Hice, para la mujer que quiero, una carta. La mejor carta que nunca nadie haya escrito, en la cual estaban expresados todos y cada uno mis sentimientos.
Ardua tarea exprimirse el corazón y redactar lo que quede con buena ortografía y una letra no muy abigarrada. Aquella mujer no me quería, por eso no le entregué mi texto al terminarlo; esperaba que el dolor de su indiferencia me fuera sufrible. Así, puse la carta en el bolsillo izquierdo de mi camisa azul.
Mi madre, sin ver, sin fijarse, ciega y loca, lavó sin darme cuenta la camisa que guardaba la carta escrita en purísimo Kimberly. Mis sentimientos se mecieron con el viento del patio, los secó el sol de diciembre y como debe suponerse, gracias a la acción de mi madre, el agua, el jabón, el calor, el aire y mi desgano, terminaron convertidos en una masa que cubrió el cielo-camisa de nubes chiquitas, jirones de expectativa y de tristeza. Mi mamá –otra vez mi mamá– aplanchó la camisa llena de babas de papel y la colgó en mi closet.
Hoy, tiempo perfecto para entregar mi carta, me doy cuenta que mis sentimientos están lavados y estregados y aplanchados, como si ya no existieran. Y ahí, en el closet, la camisa azul enarbolando una promesa empantanada.
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ResponderBorrarJajajaja!!
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