La neblina pasa tan rápido que si uno estuviera afuera sería una cachetada fría. La mujer se monta al bus en Santa Rosa de Osos. La acompaña Perico, el bobo del pueblo. Yo, abusivo, tengo el equipaje en el asiento de al lado, mientras intento dormir apoyando la cabeza en el vidrio de la ventanilla. Luego el páramo, que pasa como una cinta animada. Tengo puestas una bufanda con rayas cafés, azules y verdes, chaqueta, las gafas de marco grueso y esta cara de citadino a cabalidad. Una vez Perico se sienta la silla que aguanta mis maletas es la única que queda libre. La mujer sigue hasta el fondo del bus, luego de mirarme y mirar mis pertenencias. Quiere sentarse en el pequeño espacio que hay entre los dos grupos de asientos de la última fila. Los muchachos de atrás no tardan en molestarla: venga señora yo la cargo, pero usted me paga el pasaje. Pongo mis maletas en el piso, para darle el puesto a la mujer. Ella llega y no me mira, simplemente dice: joven, qué pena, y se sienta. La mujer huele a viejo, a baba seca. Los muchachos de atrás, que también subieron en Santa Rosa de Osos, comienzan a molestar a Perico, pidiéndole el celular prestado. No tengo minutos, responde Perico a media lengua, un poco molesto.
Habría que detenerse un poco en esta escena, para tratar de preguntarse el por qué la mujer, en realidad una anciana, no reclama su puesto; por qué decide irse a ese espacio ínfimo e incómodo, incomodando a su vez a los muchachos, campesinos como ella. Es más, lo que hay que preguntarse es por qué esa resignación del “joven qué pena”. Y todas esas preguntas valen si uno considera que en esa mujer existe un encanto tan inapelable como sencillo. Lo digo porque bien sé que “las clases dominadas” –el solo término es detestable– nunca han hablado, han sido habladas por políticas, por pensadores bien (y mal) intencionados, por unas ciencias que en su delirio de grandeza (desde Marx) han secundado barbaridades innombrables en nombre de eso que se llama libertad, justicia, progreso. La antropología misma nace de la necesidad de colonizar a ese otro exótico, lejano. Lo que digo es que habría que pensar el asunto más allá de los dispositivos académicos que garantizan menos la inalcanzable objetividad que la pureza epistemológica de determinado grupo de expertos. ¿Cómo interpelar a una mujer, anciana y campesina, que ante un abuso evidente –aunque modesto– sólo le es dado disculparse? ¿Cómo tender un puente horizontal entre su pudor y mi arrogancia? Sí, yo sé que todo lo que me pregunto es casi retórico, que debería remitirme a los libros en que se habla de “falsabilidad” y balandronadas por el estilo. Pero ninguna respuesta fácil me satisface, a no ser que haga énfasis en el tiempo, en la duración suficiente para que al “dominado” se le olvide su dominación y al analista se le olviden sus libros y esos términos como “clase dominada”, “falsabilidad”, “alienación” y tal.
Pensando en eso sube al bus, en mitad de la carretera desolada, una niñita, de esas cachiticoloradas, ojiclaras de tierra fría, metida en un vestido de boleros que casi no entra en su cuerpo ya preadolescente, lo que es el colmo del estereotipo y quizá de una belleza dolorosa. La niña comienza a dejarle a cada uno de los pasajeros un paquete minúsculo de papel periódico y de pepitas que no se sabe, de entrada, qué es lo que son.
