La sangre y la lluvia.
Jorge Navas, 2009.
Como no he perdido del todo la buena fe –sigo siendo ingenuo–, entré al cine con la esperanza de ver una buena película. Apelando a lo visto no habría por qué dudar del director de Alguien mató algo, ese corto ya consagrado y todavía entrañable.
No obstante el ímpetu se desinfla casi antes de ver el título de la película. No se trata del realismo seco de los hermanos Dardenne, ni de la estilizada y dramática puesta en escena de Gus Van Sant. Y aunque sea excesivo y arbitrario intentar una comparación así, lo de Navas en su modestia camina entre los dos. Pero se queda en eso: camina, anda, rueda. Nada más. No va en la dirección de una verdadera dirección: patina. Un guión lleno guiños insuficientes. Una puesta en escena convencional. Una música que está por estar (aun cuando la protagonista parezca insistir en su importancia). Unas interpretaciones sin grandes reparos, sin grandes méritos. Unos diálogos forzados, al borde de ser inverosímiles. En fin, nada verdaderamente chocante (made in Colombia). La película pasa.
Calificar La sangre y la lluvia de acontecimiento cinematográfico, o decir de ella que es un retrato de la noche bogotana, o que se trata de una reflexión sobre la violencia o la soledad, parece cuando no un despropósito por lo menos una exageración. Y justo de ahí venía mi entusiasmo antes de entrar a la sala de cine, porque todo eso habían dicho del primer largo de Navas.
Pero no, ya aprendí. A cine es mejor entrar después de haber perdido las esperanzas.
ÓSCAR LACLAU.
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