“Al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene” –cito de memoria un libro de la biblia que no recuerdo–. Las imágenes que no se cansan de explotar los medios son elocuentes; la profecía secular de las escrituras vuelve a repetirse. Y seguirá repitiéndose cada año, con la precisión del aguacero, con el ciego encarnizamiento de las amables estaciones que le tocaron a Colombia –que es pasión–.
Por más que se diga en la Teletón y demás masturbaciones caritativas –que son necesarias–, el drama del invierno no es exclusivo de los pobres, esas gentes ahogadas en pueblos innominables. Ya el año pasado algunos ricos de Medellín sufrieron la cachetada fría de una ladera en deslave. En estos meses, grandes terratenientes han mudado su ambición por la cara ejemplar del damnificado, industriales y comerciantes han visto sus grandes apuestas de fin de año naufragar en bodegas de alta seguridad, y transportadores y viajeros de todas las condiciones han dejado empantanado su destino en salas de espera y recodos de carretera.
La tragedia es nacional, y no es producto del fenómeno de la niña; es el resultado de la estupidez precámbrica de los planificadores y controladores del uso de la tierra en Colombia. La tragedia es, también, política. Hija de la desidia institucional para tomar las precauciones necesarias en contra de la fuerza legítima e indolente de la naturaleza. La Gabriela era un momumento al peligro; hoy es otra ofrenda sacrificial que hemos pagado por la incapacidad de proteger la vida de nuestros ciudadanos. Nadie puede decir que lo que ha pasado en Gramalote, en el Atlántico o en las riberas del Magdalena, el Cauca y demás ríos, era inesperado. Se trata de las bodas con una novia fea, de la que sabíamos que más tarde que temprano acudiría a la cita. Los encargados, sin embargo, no hicieron lo suficiente. Corporaciones autónomas regionales, alcaldes, gobernadores, ministros y presidentes parecen complacidos por su eficiencia en mitad de la inundación y el derrumbe, suscitando la solidaridad de todos, olvidando que era su responsabilidad que no sucedieran. Por supuesto, la eficiencia verdadera no da primeras planas, no se nota. A la larga, meditática y electoralmente, no es tan rentable. Puede ser incluso contraproducente. Uno piensa en el alcalde de Bello sacando a punta de antimotines a la gente en riesgo en Calle Vieja y escucha las exclamaciones de los desalojados y sus vecinos: ¡Cómo nos sacan de la casa! ¡No me pueden quitar lo poquito que tengo! Y, por supuesto, tendrían razón. Lo responsable hubiera sido realizar los reasentamientos en condiciones dignas y planificadas. Pero eso cuesta, y como es lo menos que uno espera de un “dignatario” y de las instituciones competentes, no hubiera existido la oportunidad de dejarse ver tan responsable, tan digno, tan diligente y tan humano, en botas pantaneras y chaleco nuevo en la emisión meridiana del noticiero, en vivo y en directo.
De otro lado nos hubieran despojado, esta vez sí, de la vulgar caridad de nuestras estrellas de televisión, unidas en el esfuerzo de juntar plata en una transmisión común de más de un día; tan buenos que son, tan generosos. Yo hubiera votado por el que me ahorrara el placer de ver a Jota Mario Valencia y a Jorge Alfredo Vargas como un dúo dinámico. Pero dadas las circunstancias no queda más que agradecer a estos galanes históricos, espléndidos, patéticos; esdrújulos. Gracias, de verdad.
Ahora, tendremos que conseguir otros diez billones –pensar en los ceros de la cifra confunde– para reparar lo irreparable, para nuevas víctimas. Víctimas, como las de la violencia, de la miserable inteligencia de nuestros políticos, de la miserable ejecución de nuestras instituciones; en fin, de nuestra propia miserableza como nación, que es el rasgo más palmario y más vergonzoso de doscientos años de independencia. Tan débiles que somos, tan pobres todos –hasta los ricos–; tanto que ya no es Dios sino el agua y la tierra las que nos quitan hasta lo poco que tenemos.
ESTEBAN GIRALDO.