martes, 9 de julio de 2013

DIM, un siglo


Publicamos estos dos textos, evidencia incontrovertible de la falsedad del dicho popular, "no hay mal que dure cien años...". El primero salió ya publicado en Universo Centro -con algunas licencias que acá corregimos-. El autor del segundo quería ser publicado en el mismo periódico, pero tan mal está el texto que ni le respondieron cuando lo mandó. 

Pietà en el Atanasio 

Si ya lo olvidaron, si todavía no lo han visto, vayan a internet y busquen: “Gambeta Estrada Júnior Campeón”. Pongan el video y párenlo en el momento en que la Gambeta es interrumpido por el periodista: “¡Gol del Júnior!”. Dejen la imagen congelada en ese rostro indescifrable, mezcla de rabia, perplejidad y dolor. Y busquen, también en internet: “Pietà Luis de Morales”. Comparen la cara de la Virgen con la cara de la Gambeta y díganme si no se parecen demasiado. Yo pienso que sí. 
Tenía nueve años cuando vi en directo, por televisión, el gesto agónico de la Gambeta Estrada. Veinte años después, recuerdo claramente su rictus de pesadumbre y la imagen del Chiqui García, que era como un Bolívar agigantado por la gloria. Los jugadores lo llevaban en andas por la pista atlética del Atanasio Girardot, mucho más amplia entonces y llena de periodistas y jugadores que esperaban el final del partido en Barranquilla para celebrar, o mejor, para seguir celebrando. 
En esas estaba la Gambeta cuando yo lo vi: celebrando con un periodista que lo entrevistaba. “Esto es lo más hermoso que me ha pasado en la vida, incluso por encima de… de…”. ¿De qué, Gambeta? ¿Qué pondrías por encima de qué? ¿El uno uno con Alemania? ¿El Mundial de Italia? ¿Ibas a poner el Mundial de Italia por debajo de esto? Hombre Gambeta, ¡cómo se te ocurre! Ahí fue cuando el periodista le dijo en forma cruel, es cierto, la dura verdad sin atenuantes: “¡Gol del Júnior! ¡Gol del Júnior!”. Se lo dijo dos veces. Miren y verán. Con la primera le cortó la frase y lo trajo en seco de Italia al Atanasio. Con la segunda lo bajó de la nube, del “por encima”, y le puso otra vez los pies sobre la tierra. Quedó otra vez por debajo la Gambeta, y el Medellín por debajo del Júnior campeón.  
La verdad es que había razones de peso para celebrar. Era la noche épica, la proeza total: victoria en el clásico sobre Nacional, paso a la Copa Libertadores y título de campeón porque el Júnior, necesitando ganar, apenas empataba contra América. Y celebración hubo antes y después de que llegaran las amargas noticias de Barranquilla. Como el rey orgulloso del cuento infantil, los jugadores del poderoso siguieron altivos aún después del golazo de Mackenzie al minuto noventa y dos. Y también como el rey iban desnudos varios: recuerdo a Óscar Pareja en calzoncillos, con un collar de arepas, llorando de alegría y luego de rabia y luego otra vez de alegría porque nadie se movía del Atanasio, porque todo el mundo prefería alargar esos cinco minutos de gloria a seguir estirando treinta y seis años de sequía. 
No logro precisar si la Gambeta se sumó a los festejos. Luego de la fallida entrevista, después del inolvidable gesto, las cámaras lo pierden y se concentran en los que de todos modos quieren terminar la vuelta olímpica. Allá van el Pájaro Juárez, el Ferri Zambrano y Carlos Castro, el del gol contra Nacional, el héroe transitorio, el ídolo momentáneo, el redentor pasajero de la noche. Otros, en cambio, son menos entusiastas. Sumido en el dolor, aplastado por el fiasco, Pedro Álvarez no halla consuelo en ese barullo de felicidad y frustración. Luis Barbat llora a mares de rodillas en la gramilla. Nada redime sus tristezas. Era todo o nada. Y fue nada. 
La ceremonia terminó en procesión de ríos de fieles siguiendo al bus del poderoso. Esta vez fue primero la crucifixión y después el viacrucis. Y aunque la peregrinación fue bastante emotiva, nada en esa noche es tan conmovedor como el gesto de Carlos-Enrique-La-Gambeta-Estrada. Lo de la Gambeta es, permítanme el oxímoron, un instante eterno. Porque si es verdad aquello de que toda la idea de mar cabe en una sola gota de agua, yo diría que los cien años del poderoso caben en ese momento en que la mirada de la Gambeta se pierde en un trance místico, afligida y sin sosiego como la mirada de la Virgen en la Pietà de Luis de Morales. Habría que canonizar a la Gambeta y hacer estampas con ese rostro martirizado, sólo comparable al de los grandes sufrientes de las Escrituras. Así debió mirar José a María cuando ésta le anunció, impasible, que esperaba al hijo de Dios “sin pecado concebido”. Así debió mirar Isaac a Abraham, su padre, cuando vio que lo iba a degollar “en prueba de su temor a Dios”. Busquen “El sacrificio de Isaac de Andrea del Sarto" y verán en el niño la misma mirada mansa, la misma mueca de terror y desazón de la Gambeta. Esa noche no hubo ángel que detuviera el sacrificio: lo que hubo fue un heraldo negro que anunció el gol del Júnior como otra broma absurda del Dios loco todopoderoso. 
Yo tenía nueve años cuando lo vi. Así y ahí y entonces resolví el dilema de ser o no ser hincha del Deportivo Independiente Medellín.  

