Rumbo a la finca vio los añonuevos. Barridas, bajo un sol de justicia, alcanzó a reconocer las facciones de aserrín y marcador barato. Las patillas escurridas, las camisetas de publicidad política ya vencida, los zapatos inútiles que sostenían en el aire a esos espantapájaros festivos. Después, los nombres. A izquierda y derecha de la autopista se repetían los letreritos que nombraban a los muñecos que esa misma noche no serían más que fuegos de artificio. Araminta, Ricardo, Dolores, Juvenal, Melba. Y el último: Alfonso. Ese nombre: Alfonso. ¿Cuándo iba a olvidar ese nombre? O no, olvidarlo no, sabía que no podía, que no iba a poder olvidar ese nombre. ¿Pero al menos cuándo iba a dejar de dolerle? Sintió el impulso de frenar en seco y pedir que le vendieran a Alfonso, a condición de que se lo taquiaran de pólvora. O de dinamita. Sí, una tonelada de dinamita, eso quería. A ver si así explotaba la rejilla, el corsé invisible que hacía meses no la dejaba respirar como debía, que mantenía su vida palpitando entre un suspiro y otro. Alfonso. Si hubiera habido alguien acompañándola habría dicho que la expresión “despecho” había sido muy mal pensada, que lo que designa, en realidad, es la presencia insobornable de un dolor punzante e impreciso en el puro corazón. La rejilla, el corsé constriñendo fuerte entre las tetas y la espalda. Uno nunca siente más y peor el pecho que cuando está despechado. “Empechado”, debería decirse. Agradeció que el carro fuera vacío porque la soledad le ahorró ese patetismo. Y la lástima que hubiera producido. En cualquier caso no paró. Abrió la ventanilla y prendió un cigarrillo.
Al llegar cumplió modélicamente con las convenciones. Saludó a la familia. Sostuvo conversaciones de cartilla con tíos y primos interesados en su futuro. Alabó el asado. Durmió a los sobrinos. Bailó con su hermano borracho. Esperó con paciencia de monja de clausura la media noche. Y nunca dejó de repetirse el nombre: Alfonso.
Cuando tronaron las papeletas de los añonuevos y estallaron en el cielo los voladores que tiraban en las fincas cercanas, y llegaron los buenos deseos y las uvas y los abrazos, y sonaron las canciones que siempre suenan, fue hasta la alcoba que había sido suya de niña y cogió la única muñeca que conservaba. Y había conservado esa muñeca porque era la primera, su hija y su única amiga en aquellos tiempos, ya tan remotos. Después buscó en su bolso un lapicero. Le puso barba a la muñeca, le ensució los ojos con tinta negra e, inconforme con el resultado, dibujó unas gafas. Mejor, unas gafas como las de Alfonso. Como pudo la dejó calva. Tuvo cuidado de no rasgar la tela del vestido cuando escribió el nombre sobre el pecho de la muñeca. A falta de pólvora o de dinamita caminó hasta el cuarto de herramientas y bañó a la muñeca con gasolina. Salió y se aseguró de que nadie la viera. Prendió un cigarrillo. Miró a la muñeca y supo que ese juguete no tenía la culpa. Supo, también, que esa muñeca no era más un juguete. Esa muñeca ahora era Alfonso. Y él sí tenía la culpa. Dio otra calada. Sintió la rejilla, el corsé. Urticante, helado. Y maldijo. Se sentó en la hierba. Acercó el cabo del cigarrillo a la muñeca, a Alfonso que no tardó en encenderse, en derretirse con una llama pegajosa. A lo lejos seguían los fuegos de artificio y la música alegre. El plástico calcinado calentó sus manos en la oscuridad del año que nacía. No lloró.
ESTEBAN GIRALDO