Si todo iba bien esa noche nos tocaría en platea, lo bastante cerca como para distinguir los gestos ora concentrados ora distendidos de los músicos, y lo bastante lejos como para que las notas alcanzaran a solazarse en su individualidad de capricho exacto. Si todo iba bien esa noche besaría por primera vez a Adelaida; y por tanto mi soledad de perro ciego encontraría, nuevamente, un refugio que yo de entrada sabía esquivo, vacío. El teatro Metropolitano lleno de oídos y de señores gordos con tirantes que no veían nada pero que no se cansaban de manosear el programa; el lamentable programa que alguna señorita inútil había digitado como se escribe una receta de cocina, con errores tan inocentes como garrafales, haciendo de Beethoven un romántico improvisado y de la Academy Saint Martin in the Fields, la Academia San Martín de los Campos; nada raro en últimas.
Se desdice mucho de los diletantes que van a este tipo de eventos: gentes distrayendo su quejumbre en cosas que no entienden; y bien hecho. Adelaida y yo –sobre todo yo– éramos de esos. ¡Ay Adelaida, usted tan Piazzolla y yo tan María Dolores Pradera! Yo sólo quería besarla. Y entonces era grato saberme como un príncipe luego de la invitación no ya a la tumultuosa oscuridad de un cine, que igual me servía para sentir la tibieza de sus manos, tarántulas cojas, sino a la placidez roja y ladrillo de una audición con intermedio de vino caliente y, si todo iba bien –como no iba ir–, aplausos y ovaciones al final.
No había fumado de puro miedo. Bastante sé del mal aliento y de cierta adolescencia empedernida. Indiqué los asientos, esperé a que Adelaida pasara, casi tocándome, y casi pude olerla viendo la cadenita plateada con la que jugueteaban el pecho y los dedos. Luego me atreví a mirarla, sin pudor, y tuve muchas ganas de fumar. Pero nada. Sacos pasando y manos intentando abrirse paso hasta una butaca nunca cierta. Esperé un desespero de luces que no se apagaban y de señoras desubicadas, pero los dedos de Adelaida me enredaban en un tejido de piel y bisutería. Al fin fue la oscuridad y de inmediato la conciencia de que el aire acondicionado haría un contrapunto insufrible al programa que iba de Bach hasta Shostakovich. Me recosté en el hombro de Adelaida, en un acto de atrevimiento en los límites del lugar común y cierta tierna torpeza. Ella se acomodó, acoplando su hombro a mi oreja.
Cerré los ojos imaginando barbaridades hasta que comenzó la Suite en Do menor de Bach. Ese silencio y la respiración asmática del aire acondicionado y yo sin cigarrillos. El primer violín. Ruido de suelas, de dedos de los pies aprisionados en medias oscuras, de dientes aferrados con las uñas a un paladar cualquiera. Luego el chelo y la fiesta. Una risotada del piano. Los ojos brillantes de Adelaida. La concentración. El tiempo. El final. El aplauso al filo de derrapar en ovación. La certidumbre de estarse bien así, sin más. El golpe de hoja enfilando El archiduque. La viola y el segundo violín marchándose entre bravos. El primer estornudo, como un estornudo indistinto, dándole espacio a otra contracción de pulmón endeble. Y luego otro estornudo. Y luego otro más enfático, pidiendo silencio; que cesen los aplausos. Luego una suerte de ronquido desgranado. Luego otro estornudo, un conjunto de estornudos. Luego una risa. Y luego otro estornudo y otro y otro. Y luego otro. Y ya estábamos en pleno sabotaje de gargantas molestas. Concilio atrabiliario. Hasta los músicos comenzaron a toser, esperando que la flemática canción del público fuera rematada por una sonrisa y un nuevo aplauso y ahora sí Beethoven. Pero no; todo el mundo en apogeo alérgico. Todos menos Adelaida y yo. Ella me miró, risueña, y yo ya no escuchaba el siseo de los ductos de la ventilación. Adelaida alcanzó a reírse en silencio mientras yo bajaba la mirada, avergonzado por no sé cuál culpa. La caterva de tosedores alcanzaba ya una consistencia que parecía ensayada. Los músicos ya habían dejado, espantados, las tablas vacías. Cogí la mano de Adelaida en la carrera hacia la salida, ofendido por la respiración averiada de los asistentes. Ella no se resistió. Hasta la acomodadora que nos franqueó la salida estornudaba. No estamos huyendo, Adelaida, estamos curándonos en salud, le dije derrotado, sin saber qué más decir, bajando las escaleras que daban a la calle.
Abordamos un taxi. Dos cuadras adelante le pedí al taxista que parara: necesitaba comprar un cigarrillo. Me bajé, cerré la puerta y el taxi arrancó, a traición, mientras yo caminaba en dirección a una tienda. Alcancé a ver, al final, que Adelaida jugaba con su cadenita de plata.
ESTEBAN GIRALDO.
Hélas! Siquiera hay un buen escritor joven en Medellín. Ya pensaba yo que íbamos a tener que soportar impunemente que los Abad y los Jorge Franco celebren cuanta babosada se le ocurre publicar al Rimbaud de Carlosé Restrepo: Jaime Espinal que, queriendo parecer un poeta maldito, sólo nos produce ganas de gritar: Maldito poeta!
ResponderBorrarCuando sera que se dedica a la actuación
ResponderBorrar(o travestismo)es "jimmy" espinal o mejor a la administración que seguro para eso si sirve.
FLACO TE JURO QUE ME PUSISTE LA PIEL DE GALLINA, ME HICISTE RECORDAR UN VIEJO CUENTO DE POE (UNO DE LOS QUE MAS ME GUSTA), LA MANERA COMO ESCRIBIS ES EL ESTILO QUE MAS ME GUSTA.
ResponderBorrarGRACIAS!!!!!!!!!!!!!
Era yo quien estornudó primero. Flaco: sin palabras.
ResponderBorrarexcelente!!!!
ResponderBorrarMuy bueno!
ResponderBorrarQuè pereza Jaime Espinal, Esteban Carlos Mejìa y el resto de su combo.
Natalia, de què cuento de Poe te acordaste?
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