Esta vez, señores, voy a empezar así:
érase una vez una mujer. Amalia. Había llegado después de todos los mares,
lavada por todas las aguas, después de las más ásperas tristezas, dispuesta. Y
era yo. Con ella. Era-del-año-la-estación- florida,
era el cuerpo en el
principio, era una pareja, ese monstruo. Tan vergonzoso y tan feliz
todo.
Cartagena, la muralla, el desolado Café del Mar en la atalaya, las cinco
y pico
de la tarde, el cielo, el sol y el caribe que se encendían
fosforescentes si
pedías una Club Colombia. Y fueron dos cervezas, cuatro cervezas
mientras
descansábamos juntos de haber estado tan juntos tantas veces en tan
poquito
tiempo, incansables en la suite menos sofisticada del Santa Teresa. Que
se
fueran los ahorros, la capacidad de crédito, el cuerpo y el alma –si es
que
existe–. Que desdijeran de nosotros los vecinos, que el personal se
hastiara de
las quejas de esos tres pobres gringos, padres de familia, por las
órdenes, los
gritos, los espasmos que se producían sin conciencia al interior de la
habitación 2234, al fondo del pasillo, y que retumbaban pornográficos en
las
que algún día fueron las castas bóvedas de las carmelitas descalzas.
Bendito
sea Dios. Que se acabara el mundo. Lo que antes era sueño, en ese
momento era
posibilidad, destino. Se trataba de despedirnos, de agotarnos, de
acabarnos en ese
adiós absoluto que comenzó justo al reencontrarnos. Y que sería breve y
que
terminaría ahí, que terminaba ahí, justo ahí, a las cinco y pico, en la
muralla, en el desolado Café del Mar, en la-estación-florida, en las
Club
Colombia y etc. De golpe, tres mesas más allá, del lado de los cañones,
cuando
sonreíamos a la Nikon que dejaría morosa constancia del delirio, alcancé
a ver
que llegaba una pareja setentona, muy bien puesta, toda de lino blanco,
toda
muy fina, muy cara. La señora tenía puestas unas grandes gafas oscuras y
el
señor unas Armani de sol discretas, y por discretas todavía más bellas.
Canoso.
Su cuerpo se debatía entre la robustez y la templanza producto de dos
horas de
ejercicio cada mañana. Es Mario Vargas Llosa, dije. Volvimos a mirar,
atónitos, y no quedó lugar para las dudas. La mujer que lo acompañaba
era Patricia Llosa,
su prima, su esposa. Entonces, ¿cómo no especular acerca de lo que
estaba
terminando? Amalia ahí, y yo, no éramos más que la subdesarrollada
repetición
del encuentro entre Pluto y Lucrecia en esa novela injustamente
menospreciada
que se llama Los cuadernos de Don
Rigoberto. Así se lo dije, pero Amalia no había leído el libro. Muy modesta,
muy pobre, muy vulgarmente si quieren, pero éramos el remake, el eterno retorno
de lo mismo. Sí, yo sé que no me creen, es el colmo. El puro colmo de todo.
Páginas 49 a 86 en la edición de Punto de Lectura. Pero esto, señores, es
autobiografía, no ficción. Yo tampoco me lo creo, pero es verdad. Y agárrense
porque termino. Pidámosle una foto, sugirió Amalia, feliz, hermosa,
conmovedora. Me extendió la cámara y miró donde la perfecta pareja examinaba la
carta. Hice un gesto de incredulidad y dije que estaba bien así, que ni todos
los premios nobel –vivos o
muertos– iban a permitir que yo me distrajera de ser ese Pluto y ella esa
Lucrecia. Amalia insistió. Yo, por
esa concentración, no podía negarme a nada. Cogí la cámara, coqueteándole,
rendido, y caminé hasta ellos. Me vieron llegar. Vi en sus gestos la molestia,
la ofuscación de verse interpelados por un perfecto estúpido armado con una
máquina de fotos. Casi me devuelvo. Amalia me aupaba desde el otro lado. Perdón,
perdón, les mendigué. Asco, me miraron con asco. No, alcanzó a decir Patricia
Llosa, la prima, la esposa. Sin dejarla seguir les supliqué. Les conté que, en
últimas, lo que estaba terminando entre esa mujer y yo, sí, allá, a tres mesas,
era tal cual el viaje que el buen Pluto le había propuesto a Lucre en Los cuadernos. Pronuncié así: Lucre, Los cuadernos. Y que si algo hacía falta
para el milagro era esa foto. El Nobel aceptó, sonriendo. Patricia Llosa, la
prima, la esposa, también sonrió. No era creíble, pero tampoco podía ser
mentira. Les entregué la cámara. Está lista ya, le dije a Vargas Llosa, no sin
antes advertirle que mejor si podía tener en el cuadro algo de atardecer. Caminé hasta
nuestra mesa. Amalia me miró sin saber cómo mirar. Junté las sillas. La abracé
por el talle. Miramos al escritor, a la cámara. Clic. Ahí está la foto. Muchas
gracias don Mario, le dije cuando me devolví por la cámara. Muchas gracias,
maestro, le dijo Amalia desde el otro lado. Ya hace rato Patricia Llosa, la
prima, la esposa, se había retirado, rabiosa. Después, Amalia y yo pagamos.
Pagué, digo. Bajando la rampa nos despedimos para siempre. Ella se quedó con la
cámara, era suya. Bendito sea este recuerdo.
ESTEBAN GIRALDO
jajaja, buenísimo, mejor no puede ser. Donde encuentro a Amalia.
ResponderBorrarLastimosamente no hay rastro de Amalia... ni de la foto; solo queda el bendito recuerdo.
ResponderBorrarJajajaja "Pagué, digo". Tremendo detalle.
ResponderBorrara vos si te pasan unas cosas.... por la mente !!!!!!!!!!! jejejeeje. Esta buenísimo, casi te oí !!!!!!!!!!
ResponderBorrar