martes, 3 de julio de 2012

Todos los hombres



La ambición, la grandeza de su ambición, es el signo distintivo en la pintura de Luis Caballero. Esa ambición ya casi proverbial de «rivalizar con Dios», propia solamente de los verdaderos creadores, que vemos expresada en sus diversos cuadros sin título. Así lo escribió su hermano Antonio en La soledad de Luis Caballero: «la ambición desmesurada, descomunal, que hay, o debe haber, en el origen de la gran obra de arte». Así lo dijo el propio artista, en su taller de París, cuando le respondió a Ramiro Ramírez la pregunta infaltable sobre «el erotismo como tema de su pintura»: «No me interesa hacer un cuadro, lo que quiero es hacer gente. Hacer esa persona que quisiera tener y que no tengo». Una ambición total, comparable a la del Génesis, que sólo encontró su límite en la muerte.

Luis Caballero sabía el tamaño de su ambición: «con un cuerpo y nada más se puede expresar todo y decir todo». Su pintura se propone entonces desmentir el aserto de Spinoza: «Nadie sabe lo que puede un cuerpo». La crítica le concede el mérito de renovar nuestra mirada sobre el erotismo y la sensualidad, la violencia, el placer y el dolor: para algunos pinta «cuerpos que se deshacen en el éxtasis cuando la vida es tan fuerte que se acerca a la muerte». A otros les hace descubrir lo místico en lo pagano: «Dios es el Hombre, dice la pintura de Caballero; y el erotismo es su religión». Hay quienes ven en el pintor a un católico sin cristianismo, pues se trata al fin y al cabo de «una relectura de la pintura sacra». Su obra ha sido leída también como un «largo peregrinaje del deseo», sobre todo en lo que éste tiene de brutal y desgarrador, de intensamente humano. Se dice, a propósito de su técnica, que «la tensión de los cuerpos de Caballero pasa del dibujo a la pintura». Y vuelven las preguntas de siempre: «¿Esos jóvenes están vencidos por la muerte o por el placer? ¿Es la lucha? ¿Es el don?». La búsqueda incesante del artista («yo pinto siempre el mismo cuadro», afirmó alguna vez) se replica en todo aquél que intente aportar una visión sobre ella. Por eso los comentarios sobre la obra de Caballero, incluidos los suyos propios, son como los cuadros que describen: la repetición obsesiva de un tema y la primicia de una variación que se quiere cada vez inédita. Porque el todo es multiplicidad reunida. Y la pintura que lo ambiciona, en su unidad es siempre otra y en su diversidad es siempre una.

Surgida de una obsesión sin concesiones, Caballero ambicionaba «una imagen que se imponga de un golpe y que no necesite una lectura». Pero es difícil guardar silencio ante una boca sangrante que se ofrece como último argumento. Difícil acallar la conmoción que suscitan esos cuerpos no desnudos, sino desvestidos, de cuya furia cansada no sabemos el origen ni el destino. Abandonados de sí mismos, entregados al otro en un combate impreciso, esos cuerpos claman algo parecido al júbilo y al lamento. Lo mismo las manos y los sexos y los ojos suplicantes y repulsivos a la vez, bélicos y vencidos, amos y esclavos del placer o del dolor. Difícil, muy difícil no aventurar una lectura sobre el delirio de esos cuerpos sufrientes o exhaustos, abatidos por la lucha o el orgasmo, que aparecen y reaparecen en la obra de Caballero, artista de lo viviente, pintor de animales en celo. Sin embargo, por imposible que parezca este silencio, los distintos cuadros iguales que pintó Luis Caballero no necesitan una lectura. Ni siquiera un título. Las palabras son innecesarias pero inevitables.

La búsqueda de la «imagen necesaria» que ambicionaba Caballero, así como los muchos y muy parecidos comentarios que provocó su obra, se encuentran ampliamente documentados en el volumen que le consagró la Revista Mundo: «Caballero: Peregrinaje del deseo». Cuadros de distintas épocas hablan de su compromiso con los temas fundamentales de su creación. Textos de distintas procedencias atestiguan, por otra parte, la infinidad de variaciones que su obra despertó en la crítica. Ahí está La cámara del amor, el políptico que le valió el primer premio de la Bienal de Coltejer en 1968, con aquellos personajes enlazados por fuerzas inquietantes, casi condenados a relacionarse, para demostrar que a sus veinticinco años Caballero empezó a pintar el cuadro total que lo mantuvo ocupado hasta la muerte. Y está el artículo de Juan Gustavo Cobo Borda para señalar, y la expresión es bastante justa, que en aquella época ya se percibía un clima en la pintura de Caballero. La imagen cabe como ilustración porque hay un ambiente que se impone como las estaciones: es una atmósfera, no una historia, lo que determina a estas siluetas anónimas en pugna. De ahí que no haya explicaciones sobre los motivos de sus encuentros confusos: no son escenas que retratan el sucederse de una situación sino más bien momentos sin antes ni después, instantes suficientes  para revelar una verdad enigmática: el placer y el dolor, la vida y la muerte, el infierno y el paraíso están todos en el cuerpo.

