Sí, parecía mentira. Ese día, cuando me encontré con mis amigos, los saludé con la noticia. Michael Jackson está muerto. No, me respondieron. Imposible. Piró a las 4:45 de hoy, dije exacto y burlón.
Prendan el radio si no me creen, propuse al ver que sus gestos se debatían entre el dolor y la rabia hija de una broma pesada.
El radio, sin demora, trajo noticias contundentes. Mis amigos, sin embargo, seguían sin creer. Uno de ellos, agarrado a esa idea como a un chaleco salvavidas, dijo que no, que todo era pura tramoya, una estrategia publicitaria para revivir una carrera casi extinta. Sí, como La guerra de los mundos de Wells, respondí, ya sin ganas de ser irónico.
A esas alturas, con el cadáver aun caliente, todo podría ser. Sin embargo, vale la pena preguntarse por la resistencia de este amigo mío a la muerte del rey del pop, del mago, del genio, del monstruo negriblanco que con su voz, sus bailes, sus videos musicales, sus escándalos dentro y fuera del escenario, marcaron no sólo la historia de la música popular del mundo, sino de la generación que vivió su adolescencia y su juventud en la década del ochenta.
Y es que con Michael Jackson muere la penúltima estrella total, uno de los últimos seres humanos que hicieron efectivamente de su vida una obra de arte. Un hito, una diva, una vedette a cabalidad, capaz de mantener el fervor de sus seguidores a lo largo de lustros, como un sacerdote profano que vincula a sus creyentes con su sola presencia. Un ídolo en el sentido estricto de la palabra. Michael Jackson, su cuerpo, representaba una época. Y digo bien penúltimo –la última es Madonna–, porque de ahora en más no podrán existir fenómenos como el de Jackson. No hay manera. El mundo, de correr tanto, ya no está para esos trotes. Nuestros jóvenes, abrumados por la cantidad de identidades que pueden elegir todos los días y en todos los medios, desde el amor hasta la política, por exceso, no cuentan, no pueden contar con una figura mítica, totalizante de su mundo y su época. De los ídolos hemos pasado a la sucesión incesante de estrellitas que, según el decir de Capote, solo viven su cuarto de hora.
En los noventas quizá Kurt Coubain fue el único artista que tenía madera de ídolo, de receptáculo universal de la década, pero su muerte prematura fue consecuente con esos tiempos efímeros, y se convirtió, a la manera de Aquiles, en un mito demasiado joven. ¿Quién, en los primeros diez años del nuevo milenio aspira siquiera, de lejos, a un lugar así? Que alguien tire la primera piedra. ¿Alguno?
Jackson, con su muerte, deja una suerte de orfandad. Una seguridad menos para mis pobres amigos nacidos en la décadas del sesenta y del setenta. Aquellos que, excluidos del mercado de creencias que ofrecen Facebook, Twitter y Second Life, se aferran a las verdades generacionales de las que Jackson era un pastor.
Esa es una de las razones por las que los medios de todo el globo desplegaron con tanta generosidad en tiempo y recursos los avances de última hora, los homenajes, los reportajes, los documentales y los especiales en torno a la figura del astro. Son los periodistas y los editores quienes a través de esa sobreexposición, como si de una ceremonia ritual se tratara, hacen el duelo de la generación a la que pertenecen. Y así, ficcionalmente, hacen plausible la peregrina hipótesis de mi amigo: que todo se trate de una farsa catastrofista. Otra guerra de los mundos.
Y fuera de la famosa representación que H. G. Wells hizo en una radio en Nueva Jersey en 1938, esta nueva guerra de los mundos se parece más a una adaptación realizada en Quito, por “La voz de la capital” el sábado 12 de febrero de 1949, cuando en medio de los primeros ataques marcianos, la estación radial comenzó a arder, llenando los estudios de un humo negro al que los locutores aludieron, antes de ser abrazados por el fuego.
ESTEBAN GIRALDO
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