jueves, 19 de noviembre de 2009

El otro, el orejón.

Entre el arquero con cola, el recurrente gigante y el caricaturesco acéfalo, destaco este ser que con sus grandes orejas se provee de lecho y cobija. Los cronistas lo habrán visto pasearse por los libros de caballería y luego, con la imaginación que hace falta para llenar un nuevo mundo, se pudo avistar, tal cual, entre los extraños habitantes de América. Por optimista me quedaría entonces con el homo fanesius auritus, el orejón (sin armas, ni tamaño excesivo, de figura inofensiva y simpática), pero no se trata de ser optimista, simplemente ante la idea del desconocido, la imaginación de un hombre, atizada por sus prejuicios, se inclina a lo monstruoso, a lo grotesco.

No albergamos la idea del otro y lo poco que conozcamos está mucho más cerca de este ser desconocido que somos que de ese ser desconocido que es. No entiendo, con semejante tipo de premisa, cómo se sostienen las relaciones humanas. En el fondo somos abismos semejantes por lo complejos, pero inconciliables el uno con el otro. Intentar conocerlo es un caso perdido y no intentarlo es imposible. Al final, aunque el del frente es un ser esquivo, se hace necesario contemplarlo, ver cómo muta, considerarlo, reconocernos en el supuesto punto de semejanza que nos hace humanos, es decir, saber simplemente que existe otro abismo.

Podría entonces pasarse por alto la cuestión y en efecto no valer de nada este escrito, y cada nuevo día despertarnos al lado de ojalá una figura simpática y monstruosa, desabrigarnos todavía somnolientos de su oreja calurosa, sin hacerle daño, curiosear un poco en ella, acariciarla mientras despierta, decirle muy buenos días, darle un beso, caminar hacia el baño y ver al frente, en el espejo, el Gregor Samsa de turno.

CAMILO GIRALDO.

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