El cobarde está sentado en una cafetería de universidad cualquiera, dejando marchar el tiempo, impelido a ello por un afán que tiene que ver más con la pereza que con alguna expectativa física o metafísica. La muchedumbre desfila incesante y es ese vapor de aceite hirviendo, de comida barata. La humedad se escurre verde por las paredes y en el aire nada esa especie de moho que solo es respirable gracias al humo de cigarrillo. Allí, donde está él, llega una chica –y tiene que ser una chica porque la cobardía es un estado que sólo se experimenta con la juventud, ya que una vez pasados los treinta se convierte en pusilanimidad– y al cobarde no le gustan sus ademanes; por principio ha renunciado a la belleza de las apariciones fortuitas. Pero no puede dejar de ver esa manera de sentarse, la niña asegurándose al mundo mientras pone su botellita de té en la mesa que parece más una reliquia impresionista que un objeto funcional. El cobarde piensa “reliquia impresionista” porque ya lo ha sorprendido el temor; en la frivolidad modélica de la joven se agazapa una desgarradura que intuye y que es el motivo no ya del temor sino de la desesperación. Lo recorre un escozor que no puede identificar. La chica, que no es más que una estudiante un poco más agraciada que las demás, nerviosa, se aproxima y le pregunta algo que la perturbación no entiende. Sin embargo él alcanza a darse cuenta que por algún descuido la camisa de ella, a la altura del pecho, se ha pintado de un líquido que él quiere creer que sea té porque no se atreve a considerar lo que verdaderamente es: sudor. Se le ahoga en la garganta una frase cuyo autor ha olvidado –pero eso a estas alturas poco importa–. “Mi definición era esperarla”, se dice, pero no, no es capaz de pronunciar la respuesta a una pregunta que se le escapa. La chica insiste, crispada por una impotencia que bien sabe no le pertenece. Idiotizado por el deseo el cobarde se para, sin decir una sola palabra, casi estrujando a la chica que ya ha terminado su té. En la retirada el cobarde tiene conciencia de su cobardía y la falsa impresión de un olor rancio que sale de su cuerpo. Y como si del miedo al miedo se tratara, sabe que ha quedado atrapado en un espiral sin fin.
ESTEBAN GIRALDO.
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