viernes, 6 de noviembre de 2009

El barrote.

No debió haber escuchado a Marcos con tanta atención, pero al advertir que le podría pasar lo mismo quiso adelantarse a los hechos.

- Se siente como si alguien te enterrara un barrote justo aquí –Marcos clavó un par de dedos en la boca de su estómago -, pero no termina, te atraviesa al otro lado, por la espalda, y se queda meses, años quizá.

Le pareció curiosa, tal vez chistosa, la descripción de su amigo, pero toda la noche sintió los dedos punzantes.

Llegó el día. Se negó a llevarla al aeropuerto; sólo fue a su casa y con un beso húmedo dio fin a la despedida. Caminó para disipar la amargura. Cuando volvió la cabeza por última vez sintió, muy agudos, los dos dedos. Se pasó la mano con miedo de tocar la zona afectada, se acercó lentamente a ella hasta que le pareció ridículo. Siguió hacia el paradero de buses; quería llegar a casa. No sólo la idea del barrote se hizo patente a pocos metros del bus, el dolor cruzaba ahora su espina dorsal y caminaba un poco inclinado, con esfuerzo. La gente lo miraba aterrorizada y se preguntó si sería conveniente subirse al bus cuando podría escandalizar al conglomerado con semejante herida, chuzar los niños con el barrote, golpear las viejas, atascarse en la máquina registradora. Un taxista paró sin que él hiciera señales, se sentó de medio lado en el carro con la idea de no estropear el espaldar.

Llegó a su casa. Viendo la lividez de su hijo y conociendo las razones, doña Doris preparó un suculento consomé de pollo. Lo encontró retorciéndose en su cama, sujetándose el estómago y el alma con los ojos cerrados, le ofreció el plato que fue rechazado… entonces lo dejó en el escritorio como un consuelo. Él estaba en posición fetal, de modo que el barrote no tocara la cama para evitar que la herida se abriera más o se lastimara. Miró inapetente el consomé. Cómo se le ocurría darle de comer siendo evidentes las circunstancias: ¡el hierro justo por donde pasaba la comida! Volvió para azuzarlo: que se comiera el consomé, que se iba a enfriar y que dejara la bobada –acariciando al joven herido con la mano que olía a pollo-. Comió en el borde de la cama, la primera cucharada tibia la sintió ardiente al pasar por el barrote, la segunda se le atoró antes de llegar pero logró digerirla embocando la tercera. Terminando el consomé ocurrió lo temido: con una mano en el barrote, sosteniéndolo; y la otra en la boca, conteniéndola, intentó inútilmente atinar en el retrete. Luego durmió.

Lo despertó la sangre a la altura del pecho y ni así pudo sobresaltarse. Se dirigía al baño con el amargo de la bilis todavía en la boca y un coágulo que rodeaba el hierro. Encontró la nota con la que constató que su vida no había terminado, que la vida continuaba: Hijo, tuve que salir. Limpias el retrete y las sabanas ensangrentadas.

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