PABLO CUARTAS
Imagen: Luis de Morales, Pietà, 1586  

*

Una vida tranquila

Hombre, una vida tranquila. Eso quería. Una vida tranquila y un lugar en todos los partidos que el Deportivo Independiente Medellín jugara en el Atanasio. La vida tranquila era justamente ese lugar. Esos domingos de derrotas predecibles y victorias insospechadas e intrascendentes. 
La soltería y la carrera administrativa le permitían cumplir sin afugias la víspera inagotable de la tercera estrella. La segunda, conseguida en 1957, parecía ya una enana blanca en el pecho escarlata de la camiseta. Lejanísima, fría, casi muerta, agotándose en la nostalgia que representaba. Él se había comprometido, sin embargo, a ser el mejor testigo, a vivir cada minuto hasta alcanzar otro campeonato. Podría en el futuro jurar que él estuvo, que él vivió, que él hizo parte de esa victoria que tenía que llegar, que algún día llegaría porque la justicia tarda pero triunfa. Y no había nada más justo, por personas como él, por todo eso que llaman la-hinchada-del-pueblo, que el Medellín en algún torneo, en algún momento exacto del vasto tiempo quedara campeón.
Corría el año 93 y él llevaba más de quince en esa espera sin esperanza. Hombre, más de quince años sin faltarle a esa vida tranquila, a esa derrota renovada cada ocho días. Ese mismo año casi agradeció que un gol postrero del Nene Mackenzie en Barranquilla le ahorrara la poderosa dosis de intranquilidad que tiene el éxito. Al mismo tiempo, no obstante, maldijo su suerte.  
Acomodado en su lugar de la tribuna oriental pasaron otros nueve años sin sobresaltos. Hombre, apenas se entrevía el milagro llegaba la resignada paz de la eliminación. En su vida, en cambio, se sucedían algunos acontecimientos, que él veía como la progresión de un movimiento comenzado hace mucho: sentar cabeza. Comenzando el milenio se había casado y Marina, su mujer, había tenido a su primer hijo en el 2002. Hombre, vivía la vida de un cuarentón apacible que sólo se permite la inocente excentricidad de ir al estadio una vez por semana.
Al final de ese año parecía que sí, que ese año sí iba a ser. Sería con todo el sufrimiento, con toda la angustia, pero sería. En el último partido de la semifinal Medellín jugaba de visitante contra el Tolima y, si quería llegar a la final, tenía que ganar. Y ganó. Ganó en el Manuel Murillo Toro tres a uno. Cuánta alegría en ese segundo gol de Mao Molina que aseguraba el triunfo y cuánta desazón por el gol César Rivas, del Tolima, que ponía todo en vilo. Hombre, y un dolor en el pecho. Dolor físico. Frío en las entrañas. Mareo. Casi un desmayo que preocupó a Marina y que no le permitió enterarse del gol de Vásquez Chacón que ponía al Medallo en la final contra el Pasto.
Llegó entonces la prohibición, la amenaza infame de la salud, un corazón que por culpa del DIM parecía fallarle, el chantaje legítimo de tener que cuidar de su hijo tanto como pudiera, la conciencia que en boca de Marina le decía que no se podía dejar morir por un equipo que, encima, iba a quedar campeón, y que la semana entrante, sin remilgos, irían al cardiólogo. Lo obligaron a no ir a la primera parte de la final, en Medellín. Y aun cuando el partido se ganó fácil por dos a cero, supo que había hecho bien al no ir. Se le escurría el alma, se le desleía el corazón en frente del televisor cada que Pasto tenía el balón. Temía por su vida. Y él, por ver al Medallo campeón, y por amor a su familia, no quería morirse.
En el partido de ida, el domingo 22 de diciembre, fue él mismo quien tomó medidas drásticas. Vistió a su bebe con el uniforme del Medellín, le dio un tetero a medio día y con sus brazos temblorosos de expectativa intentó dormirlo hasta que llegó Marina pidiéndole que se durmiera él, que se acostara hasta que se terminara el partido. Fue entonces cuando él le pidió que no prendiera ni el radio ni el televisor, mejor, que desconectara todo, que le diera pastillas para dormir, que le encontrara algo para no escuchar nada durante las próximas tres horas. Se fue hasta la habitación, se tomó dos Zolpidem, se acostó, se puso una almohada sobre la cabeza y le suplicó a Dios que el Medellín quedara campeón y que lo durmiera. Dios le obedeció. Dios lo tuvo dormido en el momento exacto del vasto tiempo en el que, con un gol de Mao Molina, el Deportivo Independiente Medellín quedó campeón después de cuarenta y cinco años de agonía.     
Al despertarse escuchó que los voladores reventaban el aire. No quiso especular acerca de la motivación de tanto estruendo. Bien podía tratarse del lamento fúnebre de la hinchada o de la algarabía jubilosa del triunfo. Se levantó, y al levantarse se supo viejo y ridículo. Caminó hasta la puerta. La abrió. Los ojos de Marina lo esperaban justo en frente, ansiosos en su brillar de proeza alcanzada. Ella dijo sí y él lloró. Lloró como una Magdalena, como una niña malcriada. Había sido. Había sido y él, por amor y por miedo, por güevón, se lo había perdido. Pero igual era. Abrazó a Marina y ella sintió que nunca la habían querido tanto. Ambos se rieron. Se rieron como se ríen los que son, al mismo tiempo, bellos e inocentes. Como los que pueden permitirse el lujo de vivir tranquilos.
Fueron hasta la alcoba donde dormía el niño. Él lo despertó diciéndole que habían ganado, que a esa camiseta había que ponerle otra estrella y que apenas pudiera lo iba a llevar al Atanasio, para que empezara a sufrir y supiera que la tranquilidad es la hermana irresponsable de la angustia. Que el DIM no era un equipo de fútbol sino un infarto. Hombre, y que todo valdría la pena.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 14 de mayo de 2013

