulante, inhumana. Desnuda, y la desnudez –como si fuera posible– enaltecía aun más su belleza. En ese momento me di cuenta de que seguía soñando. Me había despertado en otro sueño. Como necesitaba cumplir con nuestra cita volví a intentar despertarme. Con esfuerzo, me desperté. Lo primero que hice fue pararme de la cama. Un peluche rosado, un oso, un conejo –no recuerdo–, con sus entrañas de felpa desgarradas reposaba sobre el nochero. En ese momento me di cuenta de que seguía soñando. Yo no tengo nochero, menos peluches rosados. Me había despertado en otro sueño. Como seguía necesitando cumplir con nuestra cita intenté despertarme, nuevamente. Con esfuerzo, me desperté. Lo primero que hice fue pararme de la cama. Al pararme regué un vaso de leche que estaba en el nochero, al lado del malherido conejo –sí, era un conejo–. Y en ese momento me di cuenta de que seguía soñando. Como seguía necesitando cumplir con nuestra cita intenté despertarme, nuevamente, otra vez. Con esfuerzo, me desperté. Lo primero que hice fue pararme de la cama. Cogí el oso –esta vez era un oso– y con él intenté limpiar el reguero de leche en la alfombra. Y en ese momento me di cuenta de que seguía soñando. Me había despertado en otro sueño. Como seguía necesitando cumplir con nuestra cita intenté despertarme, nuevamente, otra vez, perdido en una fatalidad yaciente. Con esfuerzo, me desperté. Lo primero que hice fue pararme de la cama. Al pararme sentí un calor rojo que se escurría desde la entrepierna hasta mis muslos. Y seguía. Era sangre. En ese momento fue que me desperté, asustado. La mujer de gracia petulante, inhumana, limpiaba mi sexo ensangrentado con el conejo –esta vez era el conejo– húmedo, tibio, viscoso de leche. Y, cuando había terminado, me besaba. En ese momento me di cuenta de que seguía soñando. Me había despertado en otro sueño. He renunciado a cumplir con nuestra cita. Casi voy aceptando este adormilado destino, extraviado entre una mujer hermosa –de gracia petulante, inhumana–, un peluche –un oso, un conejo, o ambos, o lo que sea–, un reguero de leche, y esta violencia y esta dulzura que no sé qué significan. Este despertarse y despertarse y despertarse y seguir dormido. Porque seguramente escribo esto dormido. Ruego que no vengás a despertarme.

D.

ESTEBAN GIRALDO

sábado, 22 de febrero de 2014

Otarios


Islas Ballestas, Perú, enero de 2013


El guía advierte que el mar de agua continúa con un mar de animales. Y, en efecto, la piel verde del mar continúa con la superficie parda de las leonas marinas. Los turistas, tan inteligentes en sus chalecos salvavidas, sobre el bote, no deben confundirse porque la mayoría son leonas. En todo el recorrido apenas alcanzarán a ver –y eso si ponen mucha atención– dos o tres leones marinos machos. Los demás millones que verán, que están tan a la vista –sin ninguna dificultad– son hembras. El turista macho, tan viril en su chaleco salvavidas, sobre el bote, dice qué maravilla ser león marino. La turista hembra, tan sensible en su chaleco salvavidas, sobre el bote, piensa que algo anda mal en la naturaleza. 


El guía explica que la diferencia entre las focas y los leones marinos está en las orejas. Los fócidos, es decir, las focas, no tienen las orejas visibles. Los otarios, es decir, los leones marinos, sí. Uno de los turistas, tan erudito y arrabalero en su chaleco salvavidas, sobre el bote, recuerda que otario es estúpido, crédulo, pendejo, según los tangos. Quisiera comenzar a especular sobre cómo terminó coincidiendo el nombre de una familia de mamíferos marinos con la bobada bonaerense pero la retahíla del guía es una enumeración de maravillas a las que hay que prestar atención. Habla de las líneas de Nazca, de la corriente de Humboldt, del plancton, de las centenares de especies de aves que viven en esa isla, de las centenares de especies marinas que viven en esas aguas, de la maternidad de las leonas marinas, de los delfines que justo se ven allá, cerca de esa roca ferrosa. 

