Desde la ventana de mi apartamento, en Bogotá, veo un perro de raza indefinible, bonito, que anda y desanda la calle con trotecito de bailarina. La primera vez que aparece me da la impresión de que lo vienen persiguiendo: mira en todas las direcciones sin dejar de avanzar, nervioso. Después me parece que está buscando algo: la nariz pegada del piso precisa un lugar al que debe llegar sin dilación. Bien visto, el gesto es el mismo: en últimas, cada huída es una forma de encontrar algo y cada búsqueda es una manera elegante de escapar.
El caso es que cada que veo un perro por ahí, solo, me acuerdo de una historia que no sé si leí o me contaron, que no sé si es verdad o ficción, que no sé si es chistosa o legendaria. Y puede que la recuerde mal, pero no importa, ahí está ese cuzco pasando y repasando la calle de mi casa, y me la repito. Había una vez un dueño de un perro y tenía que deshacerse de él. No importan las razones por las que este tipo decide eso, no importan la raza ni el sexo ni la condición social —del perro y del tipo—, no importan ni el país ni la época —solamente que sea en el campo—, no importa si este par se entienden o no, si son buena gente o no, menos sus nombres o su apariencia. El tipo tiene que salir del perro. Y punto. Así que un día —es mejor no especular si esto le causa tristeza a alguno de los dos— el tipo se va con el perro a unos kilómetros de su casa, le tira un palo muy lejos y antes de que el perro llegue para entregárselo y seguir con juego el tipo ya se ha ido. Esa noche, mientras el tipo ve una telenovela o se come una arepa o acaba de salir del baño, el perro llega a la casa, con el palo en la boca, meneándole la cola. Compadecido, el tipo le abre la puerta y le da agua. Al otro día vuelve y sale con el perro. Esta vez se distancia mucho más y deja al perro botado, confiando en que la lejanía lo haga perder el rastro que le sirve para regresar. El perro, no obstante, regresa. En los días siguientes el tipo se va más lejos y más lejos y deja al perro, queriendo no verlo más, olvidarse de él. El perro, no obstante, siempre regresa a la casa. Cansado, ya su corazón de materia inerte, endurecido porque él tiene que deshacerse del perro y el perro hace sino volver —esa ternura de retornar mil veces a casa—, el tipo decide irse tan lejos como pueda y dejar bien amarrado al perro en un árbol muy fuerte. Se consigue un guayacán al lado de un camino perdido en la mitad de la nada y ahí deja al perro, firmemente atado. El problema es que como se ha ido tan lejos, el tipo ya no se acuerda de cómo volver a su casa y se pierde. Cuando cae la noche y se siente irremediablemente extraviado, el tipo encuentra que la única forma de volver a casa es devolverse por el perro y que el perro lo guíe. Piensa que la razón para deshacerse del perro —por más fuerte que sea— no supera la necesidad de volver a casa. Y por eso se arrepiente y se dice que nunca, nunca va abandonar al perro. Nunca más. Con mucho esfuerzo encuentra el guayacán, que por fortuna refulge amarillo en la oscuridad de la noche. Llega y ve la correa del perro mordida, unida al árbol. Del perro no hay rastro alguno. El tipo se imagina que ya debe estar el perro en la casa, rasguñando la puerta, ladrando para que le abra, desfalleciente de sed. Y siente tristeza y rabia e impotencia. Duerme así, tumbado por la infelicidad. Al otro día comienza a caminar con la certidumbre de que cada paso es un despiste, una pérdida que lo aleja todavía más del lugar en el que quiere estar. Vencido por el cansancio, el hambre y el frío, el tipo desiste y se deja morir ahí, donde está, en cualquier parte. Pero tampoco logra eso porque al ratico llega el perro y lo saluda y lo lame y le salta encima de alegría. El perro guía al tipo, que apenas puede caminar, hasta la casa. Desde ese momento jamás se separan. Y esa es la historia que recuerdo cada que veo a un perro solo, por ahí.
Ahora este gozque tan bonito sigue con su trotecito de ida y de venida por la calle a la que da mi ventana. Ruego que encuentre a su dueño para que ambos, reconciliados, puedan volver a casa.
ESTEBAN GIRALDO
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