Medellín, 30 de noviembre de 1997
Red de Solidaridad Social
Ciudad
Cordial saludo.
Es la tercera carta que mando. ¡La tercera! Y a cada carta le sigue el silencio o la exigencia de otra carta pidiendo cosas que no tengo. Cédulas y certificados que no tengo. Declaraciones, recomendaciones, pagos y constancias que no tengo. Direcciones y teléfonos que no son míos. Me piden que demuestre entonces que no tengo cómo demostrar nada. Y mi palabra no basta. Tan poco tengo que no tengo cómo comprobar lo tan poquito que tengo.
Vuelvo y cuento quién soy, y lo que me pasó, para ver si así mi vida, esto que me queda de vida y de nada, es creíble.
Nací en el Municipio de Ituango, Antioquia, el año 1978. Estudié en la escuela Rafael Núñez, del corregimiento El Aro. Hice hasta quinto, y era la mejor estudiante. No pude terminar sexto porque el bachillerato quedaba en Puerto Valdivia, a cuatro horas a pie, y mi mamá se murió. Se murió. Se murió de vida. Embarazo ectópico o eptópico, no sé cómo se dice. En todo caso se murió de eso. En el camino al hospital. Entonces me tocó quedarme ayudando en todo lo que tenía que hacer mi papá. Atender una tienda grande que teníamos allá. Y atenderlo a él, que estaba sano, pero necesitaba de todo. Me necesitaba a mí, su hija única. Y volver la tienda un supermercado. Y rezar. Y ayudar a la gente. Y comprar ganado. Y cualquier cosa que lo mantuviera tan ocupado como para no darse cuenta de lo solos y lo tristes que estábamos. Y de que yo crecía entre bultos y arrobas, y arepas por la mañana y frijoles todas las noches. Fui su hija, su sirvienta, su costurera, su mamá, su amada, y su orgullo.
Lo que yo quería que hiciéramos era venirnos para acá, para Medellín. Pero no tuvimos tiempo. El quince de junio llegaron los paramilitares, lo sacaron de la tienda, lo llevaron hasta la plaza, lo tiraron al suelo boca abajo con otros vecinos, leyeron su nombre en una lista y lo hirieron. Lo hirieron en el cuello y en la espalda. No sé cómo llegó otra vez a la casa, sin que lo vieran, donde yo estaba obedeciéndole. “Por nada del mundo salgás”, me había dicho. Dos días, dos días estuve esperando con él en la casa. Esperando que en El Aro no quedara nadie más a quién matar y nada más qué robar. Dos días más vivió. Hasta que se murió. Camino del hospital. Como mi mamá. Pero se me murió a mí. A mí se me murió. Mía es su muerte.
Con sus restos llegué a Puerto Valdivia. Y se demoraron casi un mes en entregarlo. Mientras tanto yo perdí la última esperanza que me quedaba. Un soldado: Alegría. Un soldado que por querer sacarme de eso se metió a hacer otra masacre. Lo quería. Yo lo quería a él porque me decía que quería que el mundo se diera cuenta que una tan bonita lo quería a él. Pero no supo darse cuenta que yo no estaba como para ser cómplice de más muerte para irme a no sé donde, a un país donde Colombia tiene un batallón y no sé el nombre. Se lo dije, se lo dije. Se lo dije y no me hizo caso. Y entonces ya no fue sólo mi papá, sino él. Recuerdo lo que me dijo el cura cuando llegué con los dos cadáveres: “a veces miro al cielo y le pregunto a Dios por qué me trajo al lugar más desesperado de la tierra”. No me los quiso enterrar. Después de la masacre no tenía dónde enterrar más muertos. Como pude lleve a los míos al Cauca. Y dejé que el Cauca se los llevara. Que se los llevara.
Al Aro no podía volver. En Puerto Valdivia no tenía a nadie. Nadie me conocía. En Puerto Valdivia no era nadie. Por eso me vine, como quería antes, a Medellín. Pero tampoco tengo a nadie. Nadie me conoce. Mi nombre es nadie.
Tengo un cuerpo y dos mudas de ropa que no sé dónde lavar. Y ya me hubiera metido de puta si no fuera porque soy virgen y sé el valor que eso tiene. Y porque le tengo miedo a la gente. Y porque soy terca. Pero ya voy viendo que el hambre vence la terquedad más ciega. Me ofrezco de sirvienta, mesera, vendedora, barrendera de calles, trabajadora social, testigo, lavandera, costurera, recicladora, niñera, repartidora de volantes, estudiante, lavadora de carros, cocinera, recepcionista, y hasta vendo mi historia para que hagan una película.
Y sí, hasta tendrán razón en insistir en que demuestre lo que digo. Tanta desgracia junta no es creíble. Nadie me cree. Y lo que creo es que yo no tendría imaginación para inventar tanto. Aun así, nadie me cree. A todo el mundo le he rogado y nadie me cree. Hasta a Dios, que parece no escuchar. Parece sordo. Como la guerra. Y parece que tampoco me cree. Pero él sabe que es verdad, espero.
Atentamente,
ESTEBAN GIRALDO.
FOTO: JESÚS ABAD COLORADO - EL ARO.
Que bizarra realidad que supera toda ficción… a veces me maravillo mirando las montañas mientras respiro hondo, enorgullecido, (respiro) para llenarme de la paz que ellas emanan. Luego veo más de cerca para descubrirlas plagadas de militares, paramilitares, guerrilleros, minas, sangre, muerte … como un perro pulgoso … Luego me horrorizo y descargo mi frustración en un comentario de un blog o en el estado del facebook… Luego miro al horizonte y respiro hondo.
ResponderBorrarQue ciclo de horror.
Esteban,
ResponderBorrarMuy conmovedor este relato epistolar. Me toca singularmente por dos razones azarosas: porque nací un 30 de noviembre y porque de niño hice el tránsito que Ana no pudo hacer: luego de 4 horas a lomo de mula, fui con mi abuelo de Puerto Valdivia a El Aro. Y una coincidencia más: recuerdo que allá conocí a un amigo de mi abuelo que había estado en la Segunda Guerra Mundial, o sea que, como Alegría, seguramente estuvo en ‘un país donde Colombia tiene un batallón y no sé el nombre’
Flaco, pilla encontre un articulo en la revista numero de noviembre de 2009 que se titula "la masacre del aro" y Alvaro Uribe.... pillalo a ver que tal, yo medio le meti una ojeada.
ResponderBorrarj.g.a