Sabe que no sirve para nada. Lo sabe. Peor: lo siente. Acaba de ver una película, una película pretenciosa. Perturbadora. Hace algo de comer. A las cuatro de la tarde apenas ha tomado algo. Pero no, hambre no tiene. Su cuerpo flaco ni siquiera se lo exige. Lo hace por cumplir. Porque toca. Por costumbre. Pone música y se pone a escribir. En tiempos como estos no se le ocurre nada. Pero se ve escribiendo una larga página. Una página ardua que le sale con facilidad. Lo ve, pero no le sale. Entonces ve al hombre que escribe, ve que la página se llena de letras, de palabras como hombre. Escribe. Hombre que escribe. De golpe ve que el tipo se detiene. Y como en un sueño, por más que se esfuerce por leer no puede. La página se desenfoca, objetos se oponen a su mirada. Le da un desespero de ciego. Antes de que se nuble por completo la mirada, alcanza a ver esa palabra: ciego. Y el negro. El hombre, al otro lado, se ríe. Y sigue. Describe la casa de paredes blancas y muebles negros, baratos. Habla de un hombre que cocina y come con ansias terribles. Como si fuera la primera y la última vez, con la certeza de que el hartazgo prevendrá la hambruna. Al final, por supuesto, este hombre se pone a escribir. Pero ahí se detienen las palabras. El hombre que imagina se queda en blanco. Mas el imaginado escribe con iguales ansias con las que comía. Cada letra es un golpe. Ahora es un hombre escribiendo y escuchando música. La música que llena las paredes blancas, y que es triste. Y la escritura que fluye sin más, como una repetición. Una repetición, una repetición. Una repetición. Este hombre ve a un hombre dormido en frente de un televisor, donde un hombre ve a otro escribir. Escenario blanco de un teatro, y en frente del escritor que escribe su propia representación, y la representación de este último representada por otro. Y éste por otro. No son idénticos, sin embargo, pero parecen infinitos. La música, de repente, se detiene. Y el hombre se ve en la película, al final de la fila de las representaciones, diminuto por el efecto de la perspectiva. Escribe, sin embargo, que un hombre está escribiendo. Ve que la página comienza con la frase que sabe que no sirve para nada, y en el texto ve a un hombre escribiendo sin parar, enceguecido por su propio ritmo. Y una música que no se detiene y que es la repetición indefinida en el tiempo de lo mismo. Un rollo interminable de blanco escrito, donde la historia recomienza. De pronto una imagen que regresa, una representación de la representación de la representación de la representación de la representación de la representación. Y ve que está solo. Va a la cocina. Come sin hambre y luego se pone a escribir. Un hombre comienza a las cuatro de la tarde una página en la que un hombre escribe que escribe a un hombre que se cansa escribiendo, y se pregunta: ¿por qué no seguís vos? Sigo yo, le responde otro. Y era un hombre que escribía a un hombre que escribía y tuvo que pelear con otro para que lo dejara continuar, porque estaba diciendo que sonaba música, pero el otro veía una película donde un hombre veía a un hombre que escribía su propia representación tan fielmente que la representación contaba, también, con su propia representación, y esa representación con una propia y así. Pero no lo logró porque uno de ellos sabía que no servía para nada. Lo sentía y no iba a dejar que los demás hicieran algo por él. Seguían siendo las cuatro de la tarde y la página ya era incuantificable. Y uno de ellos escribió un reloj que otro veía y que se sorprendía porque todavía eran las cuatro y porque aunque no había comido nada y no tenía hambre. Sin embargo hace que se pare y vaya hasta la cocina y haga algo, sin ganas, como por cumplir. Luego decide escribir a un hombre que escribe a un hombre realizando su propia escritura. Escribe un ombligo dentro de un ombligo. Y al interior un ombligo dentro de otro ombligo. Que lo devuelve a la escritura de sí mismo. A las cuatro de la tarde. A las paredes blancas, detenidas por la música. O donde se detiene la música. Y un hombre escribe que se detiene la música. Pero la música dice que un hombre detiene la música. Y se detiene. Pero el hombre que escribe escribe la música. Donde nuevamente un hombre la detiene. Pero no se detiene. Queda suspendida. Una suspensión larga. Larguísima. Donde son las cuatro de la tarde y hay una película donde un hombre y sus representaciones se escriben así mismas. Espejos autónomos que compiten en la disparata empresa de describirse. Y todo eso pasa también en la música. En la paredes blancas, como páginas, que dicen que un hombre escribe a un hombre, y que está adentro de esas paredes, y escribe que lee esas paredes. Se lee a sí mismo al tiempo que se escribe al interior de la propia escritura. Y no termina. Y aún así no sirve para nada. Y otro lo ve. Y lo escribe. Y se detiene. Y así…
ESTEBAN GIRALDO.
IMAGEN: ESCHER.
Dos, cinco, seis lapsos de un crecimiento común. Fluctuando entre lograr ver lo invisible, escuchar lo inaudible, sentir lo inalcanzable. Agrias realidades que elevan a sublimes sueños; el resultado: descontrol primitivo de los instintos impulsados por visceralidades. Escribe. Oscila. Movimientos de llamaradas coloridas. Manos, pies y nuevamente manos y pies. Y en frente, una fugaz representación que tiene lugar en el 'espejo'. La conmiseración del otro: del yo.
ResponderBorrar**Bien ahí por la nueva entrada atún. A estas alturas ya era hora. ;)