Como a las nueve y media o diez de la mañana comienza la ceremonia. Los bañistas de todas la edades, toalla en mano, dejan sus sandalias a un lado, se estiran, intuyen la frescura de ese espejo en el que uno puede sumergirse y del que provienen los reflejos que obligan a los más sensibles a hacer viscera con las manos; los bebes se tornan mohosos gracias a las protecciones maternales, las mujeres calculan las dosis de esa viscosa película para untar que queda en los tarros de sus bronceadores, una niña llega comiéndose la última parte de la galleta del desayuno; en fin, nadadores e incapaces se reúnen en torno de una adoración húmeda y abrasadora al borde de la piscina. Se lanza el primero, atún de cloro estabilizador, bromo e hidrogenosulfato de sodio –que mantiene perfecto el ph del agua–. A eso de las seis de la tarde se retira el último y cuando se escurre y sacude la cabeza da por concluida otra sesión de una infamia que con toda seguridad se repetirá al día siguiente.
A uno se le olvida que la gente es fea. Los cuerpos de la gente, digo. O no, qué va: la gente, a secas; uno mismo. Pero yo lo veo y lo recuerdo siempre en las piscinas. Tanto exhibicionismo, tanta fealdad en pantaloneta, tanta desgracia descubierta en y por un bikini. A las muchachas impúberes se les asoman ya los defectos y las malformaciones que en sus madres y sus tías son puro espectáculo. Las mujeres jóvenes se calcinan las estrías, los gordos y los juanetes que exhiben coqueta y desvergonzadamente. Algunas, las más bellas –y esto es lo peor–, no se compadecen, sonriendo, de tu deseo atento, de tus ganas de perdonarles todo y pasarles las sandalias y una cerveza. Claro, qué te van a sonreir si ellas mismas se asquean de los tipos que les desfilan incesantes, con el interior de los bolsillos de sus pantalonetas como una bandera, al aire esas orejas de tela que son un colador blanco, chorreando agua, y pelos. Los niños gritan, dan volteretas en el aire, se persiguen, se carcajean, tragan agua y es un contento tan delicioso que sería indecente reprocharles que no salgan de la piscina y orinen en un sanitario, como debe ser.
A eso de las tres de la tarde vi a un borracho, en un rincón, escupiendo lo que debería ser algún tipo de jugo gástrico revuelto con aguardiente. Antes me había indignado una parejita de novios que querían ser invisibles para seguir tocándose sin tener que mirar quién los estaba mirando. Ahora disfruto que todas estas imágenes se vayan disolviendo, resolviendo en esa sopa, en ese líquido vivo adornado aquí y allá por un flotador de flores, una ballena inflable, una pelota.
Dejo las cosas hasta este punto –y esta profundidad– porque ya se imaginarán ustedes las demás contravenciones a la estética y a la higiene que yo me ahorro; porque casi nunca me meto a una piscina, y cuando paseo por ahí me cuido de andar lo mejor vestido que pueda. Yo acompaño en el chapuzón y la bronceada únicamente a la gente que quiero y le tengo confianza. Para ellos, que son hermosos, no valen estas palabras.
Hace días leí una “tarea no hecha” de Luis Miguel Rivas en El Espectador; hablaba de lo deseables, de lo autónomas, de lo buenas mujeres que son las mujeres que fuman en la calle. La entrada –buenísima– terminaba con una esperanza: el narrador prendía su puchito, pensando que en el cielo de los Buenos Aires esas volutas se encontrarían con los restos de aliento de todas las mujeres que fuman en la calle, tan deseables, tan autónomas, tan buenas mujeres que son. Lástima no poder siquiera fantasear, ni en el sueño más acromegálico, con que eso ocurra en una piscina; si en el aire quemado que es el humo podríamos encontrarnos idealmente, en el agua no nos queda más que humillarnos, hundirnos, naufragar en la tarea inconsciente pero manifiesta de revolver nuestras miserias.
ESTEBAN GIRALDO.
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