Ese pueblo es un moridero, me dijeron una y otra vez cuando contaba que venía a Valdivia. Un moridero de mierda, me dijo un profesor muy enfático y muy recorrido que tengo. Yo les respondía que bueno, que tal cosa, que lo que yo quería era ir a Vigía del Fuerte, que me imagino peor. En todo caso es la misma guerra. Acabo de llegar y por lo que veo sí, este pueblo es un moridero. Casi todos están muertos, menos dos policías y un señor Samuel, que me arrendó (10.000) esta piecita en la que escribo. Claro, todo puede explicarse por la hora, son las 3:35 de la mañana, pero ya he recorrido el pueblo de arriba a abajo, varias veces, y ni un alma en las calles. Esto es un moridero, me decía cada sombra.
El bus de Coonorte salió casi cumplido a las 11:50 y hace aproximadamente una hora me dejó, literalmente, “tirado en la cochina carretera”. Antes de subirme me había tomado un ron doble y me había fumado dos cigarrillos seguidos, un poquito como para calmar la angustia y almacenar nicotina en el sistema nervioso; quién sabe a qué horas podría fumarme otro Lucky. Salimos y bien, todo perfecto, el bus trepaba por esas carreteras antioqueñas que tienen menos de ingeniería que de locura con su rumbar saludable, sordo y vigoroso. Cumplimos con la típica parada en Santa Rosa, donde compré un café perico, un pastel de pollo y eché mano al bolsillo, y allí, intacta en ese frío de montaña, mi cajetilla de Lucky abierta, digna, casi humilde, casi varonil. Saqué un pitillo, lo puse en los labios y no señores, el encendedor por ningún lado. Escúlquese hombre, me decía el alma o una cosa parecida, porque el alma en estas circunstancias no existe. Y me esculqué. Y nada. Y pues bueno, fui hasta la barra donde despachan al bulto aguapanelas y pandequesos, y pedí candela. Y en menos de un minuto, ahí, lívido, hacendoso, casi sensual, casi femenino, el fuego. Por fin fumé, y en ese frío mi respiración era exactamente el humo que salía del cigarro y que luego salía completo de mis pulmones, o eso quiero creer. Acabé hasta con el último miligramo de alquitrán de ese pucho. Luego me monté al bus, más tranquilo, más feliz. Sólo falta la mitad del trayecto, me dije.
Vi un perro muriéndose en mitad de la niebla; vi un puesto de policía donde los uniformados se encapuchaban minuciosamente para protegerse del frío; vi incontables letreros de Terpel; vi camiones rezagados entre curva y curva; vi que cuando en la carretera había iluminación las sombras que el bus proyectaba se alcanzaban una tras otra, como si avanzar consistiera en que la cola alcanzara a la trompa, en una carrera de relevos sin fin; no vi ninguna vaca. Y me quedé dormido.
Luego fue un toqueteo de pianista burdo en mis muslos y el despertar en medio de la nada y la voz que me decía secamente, como un guayabo: Valdivia. Agarré mis corotos y me bajé del bus, atolondrado, y casi no tuve tiempo de preguntarle al ayudante y bueno, ¿por dónde cojo? Hágale pa'rriba, me dijo el tipo señalándome una loma. Pa`rriba le hice. Además de calle, casas y unos cuantos carros parqueados, nada, absolutamente nada. Llegué hasta donde no se podía subir más y nada. Hasta el puesto de policía estaba apagado, muerto. Y yo con ganas de un Lucky teniendo tantos a la mano y esa rabia de no poder darle ni una pitadita, una pitadita no más a alguno. Le di varias vueltas al parque esperando encontrar a algún cristiano que me socorriera, y no se crea que era para pedirle posada, o que me indicara dónde hospedarme, lo que yo quería era candela, fuego para esas ansías; nunca como antes esos versos de Moliere me habían calado tan hondo: "y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano". Al cabo de un rato volví al puesto de policía, y fue una suerte encontrarme con dos agentes que ya iban de salida. Me presenté y tal, Esteban Giraldo, Unal, profes rurales, y sacando los Luckies del bolso les pedí encendedor, y como no tenían pues entonces les pregunté dónde diablos podía encontrar un lugar donde dormir mientras amanecía. No mijo, a esta ahora nada, vaya a ver a la bomba. Les pedí indicaciones de cómo llegar hasta allá, me las dieron, y cada uno iba a seguir su camino, ellos en tremenda camioneta Toyota y yo a pie, con un cigarrillo apagado entre los dedos de la mano izquierda. Porque, a ver, si uno está en un moridero pues la cosa es morirse. Y mi apuesta era con los cigarros. A esas alturas mi situación, pues, era casi desesperada. Cuando ya se iban les pedí el favor que se fijaran si en el carro había un encendedor. El que conducía abrió la guantera, prendió la luz, estornudó, se acercó perezosamente, metió la mano, rebujó un poco, volvió a estornudar, sacó la mano, me la acercó cerrada, y ahí, morada y milagrosa una candelita repleta de gas. Me la entregó, procedí a encenderla y la tortura seguía, no prendía y no prendía, que no y que no. Moví el nivel del gas hasta el máximo, le di vuelta al mecanismo una, dos, tres veces y a la cuarta fue esa llamarada que casi me quema las pestañas pero con la que pude prender, mientras los polis se reían, ese Lucky que me supo a gloria. Por fin, por fin. Y de tanta alegría no se me ocurrió comprarles a precio de oro esa candelita que ya se iba en Toyota, en la misma dirección del humo que salía de mí.
