martes, 9 de julio de 2013

DIM, un siglo


Publicamos estos dos textos, evidencia incontrovertible de la falsedad del dicho popular, "no hay mal que dure cien años...". El primero salió ya publicado en Universo Centro -con algunas licencias que acá corregimos-. El autor del segundo quería ser publicado en el mismo periódico, pero tan mal está el texto que ni le respondieron cuando lo mandó. 

Pietà en el Atanasio 

Si ya lo olvidaron, si todavía no lo han visto, vayan a internet y busquen: “Gambeta Estrada Júnior Campeón”. Pongan el video y párenlo en el momento en que la Gambeta es interrumpido por el periodista: “¡Gol del Júnior!”. Dejen la imagen congelada en ese rostro indescifrable, mezcla de rabia, perplejidad y dolor. Y busquen, también en internet: “Pietà Luis de Morales”. Comparen la cara de la Virgen con la cara de la Gambeta y díganme si no se parecen demasiado. Yo pienso que sí. 
Tenía nueve años cuando vi en directo, por televisión, el gesto agónico de la Gambeta Estrada. Veinte años después, recuerdo claramente su rictus de pesadumbre y la imagen del Chiqui García, que era como un Bolívar agigantado por la gloria. Los jugadores lo llevaban en andas por la pista atlética del Atanasio Girardot, mucho más amplia entonces y llena de periodistas y jugadores que esperaban el final del partido en Barranquilla para celebrar, o mejor, para seguir celebrando. 
En esas estaba la Gambeta cuando yo lo vi: celebrando con un periodista que lo entrevistaba. “Esto es lo más hermoso que me ha pasado en la vida, incluso por encima de… de…”. ¿De qué, Gambeta? ¿Qué pondrías por encima de qué? ¿El uno uno con Alemania? ¿El Mundial de Italia? ¿Ibas a poner el Mundial de Italia por debajo de esto? Hombre Gambeta, ¡cómo se te ocurre! Ahí fue cuando el periodista le dijo en forma cruel, es cierto, la dura verdad sin atenuantes: “¡Gol del Júnior! ¡Gol del Júnior!”. Se lo dijo dos veces. Miren y verán. Con la primera le cortó la frase y lo trajo en seco de Italia al Atanasio. Con la segunda lo bajó de la nube, del “por encima”, y le puso otra vez los pies sobre la tierra. Quedó otra vez por debajo la Gambeta, y el Medellín por debajo del Júnior campeón.  
La verdad es que había razones de peso para celebrar. Era la noche épica, la proeza total: victoria en el clásico sobre Nacional, paso a la Copa Libertadores y título de campeón porque el Júnior, necesitando ganar, apenas empataba contra América. Y celebración hubo antes y después de que llegaran las amargas noticias de Barranquilla. Como el rey orgulloso del cuento infantil, los jugadores del poderoso siguieron altivos aún después del golazo de Mackenzie al minuto noventa y dos. Y también como el rey iban desnudos varios: recuerdo a Óscar Pareja en calzoncillos, con un collar de arepas, llorando de alegría y luego de rabia y luego otra vez de alegría porque nadie se movía del Atanasio, porque todo el mundo prefería alargar esos cinco minutos de gloria a seguir estirando treinta y seis años de sequía. 
No logro precisar si la Gambeta se sumó a los festejos. Luego de la fallida entrevista, después del inolvidable gesto, las cámaras lo pierden y se concentran en los que de todos modos quieren terminar la vuelta olímpica. Allá van el Pájaro Juárez, el Ferri Zambrano y Carlos Castro, el del gol contra Nacional, el héroe transitorio, el ídolo momentáneo, el redentor pasajero de la noche. Otros, en cambio, son menos entusiastas. Sumido en el dolor, aplastado por el fiasco, Pedro Álvarez no halla consuelo en ese barullo de felicidad y frustración. Luis Barbat llora a mares de rodillas en la gramilla. Nada redime sus tristezas. Era todo o nada. Y fue nada. 
La ceremonia terminó en procesión de ríos de fieles siguiendo al bus del poderoso. Esta vez fue primero la crucifixión y después el viacrucis. Y aunque la peregrinación fue bastante emotiva, nada en esa noche es tan conmovedor como el gesto de Carlos-Enrique-La-Gambeta-Estrada. Lo de la Gambeta es, permítanme el oxímoron, un instante eterno. Porque si es verdad aquello de que toda la idea de mar cabe en una sola gota de agua, yo diría que los cien años del poderoso caben en ese momento en que la mirada de la Gambeta se pierde en un trance místico, afligida y sin sosiego como la mirada de la Virgen en la Pietà de Luis de Morales. Habría que canonizar a la Gambeta y hacer estampas con ese rostro martirizado, sólo comparable al de los grandes sufrientes de las Escrituras. Así debió mirar José a María cuando ésta le anunció, impasible, que esperaba al hijo de Dios “sin pecado concebido”. Así debió mirar Isaac a Abraham, su padre, cuando vio que lo iba a degollar “en prueba de su temor a Dios”. Busquen “El sacrificio de Isaac de Andrea del Sarto" y verán en el niño la misma mirada mansa, la misma mueca de terror y desazón de la Gambeta. Esa noche no hubo ángel que detuviera el sacrificio: lo que hubo fue un heraldo negro que anunció el gol del Júnior como otra broma absurda del Dios loco todopoderoso. 
Yo tenía nueve años cuando lo vi. Así y ahí y entonces resolví el dilema de ser o no ser hincha del Deportivo Independiente Medellín.  