Los turistas, tan abrumados por la belleza en sus chalecos salvavidas, sobre el bote, apenas tienen tiempo de admirar a esos delfines porque los sorprende una medusa gigantesca, de más de tres metros, que pasa cerca, visible y ponzoñoza apenas bajo la superficie. Después, siempre rodeados por esos millares de especies, el bote bordea una de las islas más grandes y el guía comienza a explicar la explotación del guano –que no es menos que el mejor fertilizante del mundo y no más que toneladas y toneladas cagajón de pájaro–. Llegando a un puerto elevadizo, desde donde se alcanzan a ver una cabaña y unas bodegas, el guía advierte que allí vive un único guarda durante los siete años que transcurren entre una explotación y la otra. Los turistas, tan solidarios en sus chalecos salvavidas, sobre el bote, comentan que es dura y peligrosa y triste la vida de ese hombre, en la mitad de tanta mierda que, según el guía, multiplica las cosechas y da de comer a millones y millones de chinos. 

Lo que no saben los turistas, tan conmovidos en sus chalecos salvavidas, sobre el bote, es que ese hombre no vive tan solo. Todas la noches algunas leonas marinas –y son muy cuidadosas en turnarse– le dan cualquier excusa a su macho –que al fin y al cabo es un otario– y se van a visitar al guarda. Ninguno sospecha lo bien que se la pasan, haciéndose compañía. Eso ni el guía lo sabe.

ESTEBAN GIRALDO

domingo, 2 de febrero de 2014

Abrir todas las puertas


Si por lo menos quisiera ir a alguna parte, si por lo menos tuviera donde llegar, si por lo menos pudiera parar de golpe, abrir una puerta y retirarse. Pero no. No. Este hombre vive un afán sin destino, ocioso, desnudo. Aun cuando no lo sabe, aun cuando no lo ha intentado, tan desesperado como está en seguir, no tiene la opción de renunciar a ese corredor en el que se abren todas las puertas. No recuerda cómo fue que llegó ahí, pero ahí ha comenzado, abriendo una sola puerta. Y al abrirla entró a una habitación que justo en frente tenía otra puerta. Caminó hasta allí y la abrió. Y pasó a otra habitación casi idéntica. Y abrió la puerta de enfrente. Y lo mismo. Y siguió. Es como en la caricatura del correcaminos. El paisaje es una tira de dibujo que se repite. El coyote corre hambriento detrás del avestruz, del pájaro que no vuela pero que corre como el demonio, y pasan y pasan, al fondo, la misma montaña y el mismo cactus. Así es. Él abre una puerta y entra a un cuarto con una puerta justo enfrente de él y va y la abre y entra a un cuarto con una puerta justo enfrente de él y va y la abre y entra a un cuarto con una puerta justo enfrente de él y. Y así podría seguir esto hasta agotar todo el papel del mundo y, aun así, no se agotarían las puertas que él sigue abriendo. Y no intenta devolverse porque intuye, o no, no lo intuye, lo sabe con certeza, que sería lo mismo: un abrir infinito de puertas. En este punto, perdidas todas las referencias, no tiene sentido hablar siquiera de devolverse. Quizá cada puerta que ha abierto, desde el principio, es un paso más hacia atrás ¿Cómo saberlo? Bien visto, tampoco importa. Sigue abriendo puertas no porque tenga la falsa impresión de estar llegando a alguna parte, de estar logrando algo, de estar avanzando. No. Las abre porque es un éxito rotundo que se le abran todas las puertas. Él parece haber creído, con la fe del carbonero, con la obstinación del autómata, aquella ridiculez que lo importante es el camino, no la meta. Y así sigue, viviendo el sueño, la pesadilla en que se abren todas, todas las benditas puertas. Yendo a ninguna parte.



ESTEBAN GIRALDO

Imagen: La porte de l'enfer. Auguste Rodin