lunes, 11 de agosto de 2014

Pudor

París, Francia, junio de 2013

En el Museo del Louvre, en un rincón de una de las salas menos concurridas, hay una escultura a la que llamaron Aphrodite pudique. La tarjeta que la reseña dice que fue esculpida por un artista anónimo en el siglo tercero antes de Cristo, en Grecia. Aunque no se trata de una obra maestra, la misma tarjetica invita a apreciarla como “una obra de calidad, no como una de esas estatuillas de pacotilla, ejecutadas en serie por aprendices poco afortunados” (une pièce de choix, non comme une de ces figurines de pacotille produites en série pour les amateurs peu fortunés).

En ese rincón me quedé largamente, pensando en Medellín. Le di vueltas y revueltas a la “figurine” y me dije estas palabras: jueputa, acá deberían traer a los cirujanos plásticos de Medellín. Mejor, acá deberían traer a todas las muchachas de Medellín que quieren dejarse operar por ellos. Que la Alcaldía les pague el pasaje y la entrada, a ver si aprenden qué es la belleza. Lo que entendemos desde el principio —en Occidente— por belleza. Que vean esas teticas, ese abdomen de mujer que come, ese culo grande, afectado por la gravedad, esas piernas cortas que sirven para bailar y no para mostrar el larguísimo camino que conduce a la cicatera esperanza del sexo. Que los paren y las paren ahí, quince minutos, que los obliguen, que las obliguen, a ver si dejan la maricada. Que esos cirujanos sepan que no son más que esos amateurs peu fortunés. Que las mujeres a las que operan sepan que no son más que ces figurines de pacotille produites en série.

Ahora que lo escribo, sería bueno que no sólo aprecien las dimensiones de ese cuerpo de piedra. Es necesario fijarse en eso por lo que llamaron “púdica” a esa Venus. Hay que entender ese gesto, repleto de sensualidad, que trata de esconder la desnudez. Hay que entender de una vez por todas que el deseo reside en lo que se oculta, no en lo que se exhibe enfática, obscena, pornográficamente. Y esto aplica para la ciudad toda. El problema de Medellín, como el de las malas prostitutas, es que es impúdica. A cualquier gracia, por pequeña que sea, se la exhibe hasta vaciarla no sólo de encanto sino de contenido. Es tan fastidioso el mendigo que muestra su herida como la mujer que, consciente de su belleza, cifra todos sus comportamientos en la exaltación de su atractivo, o la ciudad que gasta más energía en autofelicitarse que en resolver problemas urgentes e importantes.

Algo así me había dicho Pablo —o me lo dijo después—, cuando íbamos en cicla por las calles de París, renegando de todo, felices: “hay que traer aquí a los ricos de Medellín para que se den cuenta de que no son tan ricos, y a las chimbas para que se den cuenta de que no son tan chimbas. ¡Que no jodan!”. Y es lo mismo. Nos falta pudor, ese lujo verdadero que se pueden dar sólo aquellos que se olvidan de lo que tienen. O que lo ocultan coqueta, deliberadamente. Como esa Afrodita púdica —diosa del amor, la lujuria y la belleza—, como las mujeres amables de verdad, esas cuya desnudez enaltece un misterioso esplendor que no se puede publicitar ni reproducir. Y para el que no alcanzan las palabras —acaso un suspiro largo y un agradecimiento—.

ESTEBAN GIRALDO

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