Preparen las músicas;
compongan los himnos,
para que celebremos el gran sacrificio,
el de los calzoncitos de Toní
Fernando González
Fui a Medellín, y me devolví
para Marsella, porque se me apareció Fernando González en el Matacandelas y me dijo :
«si alguna vez lector viajas a Francia, pasa por Marsella, sube a la Canebière,
hacia la iglesia San Vicente de Paúl, no dejes de girar a la derecha por la
calle Sénac. A pocos pasos, unos quince o veinte, encontrarás el Hotel
Esfinge…». Pero no llegué a Marsella caminando, anotando lo que pensaba en el
camino, haciendo el viaje que ameritaba, en forma de homenaje, el Brujo de
Otraparte. No pasé noches en vela en pensiones austeras, pensando en el
significado del hombre gordo antioqueño, ni tuve la certeza de que soy táctil,
ni entendí en la travesía que el nombre mejor para nuestro siglo es éste: el
siglo del hombre que hace fortuna. Tampoco viajé de noche, triste, atormentado
por la idea de la muerte. No paré en pueblos ni reparé en cementerios
desolados. Ni siquiera medité sobre el pecado, ni discurrí a caballo por
caminos ni montañas, filosofando en voz alta, evocando exaltado la belleza
suramericana. Ningún don Benjamín, ninguna doña Pilar. Al mar no llegué, como
el maestro, tras el viaje a pie: llegué en un tren que salió de París temprano
en la mañana y cuando me bajé lo vi al fondo, lejos, en el horizonte: el
horizonte era su luminosa raya azul. Lo encontré calmo y sumiso ante el cerro
donde se levanta la iglesia de Nuestra Señora de la Guarda, coronada por una
virgen dorada que reluce de día por el sol y de noche por la luz de inmensos
fanales que la alumbran para que este puerto lujurioso no olvide a su patrona.
Y vine no por sentirme un filósofo aficionado, o esperando alcanzar por fin la
Intimidad, ni para definir mi clima interior, sino entusiasmado por un
propósito más humilde: ver para dónde se traía el maestro a ese “poderoso
animal”, a esa “mujer demasiada”, a esa alsaciana “en rijo” que envileció las búsquedas
místicas del filósofo, excitó la prosa del escritor y alimentó las humoradas de
Monsieur González, cónsul de la Colombie. Vine buscando los calzoncitos de
Mademoiselle Toní.
Sin tiempo que perder, bajé de
la estación por una calle hacia ninguna parte. Miraba la luz, la luz
mediterránea, y me preguntaba cómo hizo el maestro para mantener oculto su
secreto con Toní. ¡Qué luz! ¡Y qué secreto! Sentía que bajo este cielo nada se
podía esconder. Pero sí se puede, sí se pudo. Me di a preguntarle a unos árabes
cómo llegar al Puerto Viejo, donde me esperaban, y cuando me dijeron que bajara
a la Canebière me imaginé al maestro subiendo y bajando por la misma calle,
yendo y viniendo del hotel donde Toní dejó olvidados los calzoncitos. Ella
tenía entonces diecinueve años, diecinueve años menos que el maestro. Había
llegado como institutriz de sus hijos, llevaba meses viviendo en su casa con
ellos, su esposa y su gata Salomé, y en la tórrida primavera marsellesa le
había deslizado un papelito con unas siglas inequívocas: JVA, “je vous aime”.
Lo demás se quedó escondido para siempre, al abrigo del sol impúdico, en el
cuarto con vista al jardín del Hotel Esfinge.
Les ahorro la descripción del
Puerto Viejo. Y la del barrio contiguo de callejuelas misteriosas. Les aclaro
solamente que lo de “viejo” es un decir. Viejo será el lugar, el espacio, la
entrada de mar. Porque el puerto que vio el maestro, del que debió zarpar hacia
Colombia, desapareció por los años cuarenta: lo volaron con dinamita los
alemanes. De Italia lo habían sacado los esbirros de Mussolini, pero cuando
llegaron los de Hitler a Marsella, arrasando con todo, el maestro ya se había
embarcado para Barcelona. Se fue definitivamente en 1934, dejando virgen a Toní y a Francia acechada por los nazis.
