viernes, 24 de diciembre de 2010

Sin piedad contra los débiles


“Al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene” –cito de memoria un libro de la biblia que no recuerdo–. Las imágenes que no se cansan de explotar los medios son elocuentes; la profecía secular de las escrituras vuelve a repetirse. Y seguirá repitiéndose cada año, con la precisión del aguacero, con el ciego encarnizamiento de las amables estaciones que le tocaron a Colombia –que es pasión–.

Por más que se diga en la Teletón y demás masturbaciones caritativas –que son necesarias–, el drama del invierno no es exclusivo de los pobres, esas gentes ahogadas en pueblos innominables. Ya el año pasado algunos ricos de Medellín sufrieron la cachetada fría de una ladera en deslave. En estos meses, grandes terratenientes han mudado su ambición por la cara ejemplar del damnificado, industriales y comerciantes han visto sus grandes apuestas de fin de año naufragar en bodegas de alta seguridad, y transportadores y viajeros de todas las condiciones han dejado empantanado su destino en salas de espera y recodos de carretera.

La tragedia es nacional, y no es producto del fenómeno de la niña; es el resultado de la estupidez precámbrica de los planificadores y controladores del uso de la tierra en Colombia. La tragedia es, también, política. Hija de la desidia institucional para tomar las precauciones necesarias en contra de la fuerza legítima e indolente de la naturaleza. La Gabriela era un momumento al peligro; hoy es otra ofrenda sacrificial que hemos pagado por la incapacidad de proteger la vida de nuestros ciudadanos. Nadie puede decir que lo que ha pasado en Gramalote, en el Atlántico o en las riberas del Magdalena, el Cauca y demás ríos, era inesperado. Se trata de las bodas con una novia fea, de la que sabíamos que más tarde que temprano acudiría a la cita. Los encargados, sin embargo, no hicieron lo suficiente. Corporaciones autónomas regionales, alcaldes, gobernadores, ministros y presidentes parecen complacidos por su eficiencia en mitad de la inundación y el derrumbe, suscitando la solidaridad de todos, olvidando que era su responsabilidad que no sucedieran. Por supuesto, la eficiencia verdadera no da primeras planas, no se nota. A la larga, meditática y electoralmente, no es tan rentable. Puede ser incluso contraproducente. Uno piensa en el alcalde de Bello sacando a punta de antimotines a la gente en riesgo en Calle Vieja y escucha las exclamaciones de los desalojados y sus vecinos: ¡Cómo nos sacan de la casa! ¡No me pueden quitar lo poquito que tengo! Y, por supuesto, tendrían razón. Lo responsable hubiera sido realizar los reasentamientos en condiciones dignas y planificadas. Pero eso cuesta, y como es lo menos que uno espera de un “dignatario” y de las instituciones competentes, no hubiera existido la oportunidad de dejarse ver tan responsable, tan digno, tan diligente y tan humano, en botas pantaneras y chaleco nuevo en la emisión meridiana del noticiero, en vivo y en directo.

De otro lado nos hubieran despojado, esta vez sí, de la vulgar caridad de nuestras estrellas de televisión, unidas en el esfuerzo de juntar plata en una transmisión común de más de un día; tan buenos que son, tan generosos. Yo hubiera votado por el que me ahorrara el placer de ver a Jota Mario Valencia y a Jorge Alfredo Vargas como un dúo dinámico. Pero dadas las circunstancias no queda más que agradecer a estos galanes históricos, espléndidos, patéticos; esdrújulos. Gracias, de verdad.

Ahora, tendremos que conseguir otros diez billones –pensar en los ceros de la cifra confunde– para reparar lo irreparable, para nuevas víctimas. Víctimas, como las de la violencia, de la miserable inteligencia de nuestros políticos, de la miserable ejecución de nuestras instituciones; en fin, de nuestra propia miserableza como nación, que es el rasgo más palmario y más vergonzoso de doscientos años de independencia. Tan débiles que somos, tan pobres todos –hasta los ricos–; tanto que ya no es Dios sino el agua y la tierra las que nos quitan hasta lo poco que tenemos.

ESTEBAN GIRALDO.

sábado, 18 de diciembre de 2010

335 (II)

Véase antes -y si se quiere- la primera entrada al respecto. Click aquí.


-Con este van trescientos treinta y pico.

-Treinta y cinco.

-Eso. Trescientos treinta y cinco.

-¿Y con este qué pasó, por qué se fue?

-Por nada, porque sí: porque estaba vivo. Y no se fue: “lo fueron”. Y porque además y de todas formas se iba a morir, como usted y como yo.

-Eh… pero es que cada vez se mueren más jovencitos. Antes duraban más.

-Ni tanto, dos meses más yéndoles muy bien.

-¿Y ahora?

-Ya le dije: rapidito, desde octubre, los despachamos. Suerte que te vi…

-Como quien dice breve.

-Sin dolor.

-Ah…

-¿Qué? Eso no es tanto: vamos al río y allá los tiramos. ¿No vio? Vaya y verá. Otro muñeco flotando sobre el río del tiempo…

-¿O sea que a este el río se lo va a llevar?

-Ya se lo llevó: hace dos meses que este año se acabó.

-¿Por eso la fiesta?

-Sí: entre menos dure la locura, mejor.


PABLO CUARTAS.