Opiniones de un poeta


Hombre William:

Yo sí no me voy a poner a darte cursillos de orientación ideológica porque ni yo soy Vallejo ni vos sos García Márquez. Vos que sos tan amigo de los dos sabés de qué te estoy hablando. Y debés recordar que en ese cursillo se habla de un dictador tropical, “y de todos los lambeculos aduladores suyos como vos”. Pero ese vos no sos vos, no te preocupés.

Ese “vos” es Gabito, y el dictador adulado es Fidel Castro, a quien vos también admirás mucho, según le dijiste a Cecilia Orozco. Le dijiste además que fue el bloqueo económico el que no dejó florecer el proyecto generoso de Castro. Yo de vos agregaría que tampoco floreció por culpa de los apátridas que se fueron de la Isla, esos que el comandante generoso bautizó, en nombre del Pueblo, cuando el Mariel, “la escoria”. Pero no naveguemos por esas aguas turbulentas y hablemos solamente de Venezuela y del comandante Chávez. No revolvamos dos revoluciones distintas. Triunfales ambas, eso sí, y aclamadas por todo el pueblo latinoamericano que se resiste a la opresión del imperialismo y sus aliados locales. Mejor que hablen de Cuba los que la conocen por dentro, los que hayan vivido con veinte dólares al mes, sin comida suficiente, sin libros (como no sean los autorizados por el régimen), sin derecho a la asociación libre, sin acceso a la información (como no sea la del Granma), con todas las libertades coartadas, en la delación, en la represión, en la pobreza, en el miedo, sin poder salir, sin poder disentir, sin poder ser homosexual ni anticastrista ni nada porque el único poder legal es el de la Seguridad del Estado. ¿Te imaginás vos sin poder leer a Whitman en inglés? ¿O sin poder entrar y salir, sin poder opinar a favor de la democracia? ¿O sin poder, a secas? ¿Qué sería de vos, William, si se te negaran esos y otros gustos que tenés? Pero no sigo porque sé que esa es la Cuba que vos conocés y admirás, la Cuba profunda, la de la Revolución, no la de los hoteles y los restaurantes y la Bodeguita del medio. Eso no lo dudo.