Recuerdo que era sábado cuando llegué al Puerto Viejo, a lo que queda. Era el
mediodía y le puedo jurar, señor lector, que al acercarme vi lo que paso a
enumerar: “restaurantes afamados por La
Boullabaise, cafés y comercios populosos donde se comen todos los mariscos,
desde pulpos hasta caracoles. Exhibidas sobre tendidos de verdes algas, las
ilustres ostras portuguesas, osos, almejas, babosas… Viejas gordas y habladoras
abren las conchas con pedazos de cuchillos; mozas de carnes abundantes sirven
los platos con olor a esencia marina”. En medio del calor y la algarabía de los
vendedores me alcanzaron a decir cómo llegar al 70 de la rue Sainte, la calle
santa donde me seguían esperando.
Dejé mi maleta y salimos. Pero
qué, cuál maleta. Eso suena como a gran cosa y no, lo mío es andar ligero de
equipaje. Dejé lo poquísimo que llevaba, cogí El remordimiento y volvimos al Puerto buscando la Canebière que ahí
termina. Íbamos como remontando un río desde su desembocadura, siguiendo las
indicaciones del maestro, reviviendo los afanes que debía de sentir por el
camino. Así, como peregrinos por la Canebière, atravesamos calles afluentes sin
desviarnos un palmo de su cauce, el que conduce a la calle Sénac, la del Hotel
Esfinge, el de los calzoncitos de Toní. Atrás quedaron la calle Beauvau y la
plaza del General de Gaulle. Atrás el Museo de la Marina y la rue Albert 1er.
Atrás incluso la calle Paraíso, que tan importante fue para el maestro, pues
ahí está la iglesia de San José, el esposo beato de María, la del papelito de
Toní: “Vengo a ofrecerte este papelito… a cambio de esto Señor, dame
conocimiento”. Cuando leímos la inscripción en lo alto de la fachada,
entendimos que no había mejor lugar en el mundo para venir a ofrecer ese
sacrificio: In honorem Sancti Joseph
sponsi beatae Mariae Virginis (En honor a San José, esposo de la Santa
Virgen María). En pleno atrio, y a propósito de sacrificios, nos acordamos de
Fernando Vallejo cuando dice: “Es mi opinión que los santos se hacen santos a
fuerza de remordimiento”. ¡Claro! Esa es la mía también. Y para remordimientos
el de don Fernando González: “En Envigado tengo un remordimiento de no haberme
acostado con Toní, que me está matando”. Se lo propongo entonces a su tocayo
para el santoral, ahora que le dio la canonizadera.
Seguimos anhelantes, a
contracorriente de la Canebière. El sol buscaba hundirse por detrás del
Castillo de If al atardecer, y Marsella parecía a esa hora una inmensa ruina
devorada por los años y el salitre. En los puertos todo huele a mar aunque el
mar esté lejos. Allá estaba la casa del maestro, frente al mar, al otro lado de
la ciudad, junto al parque Borely, a orillas del río Huveaune. Era la amplia
casa de dos pisos en que Toní perturbaba al maestro bajando las escalas de tres
en tres. Era la sede consular en cuyos jardines acontecieron los agitados
calores de la gata Salomé, sus escarceos con el gato Rousseau, tan parecidos a
los de don Fernando con Toní. Era la casa en que el cónsul entraba a
hurtadillas al cuarto de la institutriz, olía sus ropitas y se medía en su cama
“para ver como quedaba uno allí”. En esa casa, cierta Nochebuena, Toní pidió
con fervor “un marido como Monsieur González”. Cuando no estaba escribiendo o
rezando en esa casa, el maestro erraba por Marsella atisbando, meditando,
estando ocioso, pero también huyendo de la tentación. Claro que también huía de
la casa para reencontrar la tentación lejos, donde fuera menos imposible, en
aquellas citas del Hotel Esfinge en que Toní decía “mil veces no” pero entraba
“como los alemanes a Bélgica”.
Entonces llegamos a la calle
Sénac. Seguimos de largo la primera vez porque nos confundió el nombre: se
llama “rue Sénac de Meilhan”, y hace honor a un político dizque adepto de
Voltaire. Volvimos a la esquina y empezamos a contar los quince o veinte pasos
que decía el maestro. Estrecha, aunque no tanto como las aledañas al puerto, la
Sénac es una calle de putas viejas y ariscas que se las saben todas. Se pasan
las eternas tardes del mediterráneo sentadas en los quicios de las ventanas,
fumando y esperando, hablando a los gritos con otras asomadas en los balcones.
Los edificios están corroídos por el viento de mar y en los marcos de las
ventanas altas hay ropa, toallas, sábanas colgadas. En todas, menos en la del
Hotel Esfinge.
