lunes, 20 de octubre de 2014

Domingo

Por el barrio La Soledad, en Bogotá, merodea una pandilla de travestis que atraca a los transeúntes. Le dicen a sus víctimas que si no entregan todo lo que llevan encima los contagian de sida con una jeringa. Si no fuera por el grotesco maquillaje y las pelucas pulguientas pasarían como desechables ejemplares, de cartilla. Gente temible y desagradable los integrantes de esta banda. En la mañana se concentran en la esquina de una pequeña clínica militar cercana a la calle 45. No sabría decir si esa ubicación obedece a que sus labores matutinas consisten en consolar a soldaditos convalecientes pero el caso es que por ahí se reúnen. Ya en la tarde se dispersan y hacen su trabajo más famoso. El modus operandi es bastante conocido. Se acercan al que tenga la mala fortuna de pasar por la acera por la que ellos pasan y le piden una moneda. En ese momento calculan cuánto miedo le producen al incauto y deciden si tendrá lugar el asalto. Si sí, se van detrás, sacan la jeringa, amenazan al temeroso y se le llevan todas las cositas. Las mujeres, jóvenes y asustadizas, son sus víctimas predilectas. Por una de ellas entiendo, de primera mano, que esta historia sórdida no obedece a la homofobia, porque bien se sabe que la diferencia causa miedo y el miedo genera exabruptos, sino a que se trata de ladrones a cabalidad, en efecto.

El domingo, a eso de las cinco de la tarde, a esa hora yerma en la que a todos nos dan ganas de no vivir más, de no querer enfrentarnos otra vez con una semana cuesta arriba, de suicidarnos sin dolor y sin escándalo, iba caminando yo por el Parkway. Encima nadie me esperaba en casa. Venía pensando en que tal vez nunca nadie volvería a esperarme en casa. En que la soledad no es un estado sino una condición. En que existe una relación directa, proporcional, entre la belleza, la amabilidad y la bondad de las mujeres, y la dificultad de gustarles. Y en que eso es apenas justo. Bobadas así venía diciéndome cuando vi que, desfilando por el sendero, venían dos comadres de la pandilla. El encuentro era inevitable y la pregunta no se hizo esperar. ¿Nos da una moneda?, dijeron en coro, forzando un tono femenino en la voz. Monedas no tenía, apenas unos billeticos baratos y raídos. ¿Cómo no va a tener?, dijo una de ellas, ya con voz de hombre. Quise decirles que siempre le había tenido mucho miedo a las jeringas, que no me hicieran nada, que se llevaran lo que quisieran. En cambio, mientras apretaba el paso, hice un gesto que indicaba que no, y que lamentaba mucho no tener monedas. Esperé que me cerraran el paso. Que llegara la amenaza. Que se consumara el atraco. Supe que accedería a lo que ellos me pidieran porque a esa hora bien poco me importaba todo. Me dejaron seguir mientras me miraban. Cuando casi no los veía escuché que uno de ellos me dijo usted-es-muy-bonito. Lo pronunció delicado y sin morbo, o quisiera recordarlo así. Después me mandó un beso sonoro. Sonreí. Me fui sintiendo que quizás valdría la pena una semana más. Y una tristeza infinita.

ESTEBAN GIRALDO

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