Se murió pues el comandante Chávez y vos no ahorraste elogios para el último adiós. Me parece muy bien. Porque yo sí te digo una cosa, William: que cada quien haga sus duelos como quiera. Por mí, que todo el mundo exprese su admiración libremente por el que le dé la gana. Yo desde que leí tu franja amarilla aprendí a valorar el disenso y la pluralidad de opiniones en una democracia. Por eso acepto que vos, al golpista, lo tratés de “demócrata”; al demagogo y populista, de “gran hombre”. Además vos sos poeta y te podés dar licencias poéticas.  

Otro que se toma licencias -más de las que da la democracia pero menos de las que necesita la Revolución- es el sucesor de tu comandante: Maduro, el chambón. Tomándose todas las licencias llegó al poder, o siguió en el poder, al que tu demócrata y gran hombre se atornilló durante catorce largos años. Volvió pues a ganar tu revolución bolivariana, y con qué claridad, con qué holgura, con qué talante democrático. No ganó porque haya cometido fraudes o porque haya saboteado a la oposición, esas son calumnias de los escuálidos. Ganó porque en Venezuela la Revolución es una fuerza aplastante.

¿Y de este revolucionario también vas a decir que es un gran hombre? No te apurés, William, esperá un poquito. No dejés que se te suelte la mano y le empecés a poner tus adjetivos grandilocuentes. Esperemos a ver qué pasa con el ungido, qué hace con el legado del comandante, con la Revolución y con el petróleo. Mientras tanto podrías escribirte unas buenas columnas contra la necia oposición venezolana, contra su quejadera injustificada, contra esa gente que no tiene, como vos, el sentido de las proporciones históricas: se les hace una Revolución y siguen preocupados dizque por el desabastecimiento general. ¡Que no jodan! Escribite dos o tres columnitas de largo aliento, como te gustan a vos, bien engoladas, para que entiendan allá cómo son las cosas en la Revolución bolivariana. Ilustralos.

Hombre William, sin darme cuenta me fui por las ramas. Yo te quería hablar era de poesía y de esas frases tuyas tan conmovedoras. Por ejemplo: “Chávez entrará a la mitología de los altares callejeros”. ¡Uy, William! Por poco y te salen dos endecasílabos perfectos. Le ponés otro adjetivo de los tuyos y listo, te queda una loa, una oda, una apología, un cántico. O esta otra, síntesis admirable de la Revolución: “Venezuela es el único país de América Latina en donde los pobres están contentos y los ricos están molestos”. Esta sí te salió perfecta, con ritmo, rima y sentido. El problema, William, es justamente ese: que tu revolución bolivariana está dejando a todos los venezolanos contentos.

PABLO CUARTAS

jueves, 31 de enero de 2013

Qué tal si viajaran turistas


from: Pablo Cuartas
to: Esteban Giraldo Gonzalez
date: Wed, Jan 30, 2013 at 3:00 PM
subject: Balazos a la línea k

Señor:

El Colombiano se supera: siempre puede ser peor. Pero es que esto sí ya es de antología: “Basta pensar en lo demencial del ataque: convertir en blanco una cabina que transporta civiles desprevenidos que regresan o salen de sus casas a sus actividades cotidianas. ¿Qué tal si viajaran turistas en el aparato?”

Y sí, ¿qué tal? Afortunadamente no iban turistas, iban apenas unos “habitantes del sector”. Menos mal...

Yo pensé durante mucho tiempo que se hacían los bobos por conveniencia: ahora pienso que son bobos de verdad. Donde antes veía cinismo, ahora sólo veo simple y llana estupidez.

Yo sé que El Colombiano no se merece nada, Esteban, que eso es una sinvergüenzada. Pero decime qué pensás de esta perla.