PABLO CUARTAS
Imagen: Luis de Morales, Pietà, 1586  

*

Una vida tranquila

Hombre, una vida tranquila. Eso quería. Una vida tranquila y un lugar en todos los partidos que el Deportivo Independiente Medellín jugara en el Atanasio. La vida tranquila era justamente ese lugar. Esos domingos de derrotas predecibles y victorias insospechadas e intrascendentes. 
La soltería y la carrera administrativa le permitían cumplir sin afugias la víspera inagotable de la tercera estrella. La segunda, conseguida en 1957, parecía ya una enana blanca en el pecho escarlata de la camiseta. Lejanísima, fría, casi muerta, agotándose en la nostalgia que representaba. Él se había comprometido, sin embargo, a ser el mejor testigo, a vivir cada minuto hasta alcanzar otro campeonato. Podría en el futuro jurar que él estuvo, que él vivió, que él hizo parte de esa victoria que tenía que llegar, que algún día llegaría porque la justicia tarda pero triunfa. Y no había nada más justo, por personas como él, por todo eso que llaman la-hinchada-del-pueblo, que el Medellín en algún torneo, en algún momento exacto del vasto tiempo quedara campeón.
Corría el año 93 y él llevaba más de quince en esa espera sin esperanza. Hombre, más de quince años sin faltarle a esa vida tranquila, a esa derrota renovada cada ocho días. Ese mismo año casi agradeció que un gol postrero del Nene Mackenzie en Barranquilla le ahorrara la poderosa dosis de intranquilidad que tiene el éxito. Al mismo tiempo, no obstante, maldijo su suerte.  
Acomodado en su lugar de la tribuna oriental pasaron otros nueve años sin sobresaltos. Hombre, apenas se entrevía el milagro llegaba la resignada paz de la eliminación. En su vida, en cambio, se sucedían algunos acontecimientos, que él veía como la progresión de un movimiento comenzado hace mucho: sentar cabeza. Comenzando el milenio se había casado y Marina, su mujer, había tenido a su primer hijo en el 2002. Hombre, vivía la vida de un cuarentón apacible que sólo se permite la inocente excentricidad de ir al estadio una vez por semana.
Al final de ese año parecía que sí, que ese año sí iba a ser. Sería con todo el sufrimiento, con toda la angustia, pero sería. En el último partido de la semifinal Medellín jugaba de visitante contra el Tolima y, si quería llegar a la final, tenía que ganar. Y ganó. Ganó en el Manuel Murillo Toro tres a uno. Cuánta alegría en ese segundo gol de Mao Molina que aseguraba el triunfo y cuánta desazón por el gol César Rivas, del Tolima, que ponía todo en vilo. Hombre, y un dolor en el pecho. Dolor físico. Frío en las entrañas. Mareo. Casi un desmayo que preocupó a Marina y que no le permitió enterarse del gol de Vásquez Chacón que ponía al Medallo en la final contra el Pasto.
Llegó entonces la prohibición, la amenaza infame de la salud, un corazón que por culpa del DIM parecía fallarle, el chantaje legítimo de tener que cuidar de su hijo tanto como pudiera, la conciencia que en boca de Marina le decía que no se podía dejar morir por un equipo que, encima, iba a quedar campeón, y que la semana entrante, sin remilgos, irían al cardiólogo. Lo obligaron a no ir a la primera parte de la final, en Medellín. Y aun cuando el partido se ganó fácil por dos a cero, supo que había hecho bien al no ir. Se le escurría el alma, se le desleía el corazón en frente del televisor cada que Pasto tenía el balón. Temía por su vida. Y él, por ver al Medallo campeón, y por amor a su familia, no quería morirse.
En el partido de ida, el domingo 22 de diciembre, fue él mismo quien tomó medidas drásticas. Vistió a su bebe con el uniforme del Medellín, le dio un tetero a medio día y con sus brazos temblorosos de expectativa intentó dormirlo hasta que llegó Marina pidiéndole que se durmiera él, que se acostara hasta que se terminara el partido. Fue entonces cuando él le pidió que no prendiera ni el radio ni el televisor, mejor, que desconectara todo, que le diera pastillas para dormir, que le encontrara algo para no escuchar nada durante las próximas tres horas. Se fue hasta la habitación, se tomó dos Zolpidem, se acostó, se puso una almohada sobre la cabeza y le suplicó a Dios que el Medellín quedara campeón y que lo durmiera. Dios le obedeció. Dios lo tuvo dormido en el momento exacto del vasto tiempo en el que, con un gol de Mao Molina, el Deportivo Independiente Medellín quedó campeón después de cuarenta y cinco años de agonía.     
Al despertarse escuchó que los voladores reventaban el aire. No quiso especular acerca de la motivación de tanto estruendo. Bien podía tratarse del lamento fúnebre de la hinchada o de la algarabía jubilosa del triunfo. Se levantó, y al levantarse se supo viejo y ridículo. Caminó hasta la puerta. La abrió. Los ojos de Marina lo esperaban justo en frente, ansiosos en su brillar de proeza alcanzada. Ella dijo sí y él lloró. Lloró como una Magdalena, como una niña malcriada. Había sido. Había sido y él, por amor y por miedo, por güevón, se lo había perdido. Pero igual era. Abrazó a Marina y ella sintió que nunca la habían querido tanto. Ambos se rieron. Se rieron como se ríen los que son, al mismo tiempo, bellos e inocentes. Como los que pueden permitirse el lujo de vivir tranquilos.
Fueron hasta la alcoba donde dormía el niño. Él lo despertó diciéndole que habían ganado, que a esa camiseta había que ponerle otra estrella y que apenas pudiera lo iba a llevar al Atanasio, para que empezara a sufrir y supiera que la tranquilidad es la hermana irresponsable de la angustia. Que el DIM no era un equipo de fútbol sino un infarto. Hombre, y que todo valdría la pena.

ESTEBAN GIRALDO

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