Puerto López, Ecuador, julio de 2013
Mientras caminaban por la playa un niño les dijo que allá, a los lejos, había un montón de ballenas. Se concentraron, cerraron un poquito los ojos —que es como uno ve mejor— y las vieron. Las ballenas no se contentaban con mostrar las jorobas por las que les pusieron el nombre —un nombre injusto, despectivo, ridículo—, sino que, además, hacían grandes fuentes de agua en cada respiración y —el colmo de la felicidad para el turista— saltaban y saltaban sobre el agua en su ballet de aletas y chapoteos colosales.
Nada de eso pude verlo, trataba de recuperarme de un malestar denso y pegajoso, como un chicle, en el hotel. Cuando Isaya llegó me hizo el recuento pormenorizado del prodigio que me había perdido y prometimos hacer al día siguiente —no importaba cómo siguiera mi salud, que seguro iba a ir bien— el avistamiento de ballenas como debía ser: lo más cerca que pudiéramos, en lancha, con los teles de las cámaras puestos y los oídos bien atentos. Después, cuando ya habíamos puesto el mosquitero y habíamos apagado las luces, en ese momento en el que uno ya se ha deseado las buenas noches y sólo queda dormir —si uno puede, y yo casi no podía—, Isaya dijo, como preguntándose a ella misma, pero preguntándome a mí: ¿será que las ballenas duermen?
Me gano la vida trabajando en una editorial universitaria, de ciencias humanas, para más señas. No soy de esos turistas que leen el Lonely Planet dedicado al país que van a visitar, tampoco he sido fanático de los documentales de National Geographic ni recuerdo alguna tarea escolar sobre los cetáceos. Por lo tanto, debo decir que no tenía ni puñetera idea acerca del sueño de las ballenas. Me imagino que sí, ¿cómo no?, le respondí a Isaya, pero mi tono fue la pura incertidumbre. Divagamos un rato sobre el asunto, pero a cada respuesta afirmativa le correspondía una duda razonable —¿cómo hacen para no ahogarse?—, y a cada respuesta negativa le correspondía una imposibilidad física y psicológica —en caso de que pueda hablarse, en sentido estricto, de una psicología de las ballenas—. Lo cierto es que nosotros, los humanos, sí necesitábamos dormir. Y dormimos —por fortuna— hasta el día siguiente.
En la mañana, lo más cerca que podíamos, en lancha, con los teles de las cámaras puestos y los oídos bien atentos, las vimos y las escuchamos. Esta lentitud gigantesca, esta fluidez de toneladas, esta pereza deliciosa, este ritmo de dieciséis metros de largo. Este sobrecogimiento de un azul eléctrico bajo el agua salada, cruzando, rodeando la quilla de un barco que es apenas un mosquito si se les compara. Y saber que esa lentitud las trae desde el mismísimo fin del mundo hasta el ecuador. Y pensar que esa proeza la hacen por amor —copular y parir—. Y comprender que somos tan poquita cosa —como un mosquito, como un barco— si nos medimos. Ya lo sabía Michel Serres: “Aun estando embriagados por un loco amor, ¿cuántos de nuestros semejantes nadarían desde el Polo hasta aguas cálidas, como las ballenas de ambos sexos, atraídas por un medio propicio para su prole? Quisera reiterar que, tal como dicen otros, en el amor nos conducimos como animales, pero si es así, nos veo tímidos y pacatos, prudentes, rígidos, prosaicos y grises, privados del heroísmo que manda el instinto”.
El sueño de las ballenas es ese: estar en esas aguas. Eso es lo que me hubiera gustado responderle a Isaya, aun cuando eso no contestara su pregunta. Además, ahora sé que sí, que sí duermen —duermen nadando, seminconscientes, cerca de la superficie, emergiendo cada que necesitan aire—. Y digo que, justo por ese sueño heroíco, y a pesar de nuestra novelería turística, las ballenas merecen que las dejen en paz.
ESTEBAN GIRALDO