Madrid, España, junio de 2013
Yo no vi la crisis. Yo vi las calles y los balcones de Lavapiés, la alegría de los mercados senegaleses y chinos, los vestidos ligeros y la belleza solar de las mujeres, la generosidad de cada tapa y un cielo azul –apenas rasgado por la cola de aviones inalcanzables, inclusive para la mirada–. Yo no tenía cómo ver la crisis. España en crisis, comparada con Colombia, sigue siendo una superpotencia de trenes y bares en cada esquina.
En uno de esos recorridos de asombro y de contento, terminamos en un restaurante cubano –perdón, no recuerdo el nombre– sito en la calle Huertas. Nos atendió un mesero dominicano, enredado en la carta y su acento inentendible. Pablo y Diony pidieron ropa vieja, Felipe y yo pedimos moros y cristianos. Deliciosos, abundantes. Sonó una canción de los Van Van y otra de Héctor Lavoe. Hacía un calor alérgico. Terminamos ahítos y llegó la cocinera cubana –cubanísima: hermosa– que había preparado los platos. Nos preguntó cómo nos habían parecido. Nosotros nos regamos en elogios. Qué sazón, qué manos, mujer. Alguno le preguntó por alguna receta concreta –perdón, no la recuerdo: se borran las letras de los libros no se le va olvidar a uno una memoria–. Ella, agradecida, comenzó a contarnos el itenerario azoroso, el destino, el sueño de décadas que la había puesto delante nuestro, ahí, artífice de nuestra barriga llena y nuestro corazón contento. Habló de muchos países y muchos pueblos, de muchos años y muchas noches, de una resistencia a prueba de imposibilidades y tristezas. Describió un milagro. Ella era un milagro.
Bien vistos, los caminos que nos tenían a los cuatro colombianos, reunidos y amistados, ahí, también describen la trayectoria de un milagro, de varios milagros. Tal vez más modestos pero igual de afortunados. Eso fue lo que, sin saberlo, no nos cansamos de celebrar durante tres días.
Salí antes, a pagar. Lo menos que podía hacer era invitarlos. En la barra pedí la cuenta. Atendía el dueño, un español sesentón. Pagué con un billete de cien euros. El señor se quedó mirándolo, entre enternecido y ansioso, como quien mira un tesoro, como quien mira El Dorado puesto en el centro de Madrid. Creí que me iba a decir que no tenía devuelta –como si fuera un taxista bogotano– y casi alcancé a maldecirlo. En cambio, me miró y me dijo: usted no sabe hace cuánto no veía un billete de estos. Lo metió en su bolsillo y de un cajón bajo la barra sacó el cambio. Le pregunté por la crisis. Me hizo un recuento desganado de la imposibilidad de viajar a Cuba, como era su costumbre, unas cinco veces al año. Esquivó el tema de la falta de turistas o la corruptela política, no quiso hablar de Europa. Se puso a describir a su esposa cubana y yo supe que a ese hombre nunca se le acabaría la esperanza.
En eso estaba cuando llegaron Pablo, Diony y Felipe. Empezaron a hablar de los cuadros en las paredes: allá Benny Moré, acá Celina y Reutilio, más allá las Hermanas Márquez, más acá el Sexteto Machín. Al señor se le iban los ojos, y la vida, por los marcos de esas fotografías. Nos ofreció un bajativo, cortesía de la casa. Cómo no, aceptamos. Sirvió cinco chupitos de pacharón. Brindamos. Alguien dijo –no sé si lo recuerdo o me lo invento, cursi, pero eso no importa: uno se la pasa inventando los recuerdos–: por Cuba, por España y por Colombia. Nos despedimos del dueño sesentón como se despide uno de un parcero. Salimos a empezarla o a seguirla –perdón, no me acuerdo, pero con seguridad no me lo invento–.
Insisto, yo no vi la crisis. No tenía cómo verla.
ESTEBAN GIRALDO