Como mirábamos y mirábamos desde afuera, salió un señor discreto y nos invitó a entrar. Medio le contamos la historia de un escritor colombiano que se venía para acá con una muchacha a darle muchos consejos espirituales. “Ya no se llama Esfinge pero este es”. Nos invitó al jardín a tomar café y se puso a contarnos lo del cambio de nombre. Que era un hotel muy viejo, que era el mejor que quedaba en la calle Sénac y que en este momento, sin embargo, estaba completamente vacío. También dijo que los cuartos habían sufrido ciertos cambios. “¿Cuáles?”, le pregunté, y nos dijo que si queríamos ver alguno. “Sí, el del primer piso con vista al jardín”. “Vengan conmigo”.
Dejamos el café servido y
subimos palpitantes por una escalera de madera crujiente. El calor seguía
poderoso en ese punto de la tarde. Nos mirábamos risueños tras el hombre
discreto como diciéndonos: “en el cuarto te voy a decir un secreto”. Se abrió
la puerta y lo vimos por fin: la ventana, la cama, la chimenea, el baño
diminuto. Abrimos la ventana y entró una bocanada fresca. Vimos las tasas a
medias en la mesita del jardín, los solares casi tropicales de las casas
vecinas, la fuente con la esfinge de león que desde los tiempos del maestro
adorna el patio del hotel. En esas estábamos cuando el señor discreto nos dijo:
“Búsquenme abajo si necesitan algo”. Y salió.
Solos en el cuarto, en el
hotel, en Marsella, nos pusimos a recordar los jaleos del maestro con Toní. El
calor se volvió más abrasivo. Empecé con la blusa, azul y humedecida, que le
quité por el cuello de un solo jalón. Seguí con el brasier ligero que cedió al
primer intento, se cayó solo y me mostró la doble misericordia de Dios. Después
llegué a la falda, ya sin nada qué perder, y cuando también se vino abajo,
entre un espasmo y otro, empezamos a darnos muchos y muy preciosos consejos
espirituales. Fueron consejos rítmicos, cadenciosos, firmes pero suaves,
impetuosos y delicados. Y nos olimos, nos olimos mucho porque amar es oler:
olemos todo lo que amamos. Me dijo mil veces que no lo hiciera y mil veces me
incitó a seguir haciéndolo. Que entonces en la cama no, que sería imposible
rehacerla igual, que mejor en el piso. Pues al piso fuimos a dar. Las tablas
crujían al ritmo de los consejos como la escalera al de los pasos. Sabíamos que
desde abajo se escuchaba el ruido de la visita, y sin embargo nadie subió en
esos minutos que parecieron horas. Al final escuché otra vez aquello de “dónde
están mis calzoncitos” (où sont mes
petites culottes) y agitados todavía por lo vívido del recuerdo, bajamos
donde el señor discreto acomodándonos la ropa como pudimos. Nos despedimos de
él agradecidos y salimos a desandar el camino en el lento crepúsculo marsellés.
Maestro: entre las tantas cosas
que se han hecho con usted, que va de boca en boca de expresidentes, rectores,
muchachas, profesores, actores y poetas, han intentado hasta robarse su
cadáver. ¿Se imagina? ¡Unos marihuaneros de Envigado lo querían exhumar! Menos
mal que la traba apenas les dio para sacar el cráneo, y que entre los
aprendices de sepulturero había un pariente suyo que se lo devolvió a la
familia. Cuentan que lo pusieron de adorno encima de un armario, como si fuera
un santo de yeso. Veinte años antes, Jean-Paul Sartre, otro canonizador (el que
canonizó a Jean Genet), había propuesto su nombre para el Nobel, pero los
políticos colombianos se opusieron a la postulación y la truncaron. Otros dicen
que usted “usó para pensarnos el dialecto que hablamos”, que era “un
alpargatado filósofo viajero”, “un escritor imprescindible”, “un hombre
implícito”, un “místico”. Como ve, dicen y hacen muchas cosas que usted a lo
mejor no pidió. Pero que yo sepa nadie, nadie se había tomado el trabajo de
cumplir este deseo tan sencillo: “Si fuere por allá el lector, pregunte si
encontraron les culottes de Mademoiselle (los calzoncitos de la señorita) que
se nos quedaron olvidados sobre la chimenea”. Pues sepa maestro que por allí
estuve, y que en lugar de ponerme a preguntar los busqué yo mismo. Y le quiero
decir que los calzoncitos sí estaban encima de la chimenea, donde los dejaron
olvidados por salir de afán. Aquí los tengo. Cuando vuelva a Otraparte se los
entrego.
PABLO CUARTAS
Fotografía: Ana Salas
Este texto apareció en Universo Centro No. 36, julio de 2012. Atunes lo publica con autorización del autor.
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