IMAGEN: JESÚS GUTIÉRREZ GÓMEZ.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Entrevista


Sudando. Me llaman. Entro. Debo esperar a que me extienda la mano, saludar de manera cortés y esperar a que me invite a sentar. No cruzar las piernas ni los brazos. No mirar al suelo, ni sobre su cabeza. Tengo que escuchar muy bien y responder mejor, ser agradable y parecer interesante. Hablar bien de mí mismo, y de cuando en vez soltar un defecto, no como tal, sino como ese algo que debo y sé que puedo mejorar. Ahí estoy: sentado…una gota de sudor quiere recorrer mi rostro, mostrarme débil. No debo titubear, ni hablar mal de la última empresa en la que trabajé. Sonreír –no mucho. Debo lucir inmaculado: compré zapatos, un pantalón, correa, camisa y camiseta. Hoy no traigo corbata. Al terminar me dicen que me llamarán. Salgo. Me calmo un poco y dejo de sudar.

FEDERICO MURO

domingo, 5 de diciembre de 2010

Fuga



Sabe que no sirve para nada. Lo sabe. Peor: lo siente. Acaba de ver una película, una película pretenciosa. Perturbadora. Hace algo de comer. A las cuatro de la tarde apenas ha tomado algo. Pero no, hambre no tiene. Su cuerpo flaco ni siquiera se lo exige. Lo hace por cumplir. Porque toca. Por costumbre. Pone música y se pone a escribir. En tiempos como estos no se le ocurre nada. Pero se ve escribiendo una larga página. Una página ardua que le sale con facilidad. Lo ve, pero no le sale. Entonces ve al hombre que escribe, ve que la página se llena de letras, de palabras como hombre. Escribe. Hombre que escribe. De golpe ve que el tipo se detiene. Y como en un sueño, por más que se esfuerce por leer no puede. La página se desenfoca, objetos se oponen a su mirada. Le da un desespero de ciego. Antes de que se nuble por completo la mirada, alcanza a ver esa palabra: ciego. Y el negro. El hombre, al otro lado, se ríe. Y sigue. Describe la casa de paredes blancas y muebles negros, baratos. Habla de un hombre que cocina y come con ansias terribles. Como si fuera la primera y la última vez, con la certeza de que el hartazgo prevendrá la hambruna. Al final, por supuesto, este hombre se pone a escribir. Pero ahí se detienen las palabras. El hombre que imagina se queda en blanco. Mas el imaginado escribe con iguales ansias con las que comía. Cada letra es un golpe. Ahora es un hombre escribiendo y escuchando música. La música que llena las paredes blancas, y que es triste. Y la escritura que fluye sin más, como una repetición. Una repetición, una repetición. Una repetición. Este hombre ve a un hombre dormido en frente de un televisor, donde un hombre ve a otro escribir. Escenario blanco de un teatro, y en frente del escritor que escribe su propia representación, y la representación de este último representada por otro. Y éste por otro. No son idénticos, sin embargo, pero parecen infinitos. La música, de repente, se detiene. Y el hombre se ve en la película, al final de la fila de las representaciones, diminuto por el efecto de la perspectiva. Escribe, sin embargo, que un hombre está escribiendo. Ve que la página comienza con la frase que sabe que no sirve para nada, y en el texto ve a un hombre escribiendo sin parar, enceguecido por su propio ritmo. Y una música que no se detiene y que es la repetición indefinida en el tiempo de lo mismo. Un rollo interminable de blanco escrito, donde la historia recomienza. De pronto una imagen que regresa, una representación de la representación de la representación de la representación de la representación de la representación. Y ve que está solo. Va a la cocina. Come sin hambre y luego se pone a escribir. Un hombre comienza a las cuatro de la tarde una página en la que un hombre escribe que escribe a un hombre que se cansa escribiendo, y se pregunta: ¿por qué no seguís vos? Sigo yo, le responde otro. Y era un hombre que escribía a un hombre que escribía y tuvo que pelear con otro para que lo dejara continuar, porque estaba diciendo que sonaba música, pero el otro veía una película donde un hombre veía a un hombre que escribía su propia representación tan fielmente que la representación contaba, también, con su propia representación, y esa representación con una propia y así. Pero no lo logró porque uno de ellos sabía que no servía para nada. Lo sentía y no iba a dejar que los demás hicieran algo por él. Seguían siendo las cuatro de la tarde y la página ya era incuantificable. Y uno de ellos escribió un reloj que otro veía y que se sorprendía porque todavía eran las cuatro y porque aunque no había comido nada y no tenía hambre. Sin embargo hace que se pare y vaya hasta la cocina y haga algo, sin ganas, como por cumplir. Luego decide escribir a un hombre que escribe a un hombre realizando su propia escritura. Escribe un ombligo dentro de un ombligo. Y al interior un ombligo dentro de otro ombligo. Que lo devuelve a la escritura de sí mismo. A las cuatro de la tarde. A las paredes blancas, detenidas por la música. O donde se detiene la música. Y un hombre escribe que se detiene la música. Pero la música dice que un hombre detiene la música. Y se detiene. Pero el hombre que escribe escribe la música. Donde nuevamente un hombre la detiene. Pero no se detiene. Queda suspendida. Una suspensión larga. Larguísima. Donde son las cuatro de la tarde y hay una película donde un hombre y sus representaciones se escriben así mismas. Espejos autónomos que compiten en la disparata empresa de describirse. Y todo eso pasa también en la música. En la paredes blancas, como páginas, que dicen que un hombre escribe a un hombre, y que está adentro de esas paredes, y escribe que lee esas paredes. Se lee a sí mismo al tiempo que se escribe al interior de la propia escritura. Y no termina. Y aún así no sirve para nada. Y otro lo ve. Y lo escribe. Y se detiene. Y así…

ESTEBAN GIRALDO.
IMAGEN: ESCHER.