viernes, 9 de octubre de 2009

Juvenal Arizabaleta.

Recordó la culpa. En la sala de redacción y con el sobre de la citación en las manos, reinventó el nombre y revivió lo que había inventado, la farsa que había borroneado de afán, a la hora de cierre de edición para poder salir con aquella practicante de senos pequeños, dientes grandes y una cintura que prometía verdades absolutas. Magdalena Santos, se llamaba, y por eso del amor –o algo así– se había convertido en su novia, en su concubina, en su esposa, en su mujer –qué carajos–. No pudo, sin embargo, dejar de repetirse el nombre que se le había ocurrido aquella vez: Juvenal Arizabaleta, Juvenal Arizabaleta. ¿Quién diablos podría llamarse así?

De ese nombre había escrito que, “vecino del barrio, es insistentemente acusado por testigos oculares como el asesino de”. El homicidio, en efecto, había tenido lugar. Se trataba de una mujer, pero no pudo recordar el nombre. Recordó, en cambio, el titular a cinco columnas, con toda su crónica, con toda su tramoya. Y la culpa a la que olía su cuerpo.

Ahora lo citaban al juicio de un tal Juvenal Arizabaleta. O bueno, a la condena de un tal Juvenal Arizabaleta, que ya se había declarado culpable de asesinato. El seguimiento del caso, claro, lo obligaba a asistir.

Llegó y se hizo aparte, escondiéndose. Al momento de entrar a la sala semivacía el enjuiciado se le acercó, pidiéndole al guardia que lo dejara un segundo, que era amigo del periodista y que quería decirle algo importante. Asustado, aguardó a que ese Juvenal Arizabaleta se sentara a su lado, y escuchó que en un susurro le dijo, casi soñador: “yo a vos también te inventé, te nombré en alguna parte”. Luego, turbado, asistió a un juicio cualquiera, de abogados vencidos y condenas anticipadas.

Al final el reo Juvenal Arizabaleta, un mulato gigante que viéndolo bien no tenía cómo llamarse de otra manera, pidió la palabra y dijo: “quisiera reconocer otra cosa, si se me permite”. Y entre la pausa de expectativa y de rigor, lo miró. Después, sereno, dijo: “También maté a Magdalena Santos”. En medio del estupor de jueces, fiscales y defensores sin defensa, a él le pareció imposible, porque esa misma mañana la había dejado en casa, radiante, igual de hermosa. Sin embargo al rompe agarró su teléfono móvil, buscó el contacto “Magdalena” –que tenía una muñequita al lado– y llamó con unas ansias para las que no encontró adjetivos. Esperó. Y nadie al otro lado. Nadie al otro lado de la vida. Y la culpa.

Vencido, aferrado a una esperanza que a esas alturas le parecía absurda, agria, necesaria, negra, sofocada, triste, vergonzosa –ahora sí tenía adjetivos– y arcana y líquida y visceral y, por fin, culpable, escribió en su libreta: “Magdalena Santos está viva”.

***

De Juvenal Arizabaleta se sabe que, en su celda, no para de decir nombres.


ESTEBAN GIRALDO.

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