martes, 16 de septiembre de 2014

Insomnio

Me cuenta el Mono, borracho, que su chica lo dejó por otro y que lo peor de la tristeza es que no descansa ni deja descansar. En las noches donde el despecho y el desprecio son más amargos le pasa que no puede dormir. Se le agotan las horas rumiando la impotencia y ella, la tristeza, febril, confecciona y vende todas sus celadas. El Mono ruega que caiga el sueño. Leer no le sirve. Ver cine menos. Arrullarse con el radio menos que menos. Tomar leche caliente con cilantro no le ayuda. Ha probado con pastillas pero tampoco funcionan. No tiene alientos para ponerse a hacer ejercicio hasta el desmayo. Avanza el Mono por ese animal oscuro que es la noche y ella, la noche, pasa como si fuera un perro sin olfato, anoréxico, y no se lo devora. Suplica el Mono entre ovejas y números poder descansar. O morir. Se disocia el cuerpo rendido por las horas y la mente que se enfanga destemplada, hirviente, incansable y con los ojos rojos en la malquerencia, el desconsuelo y la ineptitud. Aparece entonces el alba y el temblor de un cuerpo que agradece al menos que se haya acabado la víspera de un sueño que no llega. Se suceden, uno tras otro, más días así y el pobre Mono se la pasa rezando, pidiendo el milagro del reposo. Un día, tal vez cuando física y metafísicamente es imposible aguantar más, el Mono puede dormir. Duerme profundamente. Y sueña. Sueña con su chica, con que se reconcilian, con que tienen polvos hermosos y, finalmente, con que ella, su chica, lo vuelve a dejar por otro. Ahora el Mono tiene tanto miedo de soñar que, ya enajenado, le implora a Dios que no lo vuelva a dejar dormir nunca. Me trae el recorte de una noticia que salió hace unos días en el periódico. Dice que hay un vietnamita muy sano que no duerme hace treinta y nueve años. El Mono levanta el rostro del papel, borracho, y me cuenta que esa noticia es su única esperanza.

ESTEBAN GIRALDO

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