jueves, 29 de octubre de 2009
Mea culpa.
jueves, 22 de octubre de 2009
Crónica de Lenguanegras.
Pocas veces puedo decir con certeza que el sonido de una banda es único.
Esta es mi humilde apreciación, luego de haber escuchado y escuchado y escuchado el disco Lenguanegra de la banda Parlantes; el cual fue lanzado en un concierto donde la puesta en escena de imágenes, luces, escenografía, y por su puesto la música puso a vibrar las paredes del teatro Lido de la ciudad de Medellín.
Lenguanegra recoge sonoridades cercanas a la salsa, el rock, el reggae, el tango y la cumbia, logrando potencializar con fuertes melodías los textos del único burro poeta: Camilo Suarez. Para lograr esto, los Parlantes tiene en su haber viejos lobos de la escena local: Pedro Villa en el Bajo, Alfonso Posada en la batería, David Robledo A en la percusión, los siameses temporalmente separados Freddy y John Henao en los teclados, y por último a Jose Villa Lenis en la guitarra.
En momentos donde se habla de la desaparición del CD físico, Parlantes nos brinda una propuesta donde el texto y lo grafico logran un objeto de recordación para el oyente. Material adicional inspirado en Lenguanegra y materializado por escritores y artistas amigos de la banda.
Por último les sugiero que escuchen y se pongan en contacto con ellos para obtener Lenguanegra, puesto que es un producto de carácter independiente como varias de las buenas cosas en la vida.
http://www.myspace.com/parlantes
P.D.: El primer párrafo de este escrito es dedicado a mi madre, Migdoriam Arbeláez A.
JOSÉ GALLARDO A.
viernes, 9 de octubre de 2009
Juvenal Arizabaleta.
Recordó la culpa. En la sala de redacción y con el sobre de la citación en las manos, reinventó el nombre y revivió lo que había inventado, la farsa que había borroneado de afán, a la hora de cierre de edición para poder salir con aquella practicante de senos pequeños, dientes grandes y una cintura que prometía verdades absolutas. Magdalena Santos, se llamaba, y por eso del amor –o algo así– se había convertido en su novia, en su concubina, en su esposa, en su mujer –qué carajos–. No pudo, sin embargo, dejar de repetirse el nombre que se le había ocurrido aquella vez: Juvenal Arizabaleta, Juvenal Arizabaleta. ¿Quién diablos podría llamarse así?
De ese nombre había escrito que, “vecino del barrio, es insistentemente acusado por testigos oculares como el asesino de”. El homicidio, en efecto, había tenido lugar. Se trataba de una mujer, pero no pudo recordar el nombre. Recordó, en cambio, el titular a cinco columnas, con toda su crónica, con toda su tramoya. Y la culpa a la que olía su cuerpo.
Ahora lo citaban al juicio de un tal Juvenal Arizabaleta. O bueno, a la condena de un tal Juvenal Arizabaleta, que ya se había declarado culpable de asesinato. El seguimiento del caso, claro, lo obligaba a asistir.
Llegó y se hizo aparte, escondiéndose. Al momento de entrar a la sala semivacía el enjuiciado se le acercó, pidiéndole al guardia que lo dejara un segundo, que era amigo del periodista y que quería decirle algo importante. Asustado, aguardó a que ese Juvenal Arizabaleta se sentara a su lado, y escuchó que en un susurro le dijo, casi soñador: “yo a vos también te inventé, te nombré en alguna parte”. Luego, turbado, asistió a un juicio cualquiera, de abogados vencidos y condenas anticipadas.
Al final el reo Juvenal Arizabaleta, un mulato gigante que viéndolo bien no tenía cómo llamarse de otra manera, pidió la palabra y dijo: “quisiera reconocer otra cosa, si se me permite”. Y entre la pausa de expectativa y de rigor, lo miró. Después, sereno, dijo: “También maté a Magdalena Santos”. En medio del estupor de jueces, fiscales y defensores sin defensa, a él le pareció imposible, porque esa misma mañana la había dejado en casa, radiante, igual de hermosa. Sin embargo al rompe agarró su teléfono móvil, buscó el contacto “Magdalena” –que tenía una muñequita al lado– y llamó con unas ansias para las que no encontró adjetivos. Esperó. Y nadie al otro lado. Nadie al otro lado de la vida. Y la culpa.
Vencido, aferrado a una esperanza que a esas alturas le parecía absurda, agria, necesaria, negra, sofocada, triste, vergonzosa –ahora sí tenía adjetivos– y arcana y líquida y visceral y, por fin, culpable, escribió en su libreta: “Magdalena Santos está viva”.
***
De Juvenal Arizabaleta se sabe que, en su celda, no para de decir nombres.
ESTEBAN GIRALDO.