viernes, 21 de mayo de 2010

Claudia Llosa: la concentración


Claudia Llosa nació el viernes 5 de noviembre de 1976 en la capital de Perú. Se graduó de dirección de cine en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima en 1997. Después estudió en Nueva York y España. Desde el éxito obtenido con Madeinusa (2006) y la confirmación excepcional que es La teta asustada (2009), se ha convertido, sin duda ninguna, en uno de los realizadores insoslayables de la historia del cine latinoamericano. Con sólo esas dos películas es ya una referencia. ¿Por qué?

A riesgo de recurrir al lugar común más detestable, debo advertir que las posibles respuestas a ese por qué dependerán. “Depende, todo depende, de según como se mire todo depende”, dice una canción que pone a reflexionar a los adolescentes más despistados. Pero sí, depende. Yo, desde el depende que es mi lugar en el mundo, quisiera expresar dos razones, pudiendo expresar tantas otras. La primera: los personajes que construye Llosa son moira, no logos. La segunda: más allá del racismo del que se le acusa, sus historias son arquetípicas.

La primera

Al guionista y al director de cine se les exige, como se le exige celibato a un cura, que los personajes estén bien caracterizados, que sean complejos y encantadores. Por supuesto, cada papel es entrañable por lo que dice, por lo que hace, por el espacio y las situaciones en las que se ve implicado. En él todo habla: sus palabras, sus acentos, sus silencios, su casa, su vestido, su rostro, su cuerpo, su proxemia. Todo. La prueba del éxito es que su lenguaje –en el sentido más largo que se le pueda dar a la palabra– sea coherente y, para colmo de la inteligencia, que su desenlace sea tan inexorable como inesperado.

En el caso de Llosa –según mi humilde parecer–, se cumplen esas condiciones. Pero no sólo esas condiciones. El mérito por el que siendo tan chiquita esté ya en el parnaso de los capos recapos, consiste en que sus protagonistas no obedecen a su conciencia, es más, ni siquiera obedecen a alguna motivación externa o interna –como recita el manual del perfecto cineasta–, obedecen a un misterio que no les impone el guionista sino el mundo de la ficción de la que hacen parte. Obedecen a las reglas que Llosa contempla, o parece contemplar en las películas que filma. De ahí nace una naturalidad que trasciende el llamado “arco del personaje” y que es la única manera de narrar, literalmente, un destino.

Para demostrarlo, sólo una perla. Dice el doctor: “Yo me refería a si usted sabía que su sobrina tenía una papa en la vagina”. Responde el tío de Fausta, la protagonista de La teta asustada: “Ah, no. Eso no doctor. Se le debe haber metido solita. A veces hay mucha comida en la casa”. No hay intención del personaje, no hay juicio del guionista. La respuesta simplemente ocurre. Y es verosímil no sólo para quien la pronuncia sino para el espectador que ve a ese hombre bueno responder. No es logos, es moira. No es lenguaje consciente, es destino apabullante. No es drama, es tragedia. Los personajes no sólo son coherentes hasta el no va más sino que no pueden hacer otra cosa distinta a la que hacen. No sólo tienen trayectorias inesperadas sino que el azar y el resultado que los determina son, dentro de la historia, naturales, fatales.

Sin embargo, esa naturalidad no puede llamar a engaños. Esa naturalidad es un artificio. Ningún lenguaje más artificioso y artificial que el cine –casi estoy citando a Fernando Vallejo–. La maestría de Llosa se basa en hacerlo parecer tan natural, sin que se note el esfuerzo. Y ahí –tal vez sea desproporcionado– alcanza el nivel de Tarkovski, de Kieslowski.

La segunda

Haciendo un comentario que se convertiría en canon, Hitchcock dijo que en el cine se puede partir de lugares comunes, pero no llegar a ellos. Una manera exquisita de decir lo mismo es: se puede partir de un estereotipo para llegar al arquetipo.

