Retratos en un mar de mentiras
Carlos Gaviria
2010
Esta película, la primera del director colombiano Carlos Gaviria, cuenta una historia dura, sentida, necesaria. Se trata del ingenuo y desafortunado regreso a la tierra propia. Road movie en Renault 4 que termina en la pérdida de todas las esperanzas, en medio de un conflicto que no termina, al que le cambian las modalidades, los actores y los victimarios, pero que no termina. Mostrar eso, representar la barbarie, el desgraciado destino de esta nación, debe ser un compromiso político del cine de este país. Pero debe de ser abordado desde una perspectiva eminentemente cinematográfica, narrativa, no desde cierto proselitismo bienpensante. Por supuesto, Retratos en un mar de mentiras no es un panfleto, ni una diatriba en contra de los paramilitares y la inoperancia del gobierno de Colombia, pero a veces parece que quisiera serlo. Y bueno, hasta debería serlo, pero de otra manera.
Ese es el problema más grande del que adolece el guión –según mi humilde modo de entender–. Se pasa de explícito. Incluso a veces parece un editorial que camina entre la campaña “Colombia es pasión” (“Este país es tan grande que por más que intentemos acabar con él no hemos podido” –cito de memoria–) y las consignas doctrinarias de las ONG de extrema izquierda (“Esos hombres –refiriéndose a los paramilitares– son el demonio”). Casi en cada secuencia uno puede detectar una moraleja que el director quisiera que ningún espectador se pierda. Entonces vienen los chistecitos o las frases que son la voz del autor y no necesariamente del personaje. Y por ahí el montaje final comienza a hacer aguas, porque –insisto– la historia que hay detrás es tan fuerte que no hacen falta diálogos como columnas de opinión para que la trayectoria de los dos personajes principales, por sí misma, sea una reflexión legítima, poderosa.
En el mismo sentido –debo indicarlo– el director tomó la decisión de hacer una película en la que la gente se ríe cuando en realidad debería estar llorando, como si fuera una comedia, pero tenía en sus manos un drama tan recio que –a mi pesar– casi la malogra. El personaje que hace Edgardo Román, con su maquillaje y su caracterización de caricatura, es quizá el punto más patético. Y no lo digo por el actor, lo digo por el destino de fantasma y la puesta en escena que para el abuelo de Marina eligió Gaviria.
Para terminar con los comentarios de “mala leche”, no se puede perdonar el pobre trabajo que hizo el departamento de arte y de sonido de la película. Con razón algunos dirán: otra película colombiana, lo mismo de siempre: tema colombiano y, sobre todo, decorados y audio colombianos. Desde la perspectiva técnica, el film –creo– nos devuelve a la Vendedora de Rosas, coincidencialmente de otro Gaviria y producida por la misma persona.
Y sin embargo, a pesar de todo esto, la película es una obra meritoria en extremo. Mal no estaba el jurado de Guadalajara que le dio el premio a mejor película. Y a mejor actriz. La actriz, Paola Blandión Fisher, salva, redime y quizá ponga en un lugar de preeminencia dentro del panorama fílmico de Colombia a Retratos en un mar de mentiras. Su actuación le calza perfectamente a la tragedia que describe la trayectoria de su personaje: potente, contenido, humano y profundo. Ella hace que la película nos conmueva francamente. Ella hace vivir la tragedia, nos pone en sus botas pantaneras y nos lleva hasta ese mar donde no queda nada, y nos hace sentir lo inefable que hay detrás del despojo, el desplazamiento y la injusticia de la guerra. Su personaje y su papel nos enseñan una humanidad que sólo puede existir en medio de la brutalidad. Y ese es un logro esquivo.
OSCAR LACLAU.
FOTO: ALBERTO SIERRA
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