Saludos,

Pablo


*


from: Esteban Giraldo Gonzalez
to: Pablo Cuartas
date: Wed, Jan 30, 2013 at 9:29 PM
subject: Re: Balazos a la línea k


Cuartas,

Al cabo de los años hay cosas de las que me doy cuenta y me parecen inconcebibles. Inconcebibles por tiernas y por equivocadas. En mi familia no decimos periódico o diario, para referirnos a un diario o a un periódico decimos El Colombiano (como antes nuestros abuelos, para decir traje o vestido de hombre, decían Everfit). Recuerdo cosas tan simpáticas como a mi papá pidiéndonos que lo dejáramos leer El Colombiano, cuando en realidad estaba leyendo El Tiempo (o me imagino a mi abuela remendando el Everfit que había confeccionado un sastre en el parque de Bello). A fuerza de metonimias los antioqueños reducimos el mundo. El orgullo por lo propio ha hecho que hasta las palabras nos mantengan encerrados en el bendito Valle de Aburrá.        

La pifia de El Colombiano, si se lee con algo de grandilocuencia, no demuestra únicamente la falta de integridad de un medio, sino una característica propia de El Medellinense, del paisa. El mismo orgullo que nos lleva a nombrar el género –los diarios, los vestidos– con la especie que es nuestra –El Colombiano, Everfit–, nos lleva a estar más preocupados por lo que se dice de lo que nos pasa y no por lo que efectivamente pasa. “¿Qué tal si viajaran turistas en el aparato?”, no sólo indica que para quien eso escribe es más valiosa la vida de un extranjero que la de un criollo –lo que ya es despreciar a la vida, a la humanidad en general– sino que está más preocupado por lo que podrían decir esos extranjeros que por el hecho mismo. Bien vista, esa necesidad de mantener una buena imagen no es más que la evidencia palmaria de nuestra pequeñez.

Y me temo mucho que el editorialista de El Colombiano al escribir “turistas” no haya estado pensando en gente de Currumaní, Cesar, o en unos mochileros llegados de Acachilo, pueblo perdido en la provincia de Chuquisaca, Bolivia. Seguramente tenía en mente al estereotipo del gringo o del europeo que se hospeda en “la milla de oro”. O, cuando mucho, a orientales o argentinos de paso, disparando sus Nikon a diestra y siniestra mientras no saben qué hacer con sus chaquetas de North Face en la “eterna primavera”. Así, no solo estaba discriminando hacia adentro sino que, para colmo de la vergüenza, era selectivamente xenofóbico. Parece desvivirse por la opinión de aquellos a quien rinde pleitesía al tiempo que desprecia lo que piensen aquellos a los que sin ningún derecho y sin ningún argumento considera inferiores.

Pablo, y lo peor es que este descache de El Colombiano es casi una anécdota baladí al lado de lo que, por ejemplo, no se cansa de hacer el alcalde de Medellín. No me voy a poner yo a contarte lo que ya sabrás. Copio apenas una parte de la columna que publicó en Semana Juan Diego Restrepo, un periodista que es, además de serio, valiente:

Hace unos días, durante una intervención ante el Congreso estadounidense, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, hizo una alusión a Medellín, afirmando que la ciudad “logró la transformación”, en un intento por mostrarle un ejemplo de desarrollo urbano a los árabes, a quienes les dijo que “deberían aprender” de lo vivido en la capital antioqueña. 

Las afirmaciones de Clinton coincidieron con un homicidio en las calles de la ciudad de un conductor de taxi y de denuncias sobre los cobros extorsivos a los propietarios y conductores de vehículos de servicio público de pasajeros. De inmediato, los periodistas quisieron conocer la opinión del alcalde Aníbal Gaviria Correa sobre la situación de los taxistas y orgulloso por lo que había dicho horas antes la Secretaria de Estado norteamericana sobre la ciudad respondió así a una comunicadora: “Pareciera que usted no ha escuchado las palabras de la señora Hillary Clinton”, y evadió la pregunta. 

Ambas cosas, el editorial y la respuesta del alcalde, son botones del mismo disfraz. (Y podría agregar otro, reciente. ¿Te acordás de la indignación que sintieron los buenos paisas cuando un policía dijo que Bogotá se estaba “medellinizando”?)   

Antes de terminar debo decir que escribo esto con la nostalgia del apóstata, la soberbia del que ya no tiene nada que cuidar y la candidez del que descubre que el mundo es redondo, como-una-naranja. En fin, con la certeza de lo peligrosa que puede ser una ternura equivocada.

Un abrazo,

Esteban

Pd. Cuando estaba leyendo completo el texto del que sacaste la cita que motiva esta cantaleta, me pillé otra perla. Decía que según no sé qué medición de no sé qué empresa El Colombiano era el diario con la línea editorial más imparcial. Te pregunto –y me pregunto– si ese no es el peor de los halagos para una “línea editorial”. Un editorial, en tanto que la opinión del medio, debe tomar partido, debe ser parcializado. Una opinión imparcial es o un oxímoron o una rastrera pusilanimidad. ¿No?