Toda la belleza, toda la sordidez y toda la obstinación de Caballero estaban previstas al comienzo de su peregrinaje. Luego de la Bienal en Medellín aparecen las obras cruciales de los años setenta y comienza a definirse el estilo, la impronta de su pintura. Sin decidirse todavía a dejar el color, el erotismo gana definitivamente su lugar de privilegio cuando la pintura de Caballero, según su propia observación, se hace más lenta: «el erotismo es lento y el sexo es rápido. Yo hacía una pintura rápida. Eso duró hasta el año 68 con el cuadro de la Bienal de Coltejer que fue una especie de resumen y apoteosis de esas formas orgánicas, directas, brutales». No es que lo orgánico, lo directo y lo brutal desaparezcan: es que, lentificados, estos elementos adquieren una dimensión erótica más contundente. Este elogio de la lentitud orienta la producción de aquellos años, que son sus primeros años en París, adonde llegó para quedarse en 1968. La lentitud convierte el impulso en estilo, y hace de la sensualidad impetuosa de los primeros cuadros una experiencia más comunicable y más universal en la obra subsiguiente.

Este período ratifica una sensibilidad que no hace concesiones. Luis Caballero no concede una lectura unívoca (parcial) del cuerpo (del todo). Su pintura es la mise en place de una divisa radical: la belleza será humana o no será. La belleza será la tensión que habita el cuerpo, porque el cuerpo es la vida asediada por la muerte. Y el erotismo será la experiencia fronteriza, límite, donde se confunden todas las posibilidades y donde se manifiesta «aquello que la vida en su paroxismo tiene de muerte, el abandono tiene de destrucción, el amor de violencia» (Conrad Detrez). Por eso los gestos y las poses de sus cuerpos pueden expresar la tortura, el éxtasis o ambas cosas a la vez. Es difícil encontrar una celebración más terca de la vida como es y un rechazo más furioso de la vida como debe ser. La mirada de Luis Caballero parece injuriar todo esteticismo, todo artificio, toda esa candidez de buen gusto que falsea al cuerpo idealizándolo. Nada de eso se puede esperar de una obra que ruge así en favor de la belleza humana: cuando el espectador cree encontrar, para aquietar su conciencia perturbada, una lectura tranquilizante de la obra, Luis Caballero plantea torsiones indecisas, difíciles de asociar a una sensación fija, que nos recuerdan que «el amor, la muerte y el cuerpo no son sino uno». Cuando surge la tentación de decir fácilmente «erotismo», el pintor destaca los juegos que el placer suele pactar con el dolor. Porque el erotismo es menos fácil que la pornografía, y puede encontrarse donde menos se lo espera. Edward Lucie-Smith hace bien en recordar que Luis Caballero coleccionaba recortes de la prensa roja colombiana, fotos de cuerpos accidentados o asesinados, y no es difícil constatar que esta afición tenía ecos latentes en su obra. Basta con repasar un cuadro de 1978, un arrume de cuerpos desnudos, hombres y hombres acumulados en desorden, tumbados de costado o bocabajo, de donde surge uno, también desnudo, moviendo los brazos para abrirse paso en el tropel. Son uno, tres, siete cuerpos extenuados, aferrados entre sí, y uno más preparando la huida de lo que pudo ser una gran orgía. O son siete cuerpos tendidos y uno en fuga, luego de un combate, cuyo origen puede ser uno de aquellos recortes de prensa que mostraban, durante toda la infancia de Caballero, los montones de cuerpos cercenados de las víctimas de la Violencia en Colombia.

Erotismo sí, pero en toda su complejidad. El uso y el abuso de este cultismo no debería empobrecer, simplificándola, una vivencia que le debe tanto a la voluntad como al instinto. Y que no se explica por el dolor, pero que tampoco se reduce a la delectación. En eso consiste el vitalismo de Luis Caballero: en negarse a excluir la parte maldita que acecha a todo lo que emprenden los hombres. Ahí reside la fuerza de su ambición: en buscar esa imagen total que sintetice la ambigüedad de las cosas humanas. «El hombre es cosa vana, variable y ondeante», escribió Montaigne, y Luis Caballero pintó la belleza atormentada de esta condición.

No creo agraviar al autor de estos desnudos si recuerdo a dos equivalentes literarios de su sensibilidad: Jean Genet y Fernando Vallejo. Qué cerca estaba Luis Caballero de Un chant d’amour y Le condamné à mort. Y qué cerca del que escribe: «Dejando su boca fui bajando por sobre rutas de sangre agolpada en el cuello, y al llegar a su pecho, triunfo de la vida desde el fondo de las edades, burla de lo mensurable, se levantaba hacia mí, hacia el cielo, el egregio dios Príapo, Señor de la Burras». Y no me parece excesivo decir de su obra lo que Albert Camus apuntó en su carnet de 1942: «Según Proust, no es que la naturaleza imite al arte. Es que el gran artista nos enseña a ver lo que su obra, de manera irremplazable, ha sabido aislar en ella. Así, todas las mujeres se convierten en las mujeres de Renoir». Porque así también, a fuerza de aislar la belleza masculina del resto del mundo, todos los hombres son los hombres de Caballero. He ahí una ambición total, comparable a la del Génesis, que es vida constante más allá de su muerte.

PABLO CUARTAS
Este texto apareció en el último número de la revista Mundo en diciembre de 2011.
Imagen: Luis Caballero. Sin título, 1985

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