jueves, 29 de octubre de 2009

Mea culpa.

Quizá la palabra adecuada sea largaste. Te largaste sin siquiera despedirte. Luego de correr tras tus pasos, sentado en la puerta, acurrucado y sin ganas de entrar a nuestra casa sé que estás escribiendo: “debe estar tirándosela”.

Más que un ataque de celos te mueve un afán narrativo. Describirás milímetro a milímetro la raíz de mi sexo, hablarás de curvaturas y de ritmos, de mis pequeñas idiosincrasias, y te imaginarás absurdamente el talle en el ahora crees que estoy enredado. Dirás mis palabras. En el cuerpo de otra magnificarás mis dotes de compañero cansado, aburrido. Tal vez sientas el mismo deseo que yo al suponerlo: la respiración quebrada de una mujer en el borde abisal de su cuerpo.

Cuando escribas mi desfallecimiento terminarás, sin haber derramado una sola lágrima.

Sé que he motivado tus sospechas, tus decepciones de diario íntimo (del que trato de memorizar hasta las faltas de ortografía). Entonces es una culpa inconcreta, quedando justificada la indiferencia o la huida.

Y ahora, ante la puerta, esgrimiendo la llave, como si de una navaja se tratara, sé que no ha ocurrido, nunca, que tu diario es una pura ficción, pero sé también que lo has escrito. Y ya consignado en tu cuaderno de días no me queda más que asumir la culpa.

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