La ambición, la grandeza de su
ambición, es el signo distintivo en la pintura de Luis Caballero. Esa ambición ya
casi proverbial de «rivalizar con Dios», propia solamente de los verdaderos
creadores, que vemos expresada en sus diversos cuadros sin título. Así lo
escribió su hermano Antonio en La soledad
de Luis Caballero: «la ambición desmesurada, descomunal, que hay, o debe
haber, en el origen de la gran obra de arte». Así lo dijo el propio artista, en
su taller de París, cuando le respondió a Ramiro Ramírez la pregunta infaltable
sobre «el erotismo como tema de su pintura»: «No me interesa hacer un cuadro,
lo que quiero es hacer gente. Hacer esa persona que quisiera tener y que no
tengo». Una ambición total,
comparable a la del Génesis, que sólo encontró su límite en la muerte.
Luis
Caballero sabía el tamaño de su ambición: «con un cuerpo y nada más se puede
expresar todo y decir todo». Su pintura se propone entonces desmentir el aserto
de Spinoza: «Nadie sabe lo que puede un cuerpo». La crítica le concede el
mérito de renovar nuestra mirada sobre el erotismo y la sensualidad, la
violencia, el placer y el dolor: para algunos pinta «cuerpos que se deshacen en
el éxtasis cuando la vida es tan fuerte que se acerca a la muerte». A otros les
hace descubrir lo místico en lo pagano: «Dios es el Hombre, dice la pintura de
Caballero; y el erotismo es su religión». Hay quienes ven en el pintor a un
católico sin cristianismo, pues se trata al fin y al cabo de «una relectura de
la pintura sacra». Su obra ha sido leída también como un «largo peregrinaje del
deseo», sobre todo en lo que éste tiene de brutal y desgarrador, de
intensamente humano. Se dice, a propósito de su técnica, que «la tensión de los
cuerpos de Caballero pasa del dibujo a la pintura». Y vuelven las preguntas de
siempre: «¿Esos jóvenes están vencidos por la muerte o por el placer? ¿Es la
lucha? ¿Es el don?». La búsqueda incesante del artista («yo pinto siempre el
mismo cuadro», afirmó alguna vez) se replica en todo aquél que intente aportar
una visión sobre ella. Por eso los comentarios sobre la obra de Caballero,
incluidos los suyos propios, son como los cuadros que describen: la repetición
obsesiva de un tema y la primicia de una variación que se quiere cada vez
inédita. Porque el todo es multiplicidad reunida. Y la pintura que lo
ambiciona, en su unidad es siempre otra y en su diversidad es siempre una.
Surgida
de una obsesión sin concesiones, Caballero ambicionaba «una imagen que se
imponga de un golpe y que no necesite una lectura». Pero es difícil guardar
silencio ante una boca sangrante que se ofrece como último argumento. Difícil
acallar la conmoción que suscitan esos cuerpos no desnudos, sino desvestidos,
de cuya furia cansada no sabemos el origen ni el destino. Abandonados de sí
mismos, entregados al otro en un combate impreciso, esos cuerpos claman algo
parecido al júbilo y al lamento. Lo mismo las manos y los sexos y los ojos
suplicantes y repulsivos a la vez, bélicos y vencidos, amos y esclavos del
placer o del dolor. Difícil, muy difícil no aventurar una lectura sobre el
delirio de esos cuerpos sufrientes o exhaustos, abatidos por la lucha o el
orgasmo, que aparecen y reaparecen en la obra de Caballero, artista de lo
viviente, pintor de animales en celo. Sin embargo, por imposible que parezca
este silencio, los distintos cuadros iguales que pintó Luis Caballero no
necesitan una lectura. Ni siquiera un título. Las palabras son innecesarias
pero inevitables.
La búsqueda de la «imagen necesaria» que
ambicionaba Caballero, así como los muchos y muy parecidos comentarios que
provocó su obra, se encuentran ampliamente documentados en el volumen que le
consagró la Revista Mundo: «Caballero: Peregrinaje del deseo». Cuadros de
distintas épocas hablan de su compromiso con los temas fundamentales de su
creación. Textos de distintas procedencias atestiguan, por otra parte, la
infinidad de variaciones que su obra despertó en la crítica. Ahí está La cámara del amor, el políptico que le
valió el primer premio de la Bienal de Coltejer en 1968, con aquellos
personajes enlazados por fuerzas inquietantes, casi condenados a relacionarse,
para demostrar que a sus veinticinco años Caballero empezó a pintar el cuadro total que lo mantuvo ocupado hasta la
muerte. Y está el artículo de Juan Gustavo Cobo Borda para señalar, y la
expresión es bastante justa, que en aquella época ya se percibía un clima en la pintura de Caballero. La
imagen cabe como ilustración porque hay un ambiente que se impone como las
estaciones: es una atmósfera, no una historia, lo que determina a estas
siluetas anónimas en pugna. De ahí que no haya explicaciones sobre los motivos
de sus encuentros confusos: no son escenas que retratan el sucederse de una
situación sino más bien momentos sin antes ni después, instantes
suficientes para revelar una
verdad enigmática: el placer y el dolor, la vida y la muerte, el infierno y el
paraíso están todos en el cuerpo.