Encima en una de esas maletas que cargo en los muslos llevo un libro que por su título podría venir al caso: El otro por sí mismo, de Jean Baudrillard. Allí deja la niña el paquete que me corresponde y sigue. La tesis del texto es la siguiente: “Inmersos en una sociedad dominada por el éxtasis de la comunicación, sólo existimos como terminales de múltiples redes: nuestro cuerpo se vuelve inútil y obsoleto, pierde su carácter de metáfora para precipitarse en una enloquecida metástasis. Caduco el drama de la alienación deja paso a la obscenidad de lo demasiado visible, de lo que no tiene secreto”. ¿Cómo, ante el olor y la figura de la mujer a mi lado y de esta niña, se podría suscribir semejante exabrupto? Una vez agota los pasajeros, la niña desanda el pasillo y se para en la cabecera del bus. Los niños de atrás molestan a Perico. Que les preste el celular que lleva en el bolsillo de su camisa, que necesitan llamar a la mamá para decirle que venga y lo recoja, que por qué se voló de la casa. Que no tiene minutos, les dice otra vez Perico a los muchachos. Vuelve el tiempo. Ni la mujer ni la niña ni el loco ni los muchachos tienen tiempo para ser “terminales de múltiples redes” virtuales; ese mundo para ellos no tiene lugar. El tiempo, no hay que olvidarlo, se mide en años y no en bits.
Entre una curva y otra, la niña comienza a ofrecer para la venta lo que “ya todos ustedes tienen en sus manos”. Se trata de semillas de comino crespo. Un árbol que por su madera, según nos indica, es oro puro a los sesenta o setenta años de sembrado. Un árbol que con poco esmero y mucha paciencia podría hacernos ricos. Y sigue la niña con una explicación más detallada de las virtudes y el cuidado de una especie que ya tiene bastante belleza con su nombre. Lo hace con elocuencia de culebrero. Al fin pide lo que cada uno quiera darle por cada paquete. Comienza a recoger en cada asiento bien sea algunas monedas o el pequeño envoltorio. Cuando llega donde Perico este le pide dinero a la señora de mi lado para quedarse con las semillas. Ella le entrega tres o cuatro monedas a la niña, advirtiéndole que es el pago de su paquete y de el del bobo. La anciana destapa la cubierta y mira sus semillas con ojo de experta, las acaricia y las guarda con delicadeza en su saco. La niña me interpela y pienso qué podría hacer yo con esas semillas. Y me parece lindo sembrarlas en la terraza del edificio donde vivo y poder ver, al cabo del tiempo, esa mina gigante de otro vegetal coronando un bloque de cemento hecho en serie, sin gracia y sin historia. La idea es absurda, claro. Sin embargo decido comprarle ese puñado de semillas a la niña, que me agradece cuando le doy unas monedas por él. Y ahí, en ese momento, tiendo el puente con esa señora: nos une la misma presunción de comino crespo.
En el fondo del bus lo muchachos no hacen caso de la niña y creo que muy poca gente ha comprado ese bosque de oro que nos han prometido. Una vez termina, la niña se queda parada en el pasillo, cerca de donde estoy sentado. “¿Será que se pueden hacer bonsáis con estas semillas?”, le pregunto. Ella me mira desconcertada. “De más que sí”, me responde, “aunque sería un desperdicio”. Detrás escucho que los muchachos siguen en su carcajada perpetua.
Luego de un rato Perico se ha dormido. Y la señora sigue en su silencio.
Ya se verá. Puede que logre sembrar una mina enana en la mesa de desayuno de la terraza de mi apartamento. El tiempo que tardaré será el mismo que si fuera un árbol de verdad. Mucho tiempo. Y ni la señora, ni perico, ni yo mismo, podremos verlo. La muchacha que ya se baja del bus, quizá sí.
A la asepsia de las disquisiciones teóricas y de las redes virtuales que cubren el mundo las reemplaza, las aniquila, el olor de la mujer que se sostiene inmóvil, estoica a mi lado, la inutilidad del teléfono móvil de Perico, la risa de los muchachos y las semillas de la niña. Ese olor a baba seca que es el olor de la tierra. Del mundo. El mundo que afuera es una cachetada fría.
ESTEBAN GIRALDO.
Qué bueno este relato!
ResponderBorrarUna oda a los momentos que cortan ese cable que nos convierte en terminales de una red virtual para soltarnos, huérfanos, en la red natural donde corremos indefensos los hombres de ciudad.