lunes, 5 de mayo de 2014

Guernica vs. Alka-Seltzer

Madrid, España, junio de 2013



Entrando por la Calle Dr. Drumen vi que la fachada del Museo Reina Sofía exhibía un pendón que anunciaba, gigantesco, “Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas” de Dalí. La imagen que acompañaba el texto era, si no recuerdo mal, el Rostro del gran masturbador. Había separado aquella tarde, la única que me quedaba disponible, no para entrar en ese museo; la había separado para ver el Guernica. Entrar al museo era un medio, no un fin; una necesidad y no un destino. Ya si me quedaba tiempo, pasaría a ver la colección fotográfica –con un montón de Brassaï– y, si tenía suerte, me toparía con algo de Tàpies y de Bacon –que con toda seguridad había–. Ahora, advertido por esa pancarta, y sólo en último lugar, iría a esa gran retrospectiva del cadaquense. Pero, insisto, yo iba en principio única y exclusivamente por el Guernica.


Me había visto muchas veces en mi vida parado en frente de esa tela de casi tres y medio por ocho metros. Gris. Animal y humana. Medio vísceras, medio obra maestra. La barbarie y el arte siendo una y la misma cosa. Y yo ahí, nacido en Bello, Antioquia, quietecito, sobrecogido por el milagro de un dios que se llama –se llamó– Don Pablo Ruiz y Picasso.

El funcionario de la taquilla me preguntó –sin saber que me estaba halagando– si yo era estudiante. Le dije que no, que era profesor, medio mintiéndole. Me miró extrañado y me pidió que le mostrara un documento que me acreditara como tal. Saqué el carnet de la Nacional –donde daba clases en un curso de extensión– y se lo entregué. El funcionario lo revisó con cuidado. Vaya, se sorprendió. Después me preguntó qué quería ver. Le dije que la colección permanente –donde estaba el Guernica– y lo de Dalí. Digitó cuatro cosas en su computador y de una impresora diminuta salió el pase. Le pregunté cuánto le debía y me dijo que, como yo era profesor, nada. Me pidió que lo disculpara por haberme confundido con un estudiante. Remató diciendo: profesor, siga usted rápidamente por las escaleras a la derecha que está a punto de comenzar el último recorrido de Dalí. Yo, injusta y doblemente halagado, feliz, pues le hice caso. La luz que entraba desde el patio, morosa, me hizo creer que tenía tiempo de sobra.

Recuerdo que lo primero que me maravilló fue La miel es más dulce que la sangre, y creo que fue, más que todo, por el título. Recuerdo, además, la Ascensión de Cristo y el Retrato de mi hermano muerto. Recuerdo que vi Un perro andaluz por enésima vez –primera con buena calidad–. No recuerdo ni la Muchacha en la ventana, ni lo que hizo con Hitchcock, ni el masturbador ya citado. La verdad, no recuerdo nada más. Y lo vi todo. Lo juro. Vi más de lo que debí haber visto. La verdad es que me perdí entre todas esas exhibicionistas sugestiones plásticas y todas esas malogradas posibilidades poéticas.

Riéndome del comercial de televisión en el que Dalí explica que Alka-Seltzer es una obra de arte excepcional, como él, sonaron los parlantes diciendo que el museo había cerrado y que, por tanto, los visitantes debían salir. ¿Qué? ¿Cómo? Si yo vine a ver el Guernica y no a este pendejo en túnica de lentejuelas brillantes. Por esa luz de infamia parecían las tres de la tarde. Pero no, no, esto no es zona tórrida, provinciano, es Europa en verano y son las nueve de la noche. Desaloje. Corrí hasta un ascensor, donde había una guardia y le rogué que me dejara ver el Guernica, que yo era un turista pobre, nacido en Bello, Antioquia, muy lejos, que no sabía nada, que estaba allá sólo por verlo y que me había perdido en lo de Dalí. Supliqué. Imploré. Nada. Ella me dijo, con razón, y de verdad lamentándolo mucho, que nada se podía hacer, que volviera mañana. Y yo mañana no podía. Me dijo que a la salida había una tienda donde podía comprar una postal o un afiche. Me indicó por dónde era y me llevó hasta la salida. 

Bajé las escaleras. Salí, abatido, por la Calle Santa Isabel. Con ese sol nocturno picándome en la cara tuve la incertidumbre desesperada de no saber si alguna vez en la vida podría regresar. Y tal vez no. Detesto a Salvador Dalí.

ESTEBAN GIRALDO.

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