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from: Pablo Cuartas
to: Esteban Giraldo Gonzalez
date: Thu, Jan 31, 2013 at 6:02 AM
subject: Re: Balazos a la línea k


Esteban:

Anoche antes de dormir, por capricho, releí las últimas páginas de El fuego secreto: un incendio de proporciones que arrasa con Junín y sus alrededores. Y te vas a reír y no me vas a creer que soñé lo mismo: que las llamas devoraban ya no Junín, que sería una lástima, sino el periódico de los antioqueños. Medio recuerdo una frase que oí en la confusión de gritos y sirenas. Era un bombero angustiado que decía: “como hay mucho papel, es más difícil de apagar”.

Ahora me despierto y veo tu respuesta y no sé muy bien qué agregar.

O sí: que no es Bogotá, es Medellín la que se está medellinizando.

Un abrazo,

Pablo

PD: Julio Ramón Ribeyro en Prosas apátridas: “Lo que pierde a los hombres no es tanto sus grandes vicios como sus pequeños defectos. Se puede convivir muy bien con la pereza, la prodigalidad, el tabaco o la lujuria, pero en cambio qué dañinos son las negligencias o los ínfimos descuidos”. Cuánta negligencia, cuánto descuido en El Colombiano...


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IMAGEN: http://www.flickr.com/photos/rafaeldelosandes/

miércoles, 23 de enero de 2013

El salto



El Hombre está sentado en la cápsula, contemplando la redondez de la Tierra. Por la puerta ve la gran noche universal como un telón cerrado, y la luz de la Tierra que da la vuelta en el horizonte. Y digo bien el Hombre, con mayúscula, porque este hombre es todos los hombres, porque es la humanidad entera la que está cumpliendo un sueño: tener el mundo, la esfera completa, al alcance de la vista. Es el sueño que pintó Vermeer, el del geógrafo tocando la pelota terrestre. Es el sueño del niño que juega con el globo terráqueo, la bola que gira y gira terca sobre su eje. Es, mejor, la mezcla de dos obsesiones que acompañan desde siempre a la humanidad: saber y jugar.

Hijo del saber y del juego, el salto será arduo como una empresa militar y efímero como los rayos. Al volver a la Tierra, varios años de cálculos y averiguaciones serán una anécdota olvidada en el camino que va del techo al piso del mundo. Entonces nada habrá sido más importante que la confirmación, transmitida en tiempo real, de que el Hombre no es inferior a su imaginación, de que todo lo posible termina por volverse necesario. Una vez imaginado el salto de un hombre desde la estratosfera, el salto de un hombre desde la estratosfera se vuelve inevitable. Si el Hombre descubre que puede superar la velocidad del sonido en caída libre, algún hombre sentirá la necesidad de lanzarse en caída libre para superar la velocidad del sonido. No faltarán -no han faltado- quienes busquen y encuentren las aplicaciones del salto que está por suceder. Pero es vano buscar razones más allá de la sinrazón del juego. Pascal dijo que el Hombre sale a hacer la guerra porque es incapaz de quedarse a solas en su cuarto. Habría que preguntarse si además de esa inquietud no hay, simplemente, un acuciante deseo de jugar.

La Tierra es una curva borrosa a cuarenta kilómetros de altura. La distancia, mínima a ras de piso, parece infinita cuando se recorre hacia arriba. Cuarenta kilómetros es lo que hay entre dos pueblos vecinos, familiares, conocidos, pero cuánto nos separan de nosotros mismos cuando los transitamos en sentido vertical. Cuarenta mil metros son un palmo en la inmensidad horizontal de la Tierra, pero qué enigmático se vuelve todo cuando se recorren en elevación.  

El Hombre está parado en la puerta de la cápsula. Entre el ascenso y la caída, dos figuras míticas de envergadura, el Hombre se detiene y mira. Cinco años de estudios y experimentos, y la vida en riesgo de un hombre que vale por todos, están por confirmar que la mejor recompensa para quien sale de la Tierra es poder volver a ella. Y que el regreso es quizás lo que justifica los viajes. Una frase rompe de pronto el silencio universal: “I’m going home now”. Félix Baumgartner, Ícaro, hace el saludo militar y salta. 

PABLO CUARTAS