A Llosa se le ha acusado de estereotipar negativamente a los pobladores de la sierra peruana, la materia prima esencial de sus argumentos. Se le ha acusado de ser racista con ellos, una citadina que además de ser sobrina de Vargas Llosa vive en Barcelona. Se la ha acusado de traicionar la patria, porque así no son los peruanos de verdad. ¿Pero acaso la finalidad del cine es hacer política o mercadeo de un país? La aspiración del arte es llegar a lo universal. Y la directora de Madeinusa lo intenta por el camino que señaló Hitchcock –y que, bueno es decirlo, ya había indicado Tolstoi–: ir hasta el fondo de lo particular para encontrar el mundo. Una manera exquisita de decir lo mismo es: partió del estereotipo en busca del arquetipo.

Para demostrarlo, sólo una perla. El papá de Madeinusa, la protagonista de la película homónima, le pide al Gringo que antes de irse escoja un regalo y se lo lleve. El Gringo, detestando al señor porque ha tenido relaciones incestuosas con su hija, deja caer el presente que el papá insiste en darle. El señor, un alcalde de pueblo más típico y más vulgar que cualquier otro, ofendido, le dice: “Rompió el obsequio, entonces no se llevará nada”. En ese momento la película expresa una verdad que funda la antropología. Una verdad que subyace a todos los vínculos humanos. Según la expresión de Marcel Mauss: “No recibir un don equivale a declarar la guerra”. Eso es exactamente lo que pasa: entre los dos personajes se declara la guerra, que no es violenta pero sí vital; y representa, metafóricamente, el abismo que existe entre la ciudad y el campo. Y ojo, porque no representa lo que creen que representa aquellos que acusan a Llosa: la diferencia entre la civilización y la barbarie. O, en palabras de Claude Lévi-Strauss: “El pensamiento salvaje no es el pensamiento de los salvajes”. En la presentación que hace la directora no hay juicio de valor. Como ya dije: sus personajes son moira, no logos.

En ese sentido, el reproche “no somos así” que gritan los guardianes de la imagen peruana es además de injusto irrelevante. La apuesta no se trata de construir un ícono de la peruanidad sino de encontrar un rasgo universal en las prácticas, los rituales y las creencias de algunos de los pobladores del Perú y su historia. Para enumerar casos cercanos en literatura: lo logró Borges con sus compadritos, lo logró García Márquez construyendo una mitología de la costa caribe colombiana, lo logró el mismo Vargas Llosa con su clase media peruana. Y, por supuesto, Claudia Llosa, como muy pocas veces se había logrado en el cine latinoamericano. Y ahí, tal vez los referentes sean Memorias del subdesarrollo y –por qué no– La estrategia del caracol.

Una conclusión

Quizá una manera de sintetizar las dos razones, sería indicar que la característica más exultante de las obras de Claudia Llosa es su concentración. Concentración de la directora para alcanzar la naturalidad y la universalidad ya referida. Y concentración del espectador para darse cuenta de ellas.

En Madeinusa y en La teta asustada se obliga al espectador a poner atención a lo que no se ve, a lo que no se mueve. Y, desde el principio, la directora y guionista se obliga a que las acciones de los personajes sean, en cierto modo, una manera de no moverse, de no avanzar, de quedarse quietos lenta y obsesivamente esperando el clímax de su historia, la resolución de su destino; donde de vuelta el espectador se da cuenta de que el movimiento ha sido interior, que nunca se ha ido a ninguna parte sino a la profundidad del personaje, y de sí mismo; a lo universal.

Esto no quiere decir que los personajes no se movilicen, que no caminen, que no lloren, que no griten, que no hagan el amor; quiere decir que su carácter es no tener carácter, que son inocentes, que son buenos y bellos porque no tienen herramientas para juzgar sus comportamientos. Y la realizadora no le ahorra el trabajo al espectador de tomar partido. A ella le interesa la historia, no la moraleja. Gracias a este procedimiento se mantiene unido el centro emocional de los personajes y del espectador, en una progresión hacia el interior.

Sí –aunque dependa–, esta concentración es la mejor manera de responder al por qué del principio.

OSCAR LACLAU.

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