El hecho de que hubieras tomado la decisión de dejar de fumar el día antes de que te dejara, aunque lo pensé, no me iba a persuadir de hacerlo. Así fue, me dijiste dejé el cigarrillo y al otro día en la banca de siempre yo te dejé a ti. Recuerdo que dijiste con orgullo que lo dejabas de la manera más efectiva, esgrimiendo la consabida razón de que dejar el vicio es tan fácil (o tan difícil –digo yo–) como tomar cualquier otra decisión en la vida. Y pues sí, de acuerdo, tan fácil (o tan difícil –repito–) como seguir aguantando tu vida fumosa estancando la mía, o tanto como haberte dicho que ya no más, dejarte ahí en esa banca con tus ganas de fumar; o tanto así, también, como que te convenzas de no comprar el paquete de cigarrillos (sé que fue difícil), porque el hecho de que te deje un novio no es razón suficiente para volverte a enganchar, pensarías, pero con muchas ansias y la mano vacía. Tan fácil como dejarte así en la banca y decidir tomar un taxi para esfumarme, o tan difícil como fue haberte dejado yéndome a pie, lentamente, y tú mirando siempre mi espalda hacerse más pequeña y más pequeña, caer en punto ciego por la cantidad de gente, por los carros o la distancia. Me fui a pie, decidido como el paso del tiempo. Así se fueron sin más seis, siete meses sin tú llamarme ni yo llamarte, porque también es una decisión tan fácil (como difícil) tomar el teléfono o no. Más que extrañarte pensaba en cada decisión que tomaba y sí, cuánta razón, puede ser tan fácil como uno se lo proponga. Comencé a fumar.
Luego comencé a fumar en serio, casi un paquete diario. Y los probé todos: light, white, gold, fresh, frozen, pure, filtered y unfiltered, todos. Cada uno a bocanadas largas, hondas y decididas, como si alguna vez hubiese decidido matarme por los pulmones sin siquiera enterarme de lo fácil o difícil de la decisión tomada. Es que a veces resulta tan fácil... Así, sin haber decidido en ningún momento olvidarte, me acostumbré a tu ausencia. Y quién lo iba a creer: solo porque empecé a fumar, de repente, te volví a ver. Fue un día en el que decidí (si me permites llamar “decidir” a esa convicción sesgada, constante y eterna de los viciosos), en vez de pedir un servicio a domicilio de miserables dos mil pesos, salir a comprar los cigarrillos. Fui a la tienda de siempre aunque pude ir a otra, fui cuando atardecía, iba por la acera del sol, que pegaba suave y me abrigaba con una calidez mermada, justa, yo ya de vuelta con el cigarrillo echando humo… Y vos venías todavía lejos, por la acera del frente, en la sombra, pálida, friolenta y agarrada a tu cigarrillo. ¿Qué tan malas decisiones tomarías que se te veía así? ¿o tan inapropiadas que justo viniste a poner tu cara pálida enfrente? Una de tus decisiones era evidente: volviste a fumar, lo sabía (o decidiste nunca dejarlo), y yo, como dije, empecé a hacerlo avorazado, pero vos no tenías ni idea. El humo de este unfiltered se hubiera enlazado en lo alto del cielo con el tuyo, con el de tu light filtered, pero sentí vergüenza de que me vieras en tu vicio, del que tanto reproché, y de mostrarme ahora tan orgulloso de mí mismo tirando humo por la boca. Lo exhalé todo y me obligó la vergüenza a dejar caer el cigarrillo. Sin que me vieras, boté medio a la calle, a que se extinguiera todo: chispa, humo y ceniza en vano. Pasaste de largo y lamenté que no me hubieras visto viéndote fumar. Lamenté sobretodo no haberme fumado el cigarrillo todo entero.
Con tanta decisión e indecisión implicada, lo que sucediera era inevitable y tan cierto como la certeza de que todas las aguas también van a encontrarse, allá en el mar; como la certeza de que todo se va al carajo y allí se encuentra inevitablemente todo con todo en un caos resultante de millones y millones de caos tan plurales como singulares y tan pequeños como inconmensurables. Era inevitable porque era la banca de siempre, pero evitable porque hace cuánto había dejado de serlo y era día tras día la banca de hace ya un tiempo. Tanto así que ni desde tu espera en la esquina mirabas a ver si estaba yo ahí sentado. Te vi desde lejos nuevamente, pero ahora no ibas de paso sino que esperabas con la paciencia que te daba aquel cigarrillo que habías acabado de comprar. Yo fumaba y te miraba, exhalaba señales de humo que no veías y que no podías entender pero que decían aquí estoy y mírame, mírame que te quiero saludar, y luego se perdían en arabescos temblorosos e ilegibles, para mezclarse con las tuyas en lo alto sin dar razón del uno o del otro, sin dar razón de nuestras ganas de vernos. Era entonces mi decisión de llenar o no esa espera que a la distancia se veía que era para mí, o la tuya de pensar o no, en ese momento, en que yo podía estar ahí en la banca, y mirar, decidirte a mirar. Era entonces nada más que te acordaras de nuestra banca y vinieras hasta aquí; que me arriesgara, por fácil o difícil que fuera, a ir hasta donde estabas… que nos tomáramos un tinto en aquella cafetería y desde allí ver cómo un tipo espera en una esquina a una mujer indecisa que no va a llegar, luego irnos de besos y bocanadas, servirnos del mismo cenicero, y no dejar que nuestros dos hilos indecisos de humo salgan de la habitación, hacer que se mezclen a la fuerza y para siempre. O tomarme el tinto solo, o quedarme en la banca de ya hace un tiempo viendo cómo el tipo te saluda y se va contigo, te lleva de la mano a un punto ciego entre la gente, entre el smog de los carros y el humo de este unfiltered, mezclándose todo con este aire que me intoxica inevitablemente.
CAMILO GIRALDO
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