Fumándome ese cigarro llegué hasta la dichosa bomba, donde naturalmente no había nadie. Me senté en una silla Rimax que había al lado de las máquinas dispensadoras de gasolina y esperé. Esperé. Esperé. Al rato llegó un señor y me saludó. Nuevamente me presenté, Esteban Giraldo, Unal, profes rurales y tal. Qué quiere. Pues un lugar donde quedarme, respondí. Pues quédese allí, me dijo el señor –Samuel– mientras sacaba unas llaves de la chaqueta. Lo seguí hasta un segundo piso, donde al final de un pasillo abrió una puerta, prendió una luz y me indicó que entrara a la piecita. Y este espacio es exactamente eso: una piecita. Digamos 2x3 de área, una cama tendida que espero no tenga sieteluchas, un sanitario y una ducha -sin agua caliente, pero eso no importa porque no hace frío-, una silla de los tiempos de upa y un televisor LG de 14 pulgadas empotrado en una base pegada de la pared húmeda y mohosa. Entré, descargué mis cosas y Samuel me pidió que le pagara por anticipado. Le pagué, me dio las gracias, yo a él, cerró la puerta y se fue. Medio minuto después me dieron ganas de fumar, otra vez. Salí al corredor, luego a un balconcito y Samuel por ningún lado y todos esos Luckies apagados, impotentes. Derrotado me devolví para la pieza, a escribir esto. Bien visto si uno no fuma la cosa está bien, no hay problema, sobre todo si comienzan a cantar los gallos, como hacen ahora.
Sólo espero poder decir que el día nació y que aquí la gente vive, y en las tiendas venden candelas, o fósforos. En fin, sólo espero poder decir que Valdivia no es un moridero. Por ahora no lo es sólo para mis luckies.
ESTEBAN GIRALDO.
Esteban,
ResponderBorrarExcelente relato, aunque (o porque) el final corresponde a la hora y al estado en que lo escribiste.
Lo de Molière con el tabaco parece que era una obsesión. Así empieza su Don Juan:
“Diga lo que diga Aristóteles, y toda la Filosofía, nada es igual que el tabaco, es la pasión de las almas distinguidas; quien vive sin tabaco, no es digno de vivir: no sólo alegra y purga los cerebros humanos, sino que instruye las almas en la virtud y se aprende con él a ser un hombre honesto. ¿No ve Vd. que en cuanto se toma, de que forma cortés se utiliza con todo el mundo, y cómo nos encanta ofrecer, a derecha y a izquierda, en todas partes donde uno se encuentre? Ni siquiera se espera a que nos pidan, uno se apresura antes de que el deseo de la gente sea expresado; tan verdad es, que el tabaco inspira sentimientos de honor y de virtud a todos los que lo toman”.
Como ves, el elogio es tan enfático que sobrevive incluso a una traducción tan lamentable.
Pablo,
ResponderBorrarPor supuesto. Los elogios han sido infinitos, en general provenientes de "almas distinguidas". Vemos con nostalgia, por ejemplo, todas esas películas de la nouvelle vague con sus hombres y mujeres fumando en carros cerrados, habitaciones sin ventanas, cines, restaurantes, cafeterías, buses y hospitales.
Hoy pensar que se podría fumar en alguno de esos sitios daría, sólo el pensamiento, para una contravención. Pero qué hacemos, en un mundo higienizado hasta la paranoia -y donde, no obstante, con lo que se gasta en dos días de guerra podría escolarizarse a todos los niños del mundo en un año- nos toca con respeto hacernos los locos y vivir en balcones, rincones de la calle, ventanas y terrazas para que los que "no son dignos de vivir" -palabras que citás vos- tengan una "vida digna".
La situación inversa también existe. Ya no sentirse incómodo por tener que salir a fumar, interrumpiendo la conversación obligado por la urgencia de la nicotina, sino sentirse incómodo por no ser un fumador cabal. Yo me he descubierto anhelando ser una alma distinguida en momentos donde lo mejor sería prender un cigarrillo, y fumar, y ofrecer, y dar fuego, y protegerlo del viento...
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