Al tanto de la tragedia se manifiestan estos dos fieles atunes y nos regalan una entrada “dos en uno”; exceso de solidaridad.
Solidaridad ninguna.
La tragedia, en tanto que tragedia, no es cuantificable. Existe un número exacto de muertos. Los edificios caídos y las calles arruinadas podrán ser reconstruidas con finitos millones de dólares. Las ayudas en especie, llegadas de todas partes del mundo, llegarán a su última tonelada. Pero nada dará la justa medida de la tragedia. Ni las fotografías, ni los relatos de los mejores periodistas pueden decir-lo-que-no-hay-palabras-para-decir.
Haití era un mundo chueco, extraño, pobre, pero al fin y al cabo era un mundo. Ahora es pura ruina. Es-un-mundo-que-es-no-siendo-mundo. Haití es un pago invivible. A eso se le suma el oportunismo descarado de los líderes de todos los países del mundo que con donaciones, visitas y lástima, ayudarán a la mitad de esa isla pérdida en el Caribe. Y lo peor es que ese oportunismo es necesario, y debe ser agradecido. La necesidad tiene cara de perro, dice un adagio popular. Y los benefactores cara de amo satisfecho, agregaríamos nosotros. Al desastre se le suma la vergüenza, a partir de la cual la caridad es posible.
Por supuesto, la caridad –generosa e interesada–, pero no se abren las fronteras. Que a ningún haitiano se le ocurra el despropósito de irse para otro país, que nos-pega-la-peste. Quién se creen para intentar abordar los aviones de nuestras fuerzas aéreas. Allá les mandamos comida y plata, pero no queremos sus negros y desastrados cuerpos en nuestro territorio.
Lo máximo a lo que llegaron los Estados Unidos fue a suspender la deportación de los ilegales haitianos en su país, antes –nobleza obliga–, habían sacado a sus ciudadanos de las ciudades colapsadas. En el entretanto miles de haitianos miraban con el estómago vacío los aviones que llegaban cargados con comida y salían con extranjeros del aeropuerto de Puerto Príncipe. De golpe vieron descender a Hillary Clinton de una nave venida de otro planeta, y pensaron que el mundo es rico, pero para ellos están cerradas esas puertas. Al inclinar la cabeza, como dando las gracias, se olvidaron que la lucha de los Estados Unidos en contra del comunismo explica muchas de sus desgracias, y que el esposo de la mona que desciende entre honores les impuso unas condiciones económicas que los sumieron en lo más hondo de la precariedad. Y que los gringos, por más que condonen su deuda externa, volverán a ser sus mayores acreedores, y que pronto volverán a ser expulsados, como ahora no son recibidos.
A la ONU le han llovido críticas: parece mucho más interesada en el rescate de sus funcionarios desaparecidos y muertos, que en cumplir una misión verdaderamente humanitaria. Dice la prensa colombiana que “las labores de rescate en el hotel Montana, uno de los más importantes de la capital y en donde llegaban importantes personalidades, se vieron entorpecidas debido a que un general chileno que hace parte de la misión de la ONU, ordenó buscar a su esposa, que se encontraba alojada en el edificio, sin importar si había o no más gente atrapada”, y que "no hay hospitales para atender a los heridos, pero en la sede de la ONU, donde están las cámaras de televisión, sí hay 600 rescatistas trabajando en una sola persona".
Colombia participa en la espectacular ayuda, cómo no. Hasta nuestro presidente ha amagado –en palabras de Antonio Caballero– con hacer un “camping en Haití”. Y así, líderes de los cinco continentes ejercen una fraternidad de foto. Una imagen de nuestra grandeza comparada con la catástrofe ajena.
Lo más doloroso –duele hasta el origen de eso que llamamos humanidad–, es que nos las hemos arreglado para convertir la devastación en una hoguera de vanidades. Y para esa tragedia, que es la nuestra, quizás no valga solidaridad ninguna.
ESTEBAN GIRALDO.
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Yo ayudo, Tú ayudas, El ayuda: Nosotros ayudamos.
La tierra tembló y ahora Puerto Príncipe nos recuerda la sentencia bíblica: “Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene”. Los voluntaristas de ocasión no se han hecho esperar, y ya circulan por el mundo que quedó en pie, intacto, sin un rasguño, las fotos que se tomaron algunos en medio del cataclismo. Nadie parecía saber siquiera qué idioma se hablaba en Haití, al punto que un periódico nacional ha debido titular ingenuamente: “¿Por qué Haití es tan pobre?”. Lo cierto es que no le bastaba con la miseria para existir en la conciencia del mundo, debía esperar a que un sismo de siete grados le sumara ruina al hambre, destrucción definitiva de un día a la destrucción prolongada, sostenida, silenciosa de todos los días. Los que hoy posan con cara de buena voluntad no sabían ni cuál era la capital de aquella isla olvidada por la Historia. Ahora que los muertos se cuentan por millares, todos quieren ayudar.
Ayudar está de moda. Es de buen gusto como en algún momento fue de buen gusto no hacerlo. Y viéndolo bien, lo que se ha hecho hasta ahora es lo mínimo que se puede y se tiene que hacer en un mundo donde las catástrofes se saben en todo el planeta casi al mismo tiempo en que están ocurriendo. El terremoto de Lisboa en 1755 fue de once grados, produjo un incendio de una semana, y por supuesto nadie pudo ayudar porque nadie supo de inmediato. Así que tampoco es heroico lo que se ha hecho pues no es más que corresponder a las posibilidades de la época. Basta de recompensas a los que hacen lo que tienen qué hacer. No perdamos la razón por exceso de sentimiento: ¿un acto desinteresado es posible? No, y en política menos. Parecer desinteresado es también un interés, y muy rentable, en la economía de las relaciones humanas. Además todo don exige un contra-don, así sea el agradecimiento perpetuo. De manera que hay que agradecer la ayuda, hay que conjugar el verbo, pero no más: lo demás, que está de más, es vulgar caridad en la era de la información.
PABLO CUARTAS.
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