Toda la
belleza, toda la sordidez y toda la obstinación de Caballero estaban previstas
al comienzo de su peregrinaje. Luego de la Bienal en Medellín aparecen las
obras cruciales de los años setenta y comienza a definirse el estilo, la
impronta de su pintura. Sin decidirse todavía a dejar el color, el erotismo
gana definitivamente su lugar de privilegio cuando la pintura de Caballero,
según su propia observación, se hace más lenta: «el erotismo es lento y el sexo
es rápido. Yo hacía una pintura rápida. Eso duró hasta el año 68 con el cuadro
de la Bienal de Coltejer que fue una especie de resumen y apoteosis de esas formas
orgánicas, directas, brutales». No es que lo orgánico, lo directo y lo brutal
desaparezcan: es que, lentificados, estos elementos adquieren una dimensión
erótica más contundente. Este elogio de la lentitud orienta la producción de
aquellos años, que son sus primeros años en París, adonde llegó para quedarse
en 1968. La lentitud convierte el impulso en estilo, y hace de la sensualidad
impetuosa de los primeros cuadros una experiencia más comunicable y más
universal en la obra subsiguiente.
Este
período ratifica una sensibilidad que no hace concesiones. Luis Caballero no
concede una lectura unívoca (parcial) del cuerpo (del todo). Su pintura es la mise en place de una divisa radical: la
belleza será humana o no será. La
belleza será la tensión que habita el cuerpo, porque el cuerpo es la vida
asediada por la muerte. Y el erotismo será la experiencia fronteriza, límite,
donde se confunden todas las posibilidades y donde se manifiesta «aquello que
la vida en su paroxismo tiene de muerte, el abandono tiene de destrucción, el
amor de violencia» (Conrad Detrez). Por eso los gestos y las poses de sus
cuerpos pueden expresar la tortura, el éxtasis o ambas cosas a la vez. Es
difícil encontrar una celebración más terca de la vida como es y un rechazo más
furioso de la vida como debe ser. La mirada de Luis Caballero parece injuriar
todo esteticismo, todo artificio, toda esa candidez de buen gusto que falsea al
cuerpo idealizándolo. Nada de eso se puede esperar de una obra que ruge así en
favor de la belleza humana: cuando el espectador cree encontrar, para aquietar
su conciencia perturbada, una lectura tranquilizante de la obra, Luis Caballero
plantea torsiones indecisas, difíciles de asociar a una sensación fija, que nos
recuerdan que «el amor, la muerte y el cuerpo no son sino uno». Cuando surge la
tentación de decir fácilmente «erotismo», el pintor destaca los juegos que el
placer suele pactar con el dolor. Porque el erotismo es menos fácil que la
pornografía, y puede encontrarse donde menos se lo espera. Edward Lucie-Smith
hace bien en recordar que Luis Caballero coleccionaba recortes de la prensa
roja colombiana, fotos de cuerpos accidentados o asesinados, y no es difícil
constatar que esta afición tenía ecos latentes en su obra. Basta con repasar un
cuadro de 1978, un arrume de cuerpos desnudos, hombres y hombres acumulados en
desorden, tumbados de costado o bocabajo, de donde surge uno, también desnudo,
moviendo los brazos para abrirse paso en el tropel. Son uno, tres, siete
cuerpos extenuados, aferrados entre sí, y uno más preparando la huida de lo que
pudo ser una gran orgía. O son siete cuerpos tendidos y uno en fuga, luego de
un combate, cuyo origen puede ser uno de aquellos recortes de prensa que
mostraban, durante toda la infancia de Caballero, los montones de cuerpos
cercenados de las víctimas de la Violencia en Colombia.
Erotismo
sí, pero en toda su complejidad. El uso y el abuso de este cultismo no debería
empobrecer, simplificándola, una vivencia que le debe tanto a la voluntad como
al instinto. Y que no se explica por el dolor, pero que tampoco se reduce a la
delectación. En eso consiste el vitalismo de Luis Caballero: en negarse a
excluir la parte maldita que acecha a todo lo que emprenden los hombres. Ahí
reside la fuerza de su ambición: en buscar esa imagen total que sintetice la
ambigüedad de las cosas humanas. «El hombre es cosa vana, variable y ondeante»,
escribió Montaigne, y Luis Caballero pintó la belleza atormentada de esta
condición.
No creo agraviar al autor
de estos desnudos si recuerdo a dos equivalentes literarios de su sensibilidad:
Jean Genet y Fernando Vallejo. Qué cerca estaba Luis Caballero de Un chant d’amour y Le condamné à mort. Y qué cerca del que escribe: «Dejando su boca
fui bajando por sobre rutas de sangre agolpada en el cuello, y al llegar a su
pecho, triunfo de la vida desde el fondo de las edades, burla de lo mensurable,
se levantaba hacia mí, hacia el cielo, el egregio dios Príapo, Señor de la
Burras». Y no me parece excesivo decir de su obra lo que Albert Camus apuntó en
su carnet de 1942: «Según Proust, no
es que la naturaleza imite al arte. Es que el gran artista nos enseña a ver lo
que su obra, de manera irremplazable, ha sabido aislar en ella. Así, todas las mujeres se convierten en las
mujeres de Renoir». Porque así también, a fuerza de aislar la belleza masculina
del resto del mundo, todos los
hombres son los hombres de Caballero. He ahí una ambición total, comparable a la del Génesis, que es vida constante más allá
de su muerte.
PABLO CUARTAS
Este texto apareció en el último número de la revista Mundo en diciembre de 2011.
Imagen: Luis Caballero. Sin título, 1985
Imagen: Luis Caballero. Sin